Nadie recuerda cuándo se fundó Velmont.
Nadie recuerda por qué cerraron el hospital.
Y nadie parece recordar a Elías Medina... ni siquiera él mismo.
Lo único más espeso que la niebla que cubre este pueblo es el silencio que lo envuelve.
Pero algo aún respira entre esas paredes abandonadas. Algo que espera.
Elías llegó buscando cumplir con su servicio médico.
Lo que encontró fue un lugar sin salida.
Y cuanto más intenta entenderlo… más se olvida de quién era.
Porque hay lugares que no se dejan atrás.
Y hay llamados que nunca deberían responderse.
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Ecos que aun caminan
Elías despertó entre sábanas limpias, con la luz del amanecer colándose por una rendija en la ventana. El olor era real. El calor también. No había más ecos ni paredes frías de cemento. No había Lucía. Ni puertas ocultas.
Y sin embargo, el silencio no era descanso. Era ausencia.
Soledad ya no estaba.
Se sentó lentamente. Le dolía el pecho, como si algo le hubiese sido arrancado.
—¿Dónde...?
La habitación era sencilla. Un pequeño consultorio. Un escritorio, una silla. Nada especial. Pero sobre la mesa, una carpeta lo esperaba, con su nombre.
La abrió con manos temblorosas.
Dentro: una hoja escrita a mano.
"Elías. Sal de aquí. Vuelve al pueblo. Hay cosas que debes saber. Cosas que dejaste atrás. No fue un accidente que llegaras a Velmont. Y si quieres entender por qué Soledad está ahora allí… tienes que volver a donde todo comenzó. No a tu infancia. A tus errores."
No firmaba nadie. Pero reconocía la letra.
Era de su hermana.
Ana.
Elías se levantó de un salto, sintiendo cómo el corazón volvía a bombear con rabia y urgencia.
—¿Ana...? No puede ser...
Ana estaba muerta. Al menos, eso creyó.
Había desaparecido años atrás. Justo antes del accidente que marcó su vida. La policía nunca encontró el cuerpo. Y después de tanta espera, todos supusieron lo peor.
Pero si esta carta era real… entonces nada había terminado.
El viaje de regreso fue silencioso. Un par de horas por carretera. El pueblo de Carnerillo lo recibió con ese aire pesado que solo los lugares olvidados conservan. Casas cerradas. Calles cubiertas de polvo. Y una brisa que parecía arrastrar viejos secretos.
Aparcó frente a la vieja iglesia, esa donde su madre solía llevarlos los domingos. Todo seguía igual. Excepto por los carteles.
Desaparecidos.
Cinco rostros nuevos. Cinco nombres. Todos recientes.
Uno de ellos... lo reconoció.
Sara Montalvo.
Había sido compañera de Ana en la secundaria.
—Esto no es una coincidencia... —murmuró.
Mientras contemplaba los rostros, una voz familiar interrumpió su pensamiento.
—No pensé que volverías a este agujero, Elías.
Se giró.
Un hombre alto, de rostro endurecido por el sol y las penas, se acercaba con paso firme. Tenía una chaqueta marrón raída y una gorra militar gastada.
—Sargento Méndez —dijo Elías, sin emoción—. ¿Aún patrullando fantasmas?
—Los fantasmas están más activos que nunca, muchacho —respondió el hombre, encendiendo un cigarro—. Desde que ese hospital maldito volvió a abrir sus puertas, el pueblo ha perdido más de lo que tenía.
—No fue el hospital. Fue lo que había debajo —dijo Elías, recordando los túneles, las visiones, los cuerpos que no eran cuerpos—. Yo estuve ahí. Sobreviví. Soledad no.
Méndez exhaló una bocanada de humo.
—Entonces no has terminado tu trabajo.
—Recibí una carta. De mi hermana.
El sargento frunció el ceño.
—¿Ana?
—Sí. Sé cómo suena. Pero la letra era suya. Me dijo que viniera. Que había cosas que debía saber.
Méndez lo miró largo rato, luego apagó el cigarro con la suela de su bota.
—Súbete. Hay alguien que deberías conocer.
La casa estaba al final de la ruta, donde el bosque comenzaba a cerrarse. Era antigua, de madera ennegrecida por la humedad y el tiempo. Los vidrios estaban cubiertos con trapos y las paredes interiores repletas de dibujos, mapas, recortes de periódico.
Allí vivía Bruna.
Era una mujer de ojos claros, cabello desordenado y manos que siempre temblaban. Llevaba una bata blanca, aunque no parecía médica. O quizás lo fue. En otro tiempo.
—Él es Elías —anunció Méndez.
Bruna lo observó como si ya lo conociera.
—Elías... El que abrió la puerta.
—¿Qué puerta?
—La que nunca debió abrirse —respondió ella, señalando un mapa cubierto de líneas rojas—. El hospital era solo la superficie. Pero tú... tú tocaste el núcleo.
Elías sintió un escalofrío.
—Soledad está atrapada ahí. Se ofreció para quedarse... para mantenerlo sellado.
Bruna asintió.
—Entonces, aún hay esperanza. Pero si algo se activa... si se rompe el equilibrio... ella también será consumida.
—¿Qué puedo hacer?
La mujer le tendió una caja de metal.
—Esto pertenecía a tu hermana. Lo dejó conmigo cuando desapareció. Me dijo que si tú alguna vez regresabas, debía dártelo.
Elías abrió la caja con cuidado.
Dentro, un casete de grabación. Una fotografía de Ana con una niña pequeña. Y una nota:
"Velmont no fue el primero. Hay otros. El patrón se repite. Escucha la cinta. Lo entenderás."
Méndez se acercó con una grabadora portátil.
—Funciona. Pero no lo reproduzcas aquí. Es mejor que estés solo para eso.
Esa noche, en la habitación donde solía dormir de niño, Elías reprodujo el casete.
La voz de Ana llenó el cuarto.
"Si estás escuchando esto, es porque sobreviviste. Y porque todo va peor de lo que imaginé. Velmont fue el último eslabón en una cadena de sitios diseñados para estudiar lo invisible. Trauma colectivo, proyecciones compartidas, energías residuales… llámalo como quieras. Pero hay algo más profundo que un simple experimento fallido. Hay una conciencia. Algo que vive en esos lugares. Que se alimenta del dolor, del silencio, de lo no dicho. A eso lo llaman “El Testigo”."
Elías se enderezó.
—¿Testigo?
"Yo lo vi. La noche que me llevaron. No fue un accidente. Yo me ofrecí, igual que Soledad. Pero escapé. Y desde entonces… he estado buscando la forma de destruirlo. Aún no la tengo. Pero si estás oyendo esto… tú puedes."
Silencio.
Luego, un susurro apenas audible:
"Lo verás cuando estés listo. Solo recuerda… no hables. No pienses. No lo nombres."
El casete se detuvo.
Elías permaneció en la oscuridad, sosteniendo la foto. La niña con Ana... era Lucía.
No. Era alguien parecida. Pero no idéntica.
¿Una versión anterior?
¿Una copia?
Las paredes comenzaron a temblar.
Un susurro recorrió la habitación como una corriente fría.
"No lo nombres..."
Elías cerró los ojos.
—Demasiado tarde.
Al otro lado, en el hospital que no existía en ningún mapa, Soledad despertó de golpe.
Los pasillos estaban distintos.
El cielo era rojo.
Y al fondo, algo caminaba arrastrando cadenas.
Algo... que no tenía rostro.
Pero que lo sabía todo.