Mariel, hija de Luciana y Garrik.
Llego a la Tierra el lugar donde su madre creció. Ahora con 20 años, marcada por la promesa incumplida de su alma gemela Caleb, Mariel decide cruzar el portal y buscar respuestas, solo para encontrarse con mentiras y traiciones, decide valerse por si misma.
Acompañada por su hermano mellizo Isac ambos inician una nueva vida en la casa heredada de su madre. Lejos de la magia y protección de su familia, descubren que su mejor arma será la dulzura. Así nace Dulce Herencia, un negocio casero que mezcla recetas de Luciana, fuerza de voluntad y un toque de esperanza.
Encontrando en su recorrido a un CEO y su familia amable que poco a poco se ganan el cariño de Mariel e Isac.
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Capítulo 12
La mañana siguiente amaneció brillante, con un cielo despejado que parecía augurar un buen día.
Mariel estaba revisando por tercera vez la caja con las tartas de limón, esas que sabía hacer como nadie. No era un intento por impresionar… era una muestra de respeto. De su esencia.
Mientras tanto, Isac terminaba de arreglar el cuello de su camisa blanca, con el rostro serio y un brillo sutil de ansiedad en los ojos.
Ambos llevaban ropa elegante pero casual, nada ostentoso.
Mariel vestía un vestido azul celeste de tela ligera, ajustado en la cintura y con caída suave, que realzaba su figura con sutileza.
El cabello suelto le enmarcaba el rostro, y aunque no llevaba maquillaje, su belleza natural hablaba por sí sola.
Isac combinaba perfectamente con su camisa blanca de lino y pantalones claros, el cabello recogido en una pequeña coleta baja.
Era imposible no notarlos juntos: atractivos, armónicos, con una presencia que no pedía atención, pero la robaba de todos modos.
El celular vibró. Mariel lo tomó de la mesa.
—Es Amara. —dijo, revisando el mensaje—Dice que su nieto decidió enviar por nosotros.
Ya viene el chófer… tenemos que estar listos.
Como si lo hubieran invocado, el sonido de un auto elegante estacionándose frente a la casa los interrumpió.
Un sedán negro con vidrios polarizados.
El chófer, vestido de traje, bajó con respeto y les abrió la puerta trasera sin decir una palabra.
Mariel tomó la caja con tartas de limón y la abrazó contra su pecho con cuidado.
Isac la miró de reojo.
—¿Lista?
—Más que nunca.
Vamos a demostrar quiénes somos.
Ambos subieron al auto, en silencio, con los corazones latiendo a distinto ritmo, pero con la misma determinación.
El trayecto fue tranquilo. Los edificios altos pasaban como sombras, las avenidas como ríos de acero.
No sabían aún qué tipo de hombre los esperaba.
Pero sí sabían quiénes eran ellos.
Y eso bastaba.
El auto se detuvo frente a un edificio de cristal y acero, moderno, sobrio y elegante, con un logotipo metálico grabado sobre las puertas principales:
D’Argent Group.
El chófer descendió con precisión y les abrió la puerta.
Mariel ajustó su vestido y bajó con la caja de tartas de limón en brazos, seguida por Isac, cuya mirada analizaba todo a su alrededor.
La fachada era impecable, y el flujo de personas entrando y saliendo se movía con la eficiencia de un engranaje bien aceitado.
—Este lugar… —murmuró Isac—
—Huele a dinero y presión.
—Entonces es justo donde debemos estar. —respondió Mariel con una sonrisa serena.
El chófer los guió por el vestíbulo hasta un ascensor privado, donde los esperaba una mujer de traje gris con una tablet en la mano.
—Mariel e Isac. Bienvenidos. El señor D’Argent los espera en la sala Ámbar.
Síganme, por favor.
El ascensor subió sin hacer ruido. Al abrirse, un pasillo alfombrado los condujo hasta unas puertas dobles de madera clara, adornadas con detalles de cristal ámbar.
La asistente abrió una hoja con suavidad y les indicó que pasaran.
