Nabí es el producto de un amor prohibido, marcada por la tragedia desde su más tierna infancia. Huérfana a los tres años tras la muerte de su padre, el vacío que dejó en su vida la lleva a un mutismo total. Crece en un orfanato, donde encuentra consuelo en un niño sin nombre, rechazado por los demás, con quien comparte su dolor y soledad.
Cuando finalmente es adoptada por la familia de su madre, los mismos que la despreciaban, su vida se convierte en un verdadero infierno. Con cada año que pasa, el odio hacia ella crece, y Nabí se aferra a su silencio como única defensa.
A sus dieciocho años, todo cambia cuando un joven de veintitrés años, hijo del mafioso más poderoso de Europa, se obsesiona con ella. Lo que comienza como una atracción peligrosa se transforma en una espiral de violencia y sangre que arrastra a Nabí hacia un mundo oscuro y despiadado, donde deberá luchar no solo por su libertad, sino también por descubrir quién es realmente.
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CAPÍTULO 13: VÍNCULO
...Dante...
Cuando abrí los ojos, me encontré con el techo blanco y deslumbrante de mi habitación, un contraste inquietante con el horrible dolor que me atravesaba el abdomen. Era un dolor punzante que me hacía quejarme involuntariamente, recordándome que no estaba del todo bien. La sed me asaltó de inmediato, y lo primero que atiné a decir al despertar fue: Agua.
Beatriz, con una expresión de preocupación dibujada en su rostro, me extendió un vaso. A mi lado, mi padre ajustaba las almohadas en mi espalda, intentando hacerme sentir un poco más cómodo. El líquido fresco alivió mi garganta reseca, pero la inquietud en mi pecho no se disipó. Con un esfuerzo que hizo que la herida en mi abdomen pulsara, logré formular la pregunta que me atormentaba:
—¿Dónde está Nabí?
Observé cómo sus rostros se tornaban serios y cómo intercambiaban miradas cargadas de tensión, como si no quisieran desvelar un secreto oscuro.
—¿Dónde está? —insistí, esta vez alzando la voz, sintiendo cómo la angustia se apoderaba de mí.
La respuesta que llegó fue un silencio pesado. Intenté levantarme, impulsado por una necesidad desesperada de encontrarla, pero mi padre me detuvo con una mano firme.
—Nabí desapareció —dijo Beatriz finalmente.
Mis ojos se abrieron con incredulidad mientras la miraba fijamente.
—¿De qué hablas? —pregunté, frunciendo el ceño ante la revelación devastadora. La tensión en mi cuerpo era casi insoportable y cada movimiento parecía avivar el dolor en mi herida— ¿Cómo que desapareció?
—Ella se fue —repitió Beatriz con un tono sombrío—. No ha aparecido desde entonces. Ni siquiera se preocupó por venir a verte al hospital.
Las palabras resonaron en mi cabeza como ecos distantes. No podía creer lo que estaba escuchando; me costaba aceptar que Nabí pudiera haberme abandonado en este momento. Su rostro empañado en lágrimas, presionando la herida que no paraba de sangrar, era la última imagen grabada en mi mente.
¿Cómo era posible que simplemente desapareciera?
¿Estaba realmente bien?
A medida que recordaba todo lo que habíamos vivido juntos, una línea de duda se cruzó por mi mente como una sombra amenazante. Las palabras de Beatriz parecían demasiado crueles para ser verdad; algo dentro de mí se negaba a aceptar esa realidad. Podía ser solo una mentira elaborada por ellos para protegerme o quizás para ocultar algo más profundo. La idea de no poder verla ni siquiera una vez más me llenó de terror y confusión.
Esta vez, no podía dejar que una simple herida en mi abdomen me separara de ella. Con una mezcla de dolor, aparté a mi padre con la fuerza que logré reunir en ese momento y me dirigí a la puerta.
—¡Dante! —la voz de Beatriz resonó a mis espaldas, pero no me detuve. Abrí la puerta con furia, dispuesto a enfrentar lo que fuera necesario.
Al abrirla, me topé con una figura desagradable que me hizo detener en seco.
—Oh, señor Mancini, ya despertó —dijo, su tono despreocupado y su sonrisa burlona provocaron una oleada de ira en mí.
