Su muerte no es un final, sino un nacimiento. zero despierta en un cuerpo nuevo, en un mundo diferente: un mundo donde la paz y la tranquilidad reinan.
¿Pero en realidad será una reencarnación tranquiLa?
Años más tarde se da cuenta que está en el mundo de una novela y un apocalipsis se aproxima.
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Un paseo en la isla
POV Elian.
.
El aire fresco del mar golpeó mi rostro en cuanto el barco llegó a la costa. No era el viento cortante de las noches a bordo, ni el aire cargado de sal que siempre llegaba con las tormentas. Era un viento suave, casi juguetón, que acariciaba la piel, como si la isla misma quisiera darnos la bienvenida. Al principio no podía ver mucho desde la cubierta, pero pronto la pequeña isla se fue revelando, una joya de calles empedradas y casas blancas con tejados rojizos que reflejaban la luz del sol.
Isla Calamis. Tan pequeña como prometieron, pero con un encanto que me atrapó al instante. Era una isla de gente tranquila, comerciantes que vendían productos frescos y tiendas llenas de ropas coloridas y de madera tallada a mano. Había algo genuino en la sencillez de este lugar, algo que me hizo pensar que tal vez podría haber nacido aquí, entre las olas y las cálidas brisas.
—Vamos, Elian, no me hagas esperar. —Artemisa me miró, su sonrisa aún serena, como si ya supiera lo que me esperaba.
El tiempo paso muy rápidamente y ahora era más cercano a Artemisa.
Me acomodé la capa y le lancé una mirada cómplice. Desde que subio al barco, había estado preocupado por el bienestar de Leo, siempre vigilante, siempre observando. Pero hoy, la vista de la isla me dio una extraña sensación de alivio, como si el aire aquí pudiera sanar algo que yo no sabía que necesitaba curar.
—Vamos a dar un paseo —dije mirando a leo, que estaba abrazado a su madre con la mirada fija en la costa.
En cuanto el barco se detuvo en el puerto, nos dirigimos a la pequeña lancha para desembarcar. Leo, naturalmente, estaba más emocionado por estar en tierra firme que por cualquier otra cosa.
Sus ojitos brillaban con esa inocencia que solo un pequeño podría tener y sentir.
Elian se dio cuenta cómo su cuerpo se tensaba cada vez que una ola tocaba la orilla.
Cuando pusimos los pies en la arena, el sol estaba alto y las olas se estrellaban suavemente contra la orilla. Leo intentó dar un paso, pero su pierna pequeña no lograba mantener el equilibrio, así que Artemisa lo tomó en brazos con una sonrisa.
El bebé extendió las manos hacia mí, un gesto que no me sorprendió ya que los días anteriores tomo este hábito el pequeño, pero que de alguna manera siempre me hacía sentir un poco más cercano a él, como si esa conexión que compartimos fuera más confusa cada vez.
—Parece que te quiere —dijo Artemisa con una leve sonrisa, sabiendo que a mí me costaba decir que no.
Antes de que pudiera decir algo, Leo volvió a mover sus brazos hacia mí, parecía querer llamar mi atención además, su pequeño cuerpo temblaba de emoción.
No pude evitar sonreír.
—¿Quieres cargarlo todo el día? —preguntó Artemisa, su tono jugando, pero también sincero.
—Parece que no tengo opción —respondí, inclinándome para tomar a Leo. En el momento en que lo levanté, sus manitas se aferraron a mi camisa con fuerza. Él siempre tenía esa forma de aferrarse a las cosas, como si pensara que se las quitarían en cualquier momento.
—Allá vamos, pequeño. —Me acomodé a Leo en mis brazos. Estaba sorprendido por lo lo liviano que era. Era como un pequeño paquete, más ligero de lo que cualquiera podría imaginar, casi parecía una pequeña pluma a la que el viento se podría llevar.
Su cuerpo aunque era pequeño, tenía una sorprendente ágilidad, se adaptó perfectamente a mis brazos.
—¿Te quiere mucho, parece? —comentó Artemisa mientras comenzaba a caminar hacia el pueblo.
Leo se aferró a mi camisa, y aunque parecía estar disfrutando de la novedad, no dejaba de balbucear algo incomprensible, con su pequeña vocecita que cada vez sonaba más como si intentara decir algo.