La sala era espaciosa, con una gran mesa de mármol en el centro, ventanales con vista a la ciudad, y una atmósfera que imponía sin ser agresiva.
Amara ya estaba ahí, sentada con la misma elegancia de siempre. Sonrió al verlos.
—Puntuales. Me encanta.
Tomen asiento, por favor. Mi nieto llegará en un momento.
Mariel colocó con cuidado la caja sobre la mesa y se sentó junto a su hermano. Isac mantenía su rostro sereno, pero su cuerpo estaba alerta.
Las puertas se abrieron pocos minutos después, y una figura masculina entró con paso firme y seguro.
Traje oscuro, camisa sin corbata, reloj sencillo pero costoso, y una expresión serena y profesional.
Pero al ver a Mariel, se detuvo.
Solo por un segundo.
Un segundo que lo dijo todo.
Sus ojos, claros y penetrantes, la recorrieron de manera sutil, sin morbo, pero con evidente sorpresa.
No por su vestido. Ni por su peinado.
Era algo en su presencia. En su naturalidad. En cómo parecía no necesitar ningún adorno para ser hermosa.
Mariel se levantó con calma y le extendió la mano.
—Un gusto. Soy Mariel. Y él es mi hermano, Isac.
Él le estrechó la mano, firme pero con suavidad.
Aún no decía nada. Como si las palabras tardaran en regresar a su boca.
—Thierry D’Argent. El gusto… es mío.
Mariel sonrió.
Isac lo miró con atención, midiendo cada gesto, cada detalle.
Amara, en silencio, sonrió con satisfacción.
Porque sabía perfectamente lo que acababa de suceder.
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El apretón de manos había terminado, pero la tensión sutil en el aire seguía suspendida, invisible pero evidente.
Thierry no despegaba del todo la mirada de Mariel, aunque mantenía su compostura impecable.
Fue entonces cuando Amara, con esa voz suave que no perdía autoridad, habló con naturalidad:
—Querido, Mariel te ha traído un presente. Un pequeño gesto… pero lleno de significado.
Thierry ladeó ligeramente el rostro hacia su abuela, y luego volvió a mirar a Mariel.
Ella, con una sonrisa sincera y los nervios bien escondidos bajo su educación, asintió.
—Pensé que sería buena idea presentarme no solo con palabras… sino con sabor. Espero que te guste el limón.
Tomó la pequeña caja decorada con una cinta dorada discreta y se la ofreció con ambas manos.
Thierry la aceptó con cuidado, sin dejar de observarla mientras lo hacía.
—Me encanta el limón. —dijo finalmente, con un tono más bajo, casi personal.
Abrió la caja con delicadeza.
Dentro, perfectamente alineadas, había seis tartaletas de limón con merengue tostado y base de masa quebrada fina.
El aroma era fresco, dulce y ácido en el punto justo.
Isac observaba desde su asiento, sin perder detalle.
Sabía que su hermana no solo estaba mostrando su talento: estaba dejando huella.
Como debía ser.
Thierry tomó una con la misma precisión con la que manejaba su empresa, le dio una pequeña mordida…
Y se detuvo.
El silencio fue breve, pero contundente.
Sus cejas se alzaron, apenas.
—Esto… no sabe como los postres que suelo comer.
Sabe a hogar.
A algo real.
Mariel sonrió con suavidad.
—Ese es el punto. Queremos que nuestros postres les recuerde a los clientes su hogar.
Somos historia familiar, técnica heredada y mucho corazón.
Queremos crecer, sí.
Pero sin perder lo que somos.
Amara asintió con satisfacción.
—Y eso es precisamente lo que hace falta en este negocio saturado de lo mismo.
Una chispa honesta.
Una nueva raíz.
Thierry se acomodó en su asiento, esta vez con los ojos fijos en ella, no solo por su sabor… sino por la mujer que lo acompañaba.
Y por primera vez en mucho tiempo, algo en él se sintió… intrigado.
La conversación fluyó con naturalidad después de la primera impresión.
Thierry D’Argent no era el típico empresario distante; hablaba con seguridad, pero sin arrogancia, y escuchaba con genuino interés cada palabra de Mariel e Isac.