Sin pensarlo, lo agarré del cuello de su camisa, deshaciendo el nudo de su corbata mientras lo empujaba contra la pared. Cada pulso de dolor en mi abdomen se mezclaba con la rabia que burbujeaba en mi interior.
—¿A dónde te llevaste a Nabí, malnacido? —rechiné los dientes, sintiendo cómo la furia me consumía.
—¿Nabí? —preguntó él con una calma irritante— No sé de quién me hablas.
Solté una risa sarcástica, cargada de desdén—: Sé muy bien lo que intentas hacer. Sé que te llevaste a Nabí. ¡No voy a permitir que ella permanezca a tu lado!
Su expresión burlona era un veneno para mí; cada mirada suya me hacía hervir por dentro. La mano de su asistente me tocó el hombro, intentando apartarme de él.
—¡Quítate, imbécil! —sacudí su mano como si fuera un insecto molesto y volví a centrar mi atención en el idiota frente a mí.
—¡¿Qué crees que estás haciendo, Dante?! —exclamó mi padre detrás de mí, su voz llena de preocupación. Pero yo no estaba dispuesto a escuchar— El señor Lombardi te salvó la vida... —dijo mi padre, tratando de calmarme.
Resoplé, incrédulo—: ¿Salvarme la vida? —inquirí con sarcasmo— ¡Estoy seguro de que él es el causante de que yo esté así!
Cada palabra parecía reforzar mi convicción. Daemon había estado observando a Nabí desde el momento en que entró a mi departamento; sabía lo furioso que se había vuelto cuando ella estaba conmigo. ¿Era esa la razón por la que había intentado matarme?
—Si tan solo fuera tan fácil meterte a la cárcel... —murmuré entre dientes— Haría todo lo posible por hacer que te pudras y te alejes de ella.
La burla en su rostro se volvió más pronunciada mientras se acercaba un poco más.
—¡Dante, por favor! —suplicó Beatriz con desesperación— Gracias al señor Lombardi puedes volver a tener dos riñones. ¡Él usó su poder para ayudarte! ¿Por qué actúas contra él de esa manera?
Daemon interrumpió con un tono casi susurrante y lleno de ironía—: Es cierto... Fue tu vida por la de Nabí. ¿Quieres que le dé las gracias de tu parte? Ella hizo el trato de venir conmigo a cambio de salvarte la vida —se burló, dejando caer sus palabras como dagas afiladas— Y mira, aquí estás... vivo, y ella durmiendo en mi cama.
Las palabras resonaron en mi mente como un eco aterrador. La ironía era insoportable; el mismo hombre al que despreciaba era quien había decidido si yo viviría o moriría. Y mientras él se regodeaba en su victoria amarga, yo sentía cómo el dolor y la desesperación se entrelazaban en un torbellino emocional dentro de mí.
La ira me consumía, un fuego voraz que devoraba mi autocontrol. Mi paciencia había llegado a su límite; con un impulso irrefrenable, le lancé un golpe directo al rostro. Su cuerpo se estrelló contra la pared, y vi cómo se tocaba la comisura de sus labios, ahora manchada de rojo, una herida que parecía encender aún más la rabia en su mirada. Su expresión cambió drásticamente, revelando al demonio que llevaba dentro, un destello de furia y desafío que me retaba.
Quería lanzarme sobre él otra vez, pero en ese momento, su asistente me atrapó por la espalda, inmovilizando mis brazos y cortando mi ímpetu. La frustración ardía en mi pecho como un volcán a punto de entrar en erupción.
—¡No le haga daño, por favor! —suplicó Beatriz, su voz temblando entre la desesperación y la esperanza—. Él no sabe lo que hace... quizás la anestesia ha alterado su juicio.
Sus palabras flotaban en el aire tenso, un intento desesperado por calmar la tormenta inminente. Cada segundo que pasaba, el ambiente se cargaba más; era como estar en un ring de boxeo donde las emociones golpeaban con la misma fuerza que los cuerpos.
Daemon se recompuso, como si mi actitud no pudiera alterar su inquebrantable buen humor. Su espalda se enderezó con firmeza, sacudió su saco con desdén y ajustó su corbata, como si cada gesto estuviera diseñado para reafirmar su superioridad.
—No sabía que su hijo sería tan malagradecido —dijo, aclarando su garganta con un tono que desbordaba desprecio—. A veces empiezo a dudar si realmente fue una buena idea ofrecer mi ayuda.
