Anastasia Volkova, una joven de 24 años de una distinguida familia de la alta sociedad rusa vive en un mundo de lujos y privilegios. Su vida da un giro inesperado cuando la mala gestión empresarial de su padre lleva a la familia a tener grandes pérdidas. Desesperado y sin escrúpulos, su padre hace un trato con Nikolái Ivanov, el implacable jefe de la mafia de Moscú, entregando a su hija como garantía para saldar sus deudas.
Nikolái Ivanov es un hombre serio, frío y orgulloso, cuya vida gira en torno al poder y el control. Su hermano menor, Dmitri Ivanov, es su contraparte: detallista, relajado y más accesible. Juntos, gobiernan el submundo criminal de la ciudad con mano de hierro. Atrapada en este oscuro mundo, Anastasia se enfrenta a una realidad que nunca había imaginado.
A medida que se adapta a su nueva vida en la mansión de los Ivanov, Anastasia debe navegar entre la crueldad de Nikolái y la inesperada bondad de Dmitri.
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Capitulo 13: Marcada en diamante
La camioneta negra se detuvo frente a un edificio discreto, sin cartel visible, ubicado entre dos estructuras que parecían abandonadas. Pero las apariencias, como todo en el mundo de los Ivanov, eran una ilusión controlada.
No había letreros. Ni nombre visible. Solo una fachada sobria, casi anónima, con columnas oscuras y luces tenues que apenas delineaban la estructura.Pero bastaba mirar los autos estacionados: Bentley, Aston Martin, Porsche. Guardias privados con trajes a medida hablaban por radio discretamente, vigilando desde las sombras con la elegancia de quienes sabían matar sin ensuciarse las manos.
Dmitri fue el primero en bajar.
Abrió la puerta con calma, se bajó ajustándose el reloj y caminó un par de pasos como si estuviera en su propia casa. Ni miró atrás. Sabía que lo seguirían.
Luego bajó Nikolái. Cada movimiento suyo parecía medido al milímetro. Su presencia no necesitaba anunciarse: se sentía, se percibía. Algunos hombres que estaban afuera se giraron apenas al verlo. Otros bajaron la cabeza.
Anastasia bajó después.
Fue Dmitri quien le ofreció la mano.
—Vamos, ángel. Cuidado con el vestido, no querrás que todos se te queden viendo por las razones equivocadas… o sí.
Ella le tomó la mano, pero no respondió. Solo bajó con firmeza, los tacones marcando un ritmo seguro sobre el mármol.
Dos vehículos más se detuvieron detrás. Hombres vestidos de negro bajaron casi en sincronía. Trajes a medida, gafas oscuras, comunicación en el oído. Todos armados. Todos atentos.
La seguridad personal de los Ivanov.
Los tres caminaron hacia la entrada principal rodeados por su escolta. Una escena silenciosa, medida, poderosa. No necesitaban decir quiénes eran. Todos lo sabían.
Al entrar al edificio, un ascensor privado los condujo al último nivel.
El interior era todo menos modesto.
Luces bajas. Muebles de terciopelo oscuro. Mármol negro en los suelos. Columnas delgadas que sostenían un techo de cristal tintado desde donde apenas se veían las luces de Moscú.
Al centro, una plataforma circular elevada, donde se exhibían las piezas de la noche: diamantes en cajas de cristal, collares con historia, objetos robados de museos que jamás hicieron titulares. Todo legal en el papel. Todo sucio en la realidad.
Una orquesta pequeña tocaba jazz instrumental.
Camareros caminaban entre los invitados con bandejas de champagne y miradas entrenadas.
Las conversaciones eran suaves, cuidadas, llenas de frases con doble filo. El murmullo en el salón se alteró sin necesidad de gritos.
Una mujer acababa de entrar.
Vestido rojo vino. Corte asimétrico. Sin sostén, sin vergüenza. Espalda completamente descubierta. Tatuajes florales cruzaban uno de sus omóplatos. No necesitaba seguridad ni permiso. Caminaba como quien ya sabía que nada en esa sala le podía decir que no.
Katerina Jones.
Una bomba con cuerpo de modelo y lenguaje de cárcel.
La gente la miraba. Algunos la admiraban. Otros bajaban la vista. Nadie la ignoraba.
Caminó por la alfombra central como si la hubiese pagado ella misma. Cuando llegó frente a Dmitri, lo miró con una ceja levantada y una sonrisa como cuchilla.
—Hola, hermosa basura —le dijo sin suavidad.
Dmitri se echó a reír. Una risa real.
—Tú sigues igual de venenosa.
—Y tú igual de idiota… pero más guapo, debo admitirlo.