Tras más de media hora intercambiando ideas, aclarando puntos y compartiendo visiones del futuro, Thierry se inclinó hacia la carpeta que descansaba sobre la mesa.
Con un gesto elegante, la abrió y extrajo varios documentos.
—Quiero que lean esto con calma.
Es un contrato de patrocinio, con términos claros para ambas partes.
Nosotros impulsamos Dulce Herencia —en imagen, estructura, distribución—
y ustedes trabajan exclusivamente con nosotros.
Nada de terceros, ni otras marcas.
Isac frunció ligeramente el ceño y tomó el documento.
Mariel lo miró con una mezcla de nervios y concentración, pero ambos comenzaron a leer, línea por línea, sin saltarse ni una cláusula.
La exclusividad era clara, pero también lo eran las ventajas: apoyo financiero, acceso a locales selectos, materiales de primera y publicidad.
Ellos conservarían el nombre, la esencia y el control creativo.
Mariel levantó la mirada.
—¿Y qué pasa si en algún punto… ya no queremos seguir?
—Hay una cláusula de salida justa.
Nadie queda atrapado.
Pero si esto funciona, lo ideal sería crecer juntos. —respondió Thierry, mirándola con calma.
Isac lo miró directo a los ojos, evaluándolo una vez más.
—Tienes todo bien armado.
Y no estás ofreciendo limosna…
Estás apostando.
Y eso, lo respeto.
Con un suspiro profundo, Mariel tomó la pluma que descansaba junto al contrato.
Sin decir una palabra más, firmó.
Isac hizo lo mismo segundos después.
La alianza estaba sellada.
Dulce Herencia ya no era solo un puesto ambulante: ahora era parte de algo mucho más grande.
—¿Ahora sí podemos comer? —dijo Amara con una sonrisa amplia, rompiendo la formalidad con calidez.
Thierry asintió y llamó a su asistente.
En pocos minutos, los cuatro estaban en el restaurante privado del piso superior, en una mesa junto al ventanal.
La vista era impresionante, pero el ambiente era cálido. Casi familiar.
Y justo cuando el primer plato llegó, las puertas se abrieron y Ailín apareció, radiante como siempre.
Sus ojos brillaron al ver a Mariel… pero luego se posaron por un segundo más largo en Isac.
Y sin que nadie lo notara… él se quedó sin aire por un instante.
—¿Llegué tarde? —preguntó ella con una sonrisa inocente.
—Justo a tiempo hermana. —respondió Thierry.
Se sentó junto a Mariel, como si ese fuera su lugar natural.
La conversación continuó entre risas suaves, anécdotas y planes.
Y mientras todos hablaban, Mariel supo que algo había cambiado.
Ya no estaban solo en la Tierra.
Estaban en el camino hacia algo más grande.
Y ese primer paso… sabía a limón dulce con un toque de destino.
La comida transcurría con tranquilidad, entre risas suaves, comentarios sobre los platos servidos y un ambiente casi íntimo, lejos del bullicio del mundo empresarial.
Era fácil olvidar que estaban en uno de los edificios más influyentes de la ciudad.
Mariel se sentía cómoda. Más de lo que habría imaginado unas semanas atrás.
Estaba sentada entre Ailín y Amara, mientras Thierry e Isac intercambiaban algunas palabras sobre logística.
El sonido de los cubiertos se mezclaba con la conversación, cuando Amara se detuvo de pronto a observar con más atención a Mariel.
—Qué hermosos aretes, querida. —comentó con genuina curiosidad—
—¿Son zafiros? Tienen un tono muy… especial.**
Mariel, que había bajado la cabeza por un segundo para limpiar una pequeña migaja de su vestido, levantó la vista con una sonrisa tímida.
Sus dedos rozaron inconscientemente los aretes azul profundo que colgaban sutiles de sus orejas.
—No, no son zafiros.
Son perlas de agua… me los regaló mi hermano menor.
Uno de los más pequeños.