Al escuchar sus palabras, mi padre palideció de inmediato, como si le hubieran revelado un secreto devastador. En ese instante, parecía dispuesto a arrodillarse y besar los zapatos de cuero de Daemon, una imagen que me llenó de rabia. Su rostro se tornó ceniciento y sus manos temblorosas se frotaban nerviosamente contra su pantalón.
—Me encargaré de disciplinar a mi hijo —afirmó—. Esta será la primera y última vez que le falte al respeto, señor Lombardi.
La humillación me abrasaba por dentro al ver cómo mi padre se sometía ante este arrogante como si fuera un Dios. La furia burbujeaba en mi interior, hirviendo en cada fibra de mi ser.
—Dante, tu herida —interrumpió Beatriz, al notar cómo la camisa de hospital que llevaba puesta comenzaba a mancharse de sangre en mi abdomen.
Mi padre me ayudó a levantarme y me guió nuevamente a la habitación. Pasaron solo unos minutos antes de que el doctor y las enfermeras llegaran para atenderme. Daemon Lombardi permanecía erguido en un rincón de la habitación, y las enfermeras intercambiaban miradas furtivas después de robarle un vistazo repetido.
¿Qué veían en él?
¿Por qué todos lo consideraban alguien especial?
Era un pedazo de basura revestido de arrogancia y prepotencia, adornado por un físico que atraía las miradas ajenas, pero cuya esencia estaba corrompida por dentro. Desde el primer día que lo conocí, mucho antes de que se involucrara con Nabí, ya me desagradaba profundamente. Era detestable ante mis ojos y odiaba ver cómo mis padres se inclinaban hacia él como si fuera un rey.
—Antes hablabas de una chica... ¿Nabí es su nombre?
Su cinismo era incontrolable, como si se deleitara en fingir demencia mientras era el verdadero artífice de este desastre. Mis breves momentos con Nabí habían sido un remanso de paz, y creía haber dado un enorme paso hacia algo significativo con ella, pero su intervención lo arruinó todo.
Solo imaginar cómo este mastodonte podía obligarla a hacer cosas en contra de su voluntad me quemaba las entrañas, una rabia visceral que me consumía.
—Es alguien sin importancia... —interrumpió Beatriz, esbozando una sonrisa nerviosa—. Desde que Dante despertó, no ha dejado de preguntar por ella. —sus ojos se dirigieron a Daemon, quien permanecía con los brazos cruzados, apoyado en la pared con una actitud despectiva—. No se preocupe y olvide ese horrible nombre, señor Lombardi.
Lo sabía.
Era evidente que no contaba con el apoyo de mis padres; durante años habían construido un muro entre Nabí y yo. Esa barrera había impedido que lograra algo significativo con ella. Todo se reducía a mi cobardía y a las pocas agallas que sentía cuando estaba cerca de ella.
Ahora ella estaba atrapada entre las garras de este idiota, sin posibilidad alguna de escapar de su control.
En este momento, mi condición me limitaba; enfrentarme a él en este estado, con el escaso poder que poseo, no sería suficiente para desafiar a los Lombardi.
Debía ser paciente.
Por Nabí.
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...Daemon...
Desde que me convertí en el hijo de Leonardo Lombardi, me vi obligado a hacer y aprender cosas que jamás imaginé que haría en mi vida.
Cumpliendo órdenes y llevando a cabo misiones que mancharon mi camino con ríos de sangre, logré convertirme en director del Etere Group a los dieciocho años y vicepresidente a los veintiuno. A mis veintitrés, poseo apenas una cuarta parte del poder de los Lombardi, pero con esa fracción puedo poner al mundo patas arriba.
Si continúo como hasta ahora, haciendo temblar a los enemigos de mi familia, manteniendo la mente y el cuerpo fríos, será la única manera de equilibrar el poder. Así, los ancianos de la familia reconocerán mi valía y el poder que un día perteneció a mi padre podría ser mío al cumplir veinticinco.
Solo debo aguantar dos años más.
Pensé que podría tenerla a mi lado sin complicaciones, pero si los demás descubren que Nabí es mi mayor debilidad, la utilizarán en mi contra.