Su alegría realmente era contagiosa.
Nos dirigimos hacia las calles de la isla.
Los comerciantes nos saludaban con amabilidad, algunos incluso ofrecían productos frescos.
Recuerdo que me ofrecieron un trozo de pan con queso, que acepté de buen grado.
(pd. Me gusta el queso así que se aguantan 。◕‿◕。)
Artemisa se adelantó a explorar un poco más, y mientras tanto, yo caminaba con Leo entre los brazos, disfrutando de la ligera brisa que nos rodeaba.
Leo comenzó a reírse con su risa contagiosa cada vez que una gaviota pasaba volando cerca.
Yo no pude evitar reír también.
Ese pequeño parecía tener una capacidad infinita para encontrar alegría en las cosas más simples.
Una gaviota.
Un pan con queso.
Las olas.
Una piedra.
Estaba feliz solo por estar aquí, por estar vivo, por tener alguien que lo cuidara, así es como Elian lo sentía.
—¿Ves esas rocas? —le dije en voz baja, apuntando hacia un grupo de piedras grandes en el camino—. Esas rocas son perfectas para escalar, si fueras más grande, ¿no crees? Pero por ahora, te las vas a tener que imaginar.⁷
Leo miró las rocas, luego me miró a mí, y finalmente, apuntó con el dedo hacia una tienda cercana.
Estaba llena de colores, con ropa de lino que se mecía al viento. Me hizo gracia la forma en que su mirada pasó de las rocas a la tienda, como si ya estuviera pensando en nuevas aventuras.
—¿Te gustaría entrar? —le pregunté, y Leo comenzó a mover sus manos con entusiasmo.
Artemisa nos alcanzó poco después.
Nos detuvimos frente a la tienda, donde ella comenzó a mirar algunas de las piezas colgadas en la entrada.
Las telas se movían suavemente con la brisa, creando una especie de danza de colores que Leo observaba con fascinación.
—Es una tienda de ropa, Leo —le expliqué mientras observaba su mirada. Por supuesto los ojos de Leo no estaban en la ropa.
Leo, naturalmente, no mostró el menor interés en la ropa, sino que empezó a señalar algo más adentro de la tienda, con los ojos muy abiertos y brillando de emoción
Leo estiró los bracitos con un entusiasmo que no había mostrado por nada más en toda la caminata
Eran peluches.
Había figuras de animales, figuras de barcos y figuras de personas. Leo empezó a reír cada vez que veía un peluche de un pato.
Me agaché para alcanzarlo y le dejé tocar el peluche de pato. El pequeño sonrió parecía aun más interesado en el pato.
—¿Te gusta? —le pregunté en voz baja, pero él ya había pasado a la siguiente figura. Esta vez era un barco.
—¡Baaaaoooo.! —exclamó Leo con entusiasmo
—¿Ese? —le pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
—¡¡Paaa!! —balbuceó, agitándose en mis brazos como si quisiera volar hacia él.
Sonreí, no pude evitarlo.
Comencé a caminar y señalé el peluche al vendedor.
—Ese. El pato. —El hombre me dijo que si lo envolvía para regalar o lo quería para llevar.
Obviamente lo pedí para llevar.
Cuando el vendedor me entrego el patito, lance una pequeña magia para limpiar o más bien lavar al patito, ya que algunas veces ese producto paso de mano a mono y por supuesto que está sucio.
Cuando termine de larzar la magia, se di directamente a sus manitas de Leo.
El pequeño lo abrazó el regalo como si fuera un tesoro, escondiendo la cara en la tela suave. Su sonrisa era tan ancha que casi me dolió de ternura.
—Te lo ganaste, pequeño —le susurré.
-Baaaha...mmm
El pequeño seguía aferrado al pato, abrazándolo con una devoción que rara vez había visto en alguien tan pequeño.
Su manita apretaba con fuerza una de las alas del peluche mientras su otra mano descansaba en mi brazo, como si quisiera asegurarse de que el pato y yo no íbamos a irnos a ningún lado.
—¡Paaa! —balbuceó de nuevo, con los ojitos entrecerrados de puro gozo.
Estaba por decirle algo cuando escuché pasos acercándose.