Amara parpadeó, ligeramente sorprendida.
—¿Hermano menor? Pensé que eran solo ustedes dos.
Isac intervino de inmediato, con una sonrisa suave pero firme.
—No, no somos solo Mariel y yo.
Tenemos una familia grande… hermosa, en realidad.
Solo que están lejos en este momento.
Muy lejos.
Ailín, que había estado bebiendo agua, se detuvo un momento y los miró con curiosidad, como si quisiera preguntar algo más… pero no lo hizo.
En cambio, sus ojos se posaron brevemente en los aretes.
El azul profundo parecía capturar la luz del mediodía, reflejando algo más que solo color.
Amara asintió, pensativa.
—Debe ser un hermano muy especial para darte algo así.
No solo por el detalle…sino porque veo que los llevas con orgullo.
—Lo es. —respondió Mariel, con una calidez que hizo sonreír a todos—
—Todos lo son. Pero él… es protector, dulce y siempre sabe cómo recordarme de dónde vengo, sin importar a dónde vaya.
Me los dio antes de venir, como promesa de que siempre estaremos conectados.**
Thierry observó la escena en silencio, y por primera vez, comprendió que detrás de la dulzura de Mariel no había solo talento…
Había historia. Vínculos profundos.
Isac no dijo más, pero en su mente, el rostro de Ciel se dibujó con claridad.
Él, como todos los demás, los esperaba… y confiaba en ellos.
La sobremesa se alargó con naturalidad.
Los platos habían sido retirados y ahora solo quedaban copas de cristal medio llenas, una caja vacía de tartaletas y una conversación cada vez más personal.
Amara, con los codos apoyados ligeramente sobre la mesa y una expresión relajada, volvió a posar los ojos en Mariel.
—Me intriga tu familia, querida.
No suelo entrometerme, pero tú hablas con tanto amor de ellos…
Dices que no están cerca, que son muchos. ¿Cuántos hermanos tienen tú y tu hermano?
Mariel sonrió con ternura, bajando un poco la mirada como si viera a través del tiempo.
El brillo de sus ojos se suavizó, y con voz clara pero tranquila, respondió:
—Somos muchos… más de diez.
Nuestra familia es… especial.
Y el mayor de todos, Valen, es como un pilar.
Fuerte, sabio, siempre sabe qué hacer cuando el resto duda.
Yo… siempre lo he admirado.
Isac asintió con una media sonrisa.
—Valen es el tipo de hermano que uno sigue, aunque no entienda por qué.
Y cuando entiendes, ya es demasiado tarde: ya estás de pie, más fuerte, gracias a él.
Amara parecía fascinada. No solo por lo que decían, sino por cómo lo decían.
Con ese amor genuino que rara vez se ve en tiempos de familias distantes.
Fue entonces cuando Mariel se llevó la mano al cuello y sacó el collar de perlas que descansaba bajo su vestido.
Las piedras brillaban con una luz suave, como si guardaran un fragmento del sol en su interior.
—Valen me lo dio antes de partir.
Dijo que si alguna vez lo necesitaba, él vendría.
Estas piedras… no son comunes.
No solo decoran. Protegen. Conectan.
Son parte de lo que somos.
Thierry, que había estado observando en silencio, entrecerró los ojos, intrigado.
—¿Y dónde encuentran piedras así?
No he visto perlas o cristales con ese tono… parece que respiran.
Mariel sostuvo el collar con ambas manos y lo observó unos segundos antes de responder.
—Provienen de un lugar que pertenece a nuestra familia. Donde nacimos, crecimos… y donde están quienes aún esperan por nosotros.
Ailín la miraba con asombro, sus ojos ámbar reflejaban una mezcla de admiración y curiosidad.
Y por primera vez, Thierry no hizo más preguntas.
No porque no quisiera saber más…
Sino porque entendía que había cosas que solo se compartían cuando el alma estaba lista.
Amara, en cambio, sonrió con dulzura.
—Tu historia, querida, es más grande de lo que crees.
Y me alegra estar, aunque sea, en el comienzo de lo que vas a construir.