Se inclinó y lo besó en la comisura de los labios, como si eso aún le perteneciera. Luego se giró hacia Anastasia, con ojos felinos, labios pintados y cero filtro.
—¿Y tú? —preguntó sin esperar respuesta—. ¿La nueva Barbie de Moscú?
Anastasia la miró directo. Katerina soltó una risa baja, saboreando el momento.
—Bonita cara. Buen cuerpo. No me extraña que Kolya y tú estén... compartiendo aire.
Dmitri intervino con voz divertida:
—Ya no te gustan las muñecas, Kat. ¿O vas a decir que cambiaste de nuevo?
Katerina lo ignoró. Se acercó un paso más a Anastasia, rozando su perfume con descaro.
—Tranquila, preciosa. No me interesas... todavía.
Le guiñó un ojo.
—Pero si alguna vez te cansas de que dos cavernícolas te miren como carne…
—me buscas. Yo al menos sé hacer que una mujer tiemble sin dejarle marcas.
Y dicho eso, le dio una palmada suave en la cadera al pasar, sin pedir permiso.
Ni una disculpa.
Anastasia se quedó quieta. Atemblada, no por miedo, sino por la intensidad de aquella mujer.
Nikolái no dijo nada.
Ni la detuvo.
Ni reaccionó.
Solo observó.
Como si supiera que con Katerina no se pelea. Se calcula.
Ella se perdió entre la multitud como si nada.
Y Dmitri, divertido, murmuró por lo bajo:
—bendita sean lesbianas como ella…
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La tensión que dejó Katerina en el aire no duró mucho.
Dmitri solo soltó una carcajada baja mientras negaba con la cabeza. Anastasia, aún sin entender si acababa de ser amenazada, seducida o ignorada, apenas respiró hondo y siguió caminando. No podía detenerse a pensar en eso ahora.
La sala se silenció sin necesidad de campanillas ni anuncios formales.
Solo bastó que las luces descendieran unos grados y que el hombre de traje azul medianoche tomara posición frente al atril, acompañado de una mujer rubia con guantes blancos, para que todos entendieran que había comenzado.
Los nombres no aparecían por ningún lado, pero los lugares ya estaban marcados.
Nikolái tomó el asiento de la derecha. Dmitri el de la izquierda. Anastasia quedó en el medio.
Los asientos estaban dispuestos en forma semicircular, en tres niveles, cada uno más alto que el anterior. No había más de treinta personas en total, y sin embargo, la tensión en el ambiente era comparable a la de una sala con mil.
Cada asistente tenía un número. Pero ninguno necesitaba presentación.
Eran rostros conocidos entre ellos: empresarios con fortunas inexplicables, coleccionistas con conexiones turbias, políticos “retirados” con pasados sucios, y mafiosos con nombres que no podían ser pronunciados en voz alta sin consecuencias.
La subasta era discreta, pero letal.
El presentador tomó el micrófono con una sonrisa mínima, apenas visible.
—Damas y caballeros… bienvenidos. Esta noche contaremos con piezas únicas, obtenidas con suma delicadeza y presentadas solo para quienes comprenden su verdadero valor.
Los asistentes no aplaudieron. Solo escucharon. Y esperaron.
La mujer del vestido plateado retiró el paño de la primera urna.
Un reloj Patek Philippe, edición limitada, fabricado en 1952, robado del bolsillo de un magnate fallecido hace más de treinta años. Jamás fue declarado perdido. Nunca apareció en catálogos oficiales. Era, técnicamente, inexistente.
—Iniciamos en trescientos mil euros.
Una paleta se levantó de inmediato. Después otra. Una tercera. Sin gritos. Sin teatro.
Todo fluía con precisión quirúrgica.
Cada oferta era medida. Calculada. Mortal.
En la tercera pieza, un anillo de oro blanco con zafiro azul, perteneciente a la esposa de un dictador muerto, Dmitri se inclinó hacia Anastasia, sin quitarle la vista a la urna.
—¿Ves eso? —murmuró—. Ese anillo estuvo enterrado con ella… hasta que alguien lo desenterró.
Anastasia lo miró, pero no dijo nada.
La subasta continuó. Un cuadro robado de una galería en París, un collar con rubíes que se decía traía muerte a quien lo usara, y hasta una botella de vino embotellada en 1910, firmada por alguien que, según rumores, mandó asesinar a más de mil hombres.
Y entonces, vino la pieza de la noche.
La mujer de guantes blancos retiró el paño con una delicadeza distinta.
Era un collar antiguo, tejido con diamantes en hilos de platino, tan finos que parecía flotar. En el centro, una piedra en forma de lágrima, tallada a mano. Tenía una historia… oscura.