Giré un poco la cabeza y vi a Artemisa acercándose a nosotros con una pequeña bolsa de tela en una mano y una sonrisa relajada en el rostro. Sus ojos pasaron de mí a Leo, y su ceja se arqueó de inmediato al ver el nuevo acompañante amarillo en brazos del bebé.
—¿Y eso? —preguntó con diversión en la voz—. ¿Desde cuándo tenemos un pato?
—Desde hace tres minutos —respondí, sonriendo. Me incliné un poco para mostrarle mejor el peluche—. Se enamoró al instante. No tuve elección.
—¡Paaa! —insistió Leo, alzando el peluche como si quisiera presentárselo oficialmente a su madre.
Artemisa rió con esa suavidad que a veces parecía brisa, esa risa que solo le salía cuando algo genuinamente la enternecía. Se inclinó hacia el bebé y acarició la cabeza del pato con delicadeza.
—Pero qué elegante compañero tienes, bebe. ¿Cómo se llama? —preguntó, jugando.
Leo lo pensó. O al menos eso parecía.
Su expresión se puso intensa, sus cejas se fruncieron y sus labios se movieron como si intentara recordar un sonido importante.
—¡Taaa! —exclamó de repente, muy convencido.
—¿Taa? —repetí, fingiendo seriedad—. ¿Escuchaste eso Artemisa?, creo que acaba de bautizar al pato.
—“Taa” es un nombre perfecto —dijo Artemisa, sonriendo. Miró a Leo con ternura—. ¿Le vas a enseñar el barco? ¿Y el mar?
Leo asintió. Bueno, más bien se agitó con entusiasmo, como si fuera imposible que no quisiera compartir el mundo entero con su nuevo amigo.
—¿Y ustedes tienen hambre? Porque yo sí —agregó Artemisa, estirándose un poco. Había estado caminando y revisando telas por un rato, y se notaba en el tono de su voz que ya era hora de pensar en comida.
—Yo también —respondí—. Y creo que este señor —toqué suavemente la barriguita de Leo, que soltó una risa inmediata— tiene espacio para una segunda papilla si la comida lo convence.
Nos pusimos en marcha por las calle de Calamis, siguiendo el aroma irresistible del pescado asado y las especias que flotaban en el aire. .
Las casas se amontonaban unas sobre otras como si quisieran mirar al mar al mismo tiempo, y entre sus muros estrechos se escondían pequeños restaurantes adornados con flores y faroles de papel.
Finalmente, nos decidimos por uno que tenía mesas de madera bajo una pérgola cubierta de enredaderas, con vista al muelle.
El mar brillaba como plata derretida bajo el sol de la tarde.
Una brisa fresca nos acariciaba mientras nos sentábamos.
Leo seguía abrazado a su pato con una devoción implacable.
—¿Quieres probar pescado, Leo? —pregunté en voz baja mientras lo acomodaba en mi regazo.
El bebé me miró, luego miró al pato, luego al plato del menú que Artemisa sostenía. Y luego balbuceó algo como:
—¡Mmm paaa! —con la misma energía de quien aprueba un banquete real.
—Lo tomaré como un sí.
Pedimos pescado con arroz especiado, un guiso de vegetales, y una papilla de fruta que Artemisa pidió especialmente para Leo, por si no le apetecía nada más.
Mientras esperábamos, Leo descansaba tranquilo, el cuerpo contra el mío, el pato bien firme entre sus manos. Sus ojitos exploraban el lugar, fascinado por los manteles con dibujos, los platos de colores y los sonidos del lugar.
Un gato cruzó entre las mesas, y Leo abrió la boca como si acabara de ver una criatura mítica. Luego se rió.
—Es solo un gato —le dije—. No tan bonito como Taa, pero también es bastante majestuoso.
(pd. Correcto, Elian le quitó la emoción de ver un gato.)
La comida llegó poco después, humeante, deliciosa.
Artemisa comenzó a comer parte del pescado mientras cortaba los vegetales.
Le ofrecí un poco de papilla a Leo.
El pequeño la aceptó con gusto, aunque entre bocado y bocado insistía en ofrecerle también al pato, empujando con su cucharita el alimento hacia el pico de tela.
—Creo que Taa ya comió suficiente —dije, riendo.
—Deberíamos llevarnos a ese pato con nosotros a todas partes. Parece más eficaz que cualquier medicina —dijo Artemisa, mirando a Leo con dulzura.