La observaba mientras leía sus mensajes despectivos hacia mí, inhalando el aroma de un ramo de flores que probablemente había hecho con desgano.
Si pudiera encerrarla en una caja de cristal, lejos del peligro, donde nadie se atreviera a tocarla con intenciones negativas...
A simple vista, Nabí parecía tan frágil, pero en realidad era una persona que había soportado un sufrimiento inimaginable en una casa a la que nunca perteneció.
Si la tengo a mi lado hasta el momento en que sea dueño de todo, no importará quién se interponga. Si ella está conmigo, sosteniendo mi mano mientras controlo el mundo, estaré bien.
No me importa arriesgar ni asesinar a quien sea; solo la necesito a ella.
—¿Me acabas de llamar hombre machista? —repliqué, indignado— Oye, eso me ofende porque no soy machista.
Algo que me fascinaba de Nabí era verla molesta; sus ojos se volvían más claros, su pecho y sus orejas adquirían el color vibrante de una fresa. Era como un volcán a punto de estallar.
Su mirada en ese instante parecía capaz de asesinarme. Me observó fijamente, con el ceño fruncido, y de repente sentí que de su boca brotaban palabras que no eran nada agradables.
La curiosidad me invadía al imaginar cómo sonaría su voz en ese momento. Me la representaba en mi mente y sentía que mi cuerpo experimentaba un choque eléctrico ante la idea. Seguimos caminando, pero ella continuaba ignorándome. Nunca antes había sido ignorado por nadie, sin importar el género; mucho menos había suplicado por algo. Pero hoy, estaba suplicando por su atención.
La observaba más de cerca, buscando cualquier indicio que le hiciera volver la mirada hacia mí. Su perfil era hermoso y su cabello desordenado le daba un aire casi rebelde.
Llegamos a una plaza donde los arbustos altos nos ofrecían un refugio parcial. Nos hallábamos cerca de la parada de autobuses, pero la multitud a nuestro alrededor parecía observarnos con curiosidad. No quería que eso sucediera. La luna no brillaba esa noche, pero las estrellas titilaban en el cielo.
Con un impulso, tomé a Nabí de la muñeca y la guié hacia los arbustos, buscando ocultarnos de las miradas indiscretas. Mis hombres vigilaban desde la distancia, como guardianes atentos, asegurándose de que nadie se acercara a interrumpir nuestro momento.
Recosté a Nabí contra un árbol robusto, su espalda se hundía suavemente en la corteza rugosa. Sujeté su rostro entre mis manos para forzarla a mirarme a los ojos. Sin embargo, ella seguía siendo esquiva, como si una barrera invisible se interpusiera entre nosotros.
Una palabra emergió de mi memoria mientras la tenía tan cerca.
—Nabichu...
Recordé cómo, en nuestros días en el orfanato, solía llamarla así. Esa simple palabra siempre lograba sacarle una mueca de desagrado, como si fuera mi forma favorita de provocarla.
Sus ojos se deslizaron por mi rostro, como si ese apodo despertara recuerdos olvidados en su mente.
—Bésame... —le susurré, casi suplicando, sintiendo que el aire entre nosotros se cargaba de tensión.
Comencé a acercarme lentamente, embriagado por su dulce aroma que inundaba mis sentidos. Pero fue ella quien dio el paso, acercándose a mí con una determinación que me sorprendió. Un hormigueo recorrió mi estómago cuando sus labios encontraron los míos, iniciando el beso que tanto anhelaba. Se puso de puntillas y sus brazos se entrelazaron en mi nuca, como si no quisiera separarse nunca.
Fue un beso dulce, gentil y genuino; un instante suspendido en el tiempo donde todo lo demás desapareció.
Nos separamos cuando el aire nos faltó, y en un gesto instintivo, di un suspiro profundo antes de besar su frente.
—¿Tienes hambre? —pregunté, tratando de aligerar el momento.
El rugido en su estómago respondió por ella. Las mejillas de Nabí se sonrojaron más de lo habitual, y no pude evitar burlarme con una sonrisa.
—Vamos a cenar —le dije, tomando la iniciativa.
Mientras nos ocultábamos detrás de un árbol, me aseguré de que nadie nos estuviera observando. Caminamos con cautela mientras sacaba mi móvil del saco y llamaba a Park.
—Trae el auto —le ordené.