—Este collar fue propiedad de la marquesa Élise de Laurent —anunció el presentador—. Ejecutada en 1794, en la guillotina. Lo llevaba puesto el día que murió. Se dice que su última palabra fue: “Que lo usen otras… pero que ninguna me olvide.”
Varios presentes alzaron la mirada. Era un objeto simbólico. Fuerte. Cargado de muerte y leyenda.
—Iniciamos en cuatrocientos mil.
Silencio.
Una paleta se alzó. Luego otra. Y otra más.
Dmitri no se movió.
Nikolái sí.
Alzó la mano con un gesto casi perezoso. Ni siquiera miró al presentador. Lo hizo con los ojos puestos en Anastasia.
—Ochocientos mil —dijo Nikolái, sin levantar la voz.
El presentador parpadeó. Se ajustó la corbata, tragó saliva, y repitió con el tono contenido de quien teme estar a punto de cometer un error:
—Ochocientos mil euros ofrecidos... ¿alguna otra oferta?
El silencio fue tan denso que se sintió físico.
Nadie se movió. Nadie se atrevió a desafiarlo.
—¿Última llamada?
Nada.
—Adjudicado al caballero de la primera fila.
Uno de los hombres, vestido de negro impecable, se acercó con pasos exactos.
Recibió la joya con guantes oscuros, sin una sola palabra. Fue entregada en una funda de terciopelo, sin caja, sin ceremonia.
El maletín que la recibió era discreto, pero blindado.
Un lujo sin necesidad de ostentar.
El guardia caminó hasta donde estaba Nikolái y, sin detenerse, le deslizó el portafolio.
Nikolái lo tomó sin mirar.
Como si hubiera recogido una carta.
Dmitri sonrió.
—Qué romántico eres, Kolya.
El ni siquiera lo miró.
Solo se puso de pie.
Y en ese instante, todo el entorno se alteró.
Los guardias se tensaron.
Los invitados bajaron la voz.
La música cesó sutilmente.
Era como si todo Moscú hubiera contenido la respiración.
—Nos vamos —fue lo único que dijo.
Dmitri se levantó tras él. Luego, Anastasia.
Ella aún sentía la presión del folleto entre los dedos, las cifras resonando en su mente, la textura del vestido contra su piel, el eco de su nombre sin haberse dicho.
Y justo cuando dieron el primer paso hacia la salida…
el infierno estalló.
Una explosión sacudió el ala este del salón.
El sonido no fue violento. No al principio.
Fue un zumbido leve. Un murmullo apenas audible, casi imperceptible entre el murmullo elegante del salón.
Y sin embargo, bastó para que un instante después, el mundo cambiara de forma.
Una explosión seca, profunda, descompensó el equilibrio del lugar como si alguien hubiese arrancado el suelo de raíz.
El ventanal trasero estalló con violencia, esparciendo una lluvia de vidrio tan fina como cuchillas.
El mármol crujió, las luces titilaron con desesperación, y el humo empezó a extenderse como una bestia silenciosa, cubriéndolo todo.
Su cuerpo quedó clavado en el suelo.
El estómago se le apretó, los pulmones se negaron a funcionar. El vestido se sentía como otra piel, extraña, pesada, sofocante.
Nikolái Agarró a Anastasia del brazo. La giró. La empujó al suelo detrás de un sillón.
La cubrió con su cuerpo.
—No te muevas —ordenó al oído, mientras sus ojos se mantenían fijos al frente.
Nikolái se volvió hacia ella al ver que no reaccionaba. La sostuvo del rostro.
—Anastasia —dijo su nombre con dureza, con urgencia.
Pero ella no parpadeó.
Los ojos abiertos, pero ausentes.
Como si su alma estuviera en otro lugar.
—Respira —insistió él, con las manos firmes en su mandíbula—. Respira maldita sea.
Entonces él hizo lo inesperado.
La besó.
Un beso rápido, fuerte, de esos que no se planean ni se explican.Un impacto directo para hacerla volver.
El contacto la sacudió. Le robó el aliento.
Sintió el gusto metálico del ambiente en su boca. El sudor en su piel. El calor del cuerpo de él.
Y su corazón, de golpe, latió de nuevo.
Jadeó. Tosió. Parpadeó como si acabara de despertar.
Y volvió.
—Eso es —susurró Nikolái contra sus labios—. Respira, Preciosa.
La levantó con un solo movimiento, sujetándola contra su costado como si no pesara nada.
—¡Kolya! —gritó Dmitri desde el otro extremo—. ¡Sácala de ahí!
Anastasia aún tenía el sabor a sangre en la boca.
No sabía cómo, pero caminaba.
Y mientras cruzaban el infierno…
supo que ya nada sería igual.