Y tenía razón. El bebé estaba relajado, contento, sin rastros de la tormenta ni de las fiebres de días pasados. Solo el sol, el mar, su madre… y Taa.
El almuerzo pasó lento, como todo en esa isla, sin apuro. Comimos, charlamos poco y disfrutamos del silencio compartido.
El tipo de silencio donde no hace falta decir nada para saber que todo está bien.
Cuando terminamos, Leo ya cabeceaba un poco, medio dormido, abrazando aún su peluche, con la boca manchada de papilla y la piel tibia de tanto sol.
—Creo que alguien necesita una siesta —murmuré.
—Los tres necesitamos una siesta —corrigió Artemisa.
Nos levantamos lentamente, sin prisa, caminando de regreso al puerto con los pasos más livianos y el corazón lleno. La isla Calamis nos había dado más de lo que imaginamos: comida, risas, un pato amarillo llamado Taa… y un respiro que, de alguna forma, sabíamos que no olvidaremos.
El barco se mecía con suavidad, como si también estuviera cansado después del día bajo el sol.
El aire olía a sal y a madera tibia.
Artemisa caminaba por el pasillo de regreso a la habitación, con la falda ondeando un poco y el cabello suelto por primera vez en semanas. Yo iba detrás, con Leo acurrucado contra mi pecho, ya a medio dormir, aferrado aún al pato de peluche.
—¿Crees que duerma bien esta vez? —preguntó ella, empujando suavemente la puerta con el hombro.
—Lo creo —le respondí en voz baja.
El interior del camarote estaba en penumbra.
Las cortinas se habían cerrado parcialmente, dejando entrar una línea delgada de luz dorada que cruzaba la cama como un camino.
Artemisa se sentó en uno de los bordes y se quitó los pendientes.
Yo me acerqué a la cama donde habíamos puesto sábanas limpias y una almohada muy suave, justo como a él le gustaba.
Leo murmuró algo sin sentido y hundió la cara en mi cuello. Su aliento cálido y tranquilo me acarició la piel.
Cuando me incliné para acostarlo, su manita se aferró a mi camisa. No quería soltarme. Tampoco a Taa.
—Ya está, pequeño —susurré—. Solo una siesta. Aquí estamos. Todo está bien.
Su frente tocó la almohada y su cuerpecito se acomodó sobre el colchón con un suspiro profundo.
Lo cubrí con la manta ligera y le coloqué a Taa al lado, justo como él quería, bien apretado contra su pecho.
Desde su mundo somnoliento, Leo abrió un ojo, parpadeó como si flotara en nubes y murmuró algo entre dientes.
En su cabeza, las cosas iban despacio.
“Taa... fue al mar. Taa vio un gato. Taa comió papilla... mmm... el gato también quería papilla. Pero no. El gato no tiene cucharita. Sólo Taa. baaa. Mmm...”
Sus párpados cayeron. El bebé respiró hondo. Por dentro, pensaba cosas sueltas, lentas, borrosas.
“Hoy no llueve. Hoy el barco canta... shhh... el barco hace mmm… mmm… y las olas saltan pero no me mojan...”
Un bostezo interrumpió sus pensamientos.
“Mamá dijo que el pato es elegante… ¿eso qué es? ¿como gran pato?”
Soltó una risita adormilada y luego ya no hubo más balbuceos.
Solo el ritmo suave y seguro de su respiración.
Una manita seguía sujeta al ala del pato de peluche. La otra descansaba relajada sobre la manta.
Me quedé un momento en silencio, observándolo.
Su cabello desordenado brillaba un poco bajo la luz. S e veía más redondito y sano.
—Se durmió —murmuré a Artemisa.
Ella asintió con una sonrisa pequeña, como esas que se hacen solo cuando todo está bien.
Se levantó y caminó hacia nosotros, observando al bebé con los ojos húmedos de ternura.
—Es feliz —dijo, en voz tan baja que casi no se escuchó—. Después de todo… es feliz.
Nos quedamos unos minutos ahí, antes de irme a mi habitación.
Afuera, las gaviotas gritaban a lo lejos.
Dentro, Leo dormía por supuesto con Taa bajo el brazo.
(Pd1. Su mentalidad va cambiando por qué poco a poco está olvidando todo.)