Antes de que Park llegara, volví a mirar a Nabí. Con un gesto decidido, me quité el saco y le dije claramente—: Colócate esto en la cabeza, que no se te vea el rostro.
Al salir a la calle, vi cómo Park aparcaba el auto a un lado. Abrí la puerta trasera con cuidado; había muchos mirones alrededor, pero lo único que realmente me preocupaba era que nadie pudiera ver el rostro de Nabí.
Una vez dentro del auto, le pedí a Park que nos llevara al lugar secreto que solo él y algunos de mis hombres conocían. Estaba ubicado a unos treinta minutos de Padua y mi única preocupación en ese instante era que le agradara a Nabí.
El auto avanzó y atravesó un portón negro, rodeado de vegetación exuberante. El camino de piedra estaba iluminado por luces doradas que se entrelazaban con plantas verdes, guiándonos hacia nuestro destino. Finalmente, Park se estacionó frente a la casa y extendí mi mano hacia Nabí para ayudarla a bajar.
Jun-ho bajó la ventanilla del copiloto y habló en un tono bajo—: Cualquier emergencia puede llamarme a la hora que sea, señor. De igual manera, Jasper y algunos hombres están cerca. Los auxiliarán si algo malo sucede.
Deseaba que eso no fuera necesario; solo anhelaba que este fin de semana fuera largo y tranquilo. Asentí con la cabeza y miré nuevamente a Nabí, quien permanecía de pie en las escaleras, esperando con una mezcla de curiosidad.
Agarré su mano con suavidad y la guié hasta la puerta, que solo se abría con huella dactilar. A medida que entramos, las luces del recibidor se encendieron automáticamente con nuestros movimientos, mientras el resto de la casa permanecía sumida en la oscuridad.
Me quedé observando a Nabí, completamente absorta admirando la casa.
—Espérame aquí —le dije. Ella asintió y se acomodó en el sofá.
Subí al segundo piso y encendí todas las luces restantes. Justo cuando estaba por terminar, escuché unos ladridos provenientes de la planta baja. Entonces, lo recordé.
«¡Mierda!»
Al bajar rápidamente, encontré a Nabí sobre la isla de la cocina, sosteniendo una espátula de metal. Drogo, mi Cane Corso, estaba frente a ella, mostrando sus afilados dientes en una actitud amenazante.
—¡Drogo, no! —grité con fuerza, y él reaccionó al instante.
Él me miró, y su mal temperamento pareció calmarse. Nabí, aún temblando sobre la isla de la cocina, dudó cuando le pedí que se acercara, retrocediendo un poco más.
—Él es Drogo, mi perro. Acércate para que te conozca —le dije con una sonrisa tranquilizadora.
Era comprensible que no quisiera acercarse; el aspecto y carácter de Drogo podían intimidar a cualquiera. Extendí mi mano hacia ella, mirándola con confianza para animarla a que diera un paso adelante. Luego, me dirigí a Drogo: —Ella es nuestra invitada, así que trátala bien.
Drogo permanecía inmóvil, respirando con la lengua afuera. Con cuidado, bajé a Nabí de la isla y, suavemente, tomé su mano, acercándola al canino para que pudiera familiarizarse con su olor.
No sucedió nada malo; en cambio, Drogo comenzó a lamer su mano y a mover su corta cola de un lado a otro, mostrando su amabilidad.
—¿Lo ves? —le dije, mirándola—. Nadie viene a esta casa, excepto Park y la mujer que se encarga de la limpieza. Drogo solo los conoce a ellos, por lo que es comprensible que reaccione de manera negativa al percibir intrusos en su territorio.
Su expresión cambió drásticamente y pareció sentirse más a gusto. Su mano apretaba firmemente la mía, y un ligero temblor la recorría. Me preguntaba sobre las cosas que Nabí nunca había visto ni experimentado, en contraste con todo lo que yo había vivido. No pude evitar reírme para mis adentros; me sentía como si estuviera criando a una niña.
—¿Te gustaría ir a ducharte? —le pregunté, mientras ella me miraba fijamente a los ojos—. Yo aprovecharé ese tiempo para cocinar.
Ella asintió y dirigió la mirada hacia las escaleras, antes de volver a mirarme.
—Es la primera habitación del primer piso. Hay ropa en el armario que puedes usar. —le expliqué.