Un chico se queda solo en un pueblo desconocido después de perder a su madre. Y de repente, se despierta siendo un osezno. ¡Literalmente! Días de andar perdido en el bosque, sin saber cómo cazar ni sobrevivir. Justo cuando piensa que no puede estar más perdido, un lince emerge de las sombras... y se transforma en un hombre justo delante de él. ¡¿Qué?! ¿Cómo es posible? El osezno se queda con la boca abierta y emite un sonido desesperado: 'Enseñame', piensa pero solo sale un ronco gruñido de su garganta.
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Un respiro en la rutina
El departamento de Ambar era pequeño, pero cómodo. Los muebles grandes que venían con el alquiler ocupaban la mayor parte del espacio, dejando poco margen para reorganizar. Ella acomodaba su ropa y libros mientras yo ayudaba con los estantes de la sala. Encontré una interesante colección de libros: Stephen King, Orson Welles, algunos clásicos, y unos cuantos títulos de ciencia ficción que no reconocía.
Cuando ella entró con otra caja, no pude evitar comentar:
—Buena selección de libros.
Sonrió, dejando la caja en el suelo.
—Sí. Llegaba del trabajo y me dedicaba a leer. Hace varios días que no toco uno, pero antes era casi una rutina.
La miré con una ceja levantada y bromeé:
—¿Nada de novelas románticas ni esas series populares?
Ella soltó una carcajada y respondió:
—¿Por qué crees que estás aquí ayudándome en la sala y no revisando mi cuarto?
Reí también, apreciando su sentido del humor. A pesar de todo lo que había pasado, Ambar aún tenía esa chispa que hacía que las cosas parecieran menos pesadas.
Aunque no tenía muchas cosas, el espacio reducido y la cantidad de cajas que íbamos llenando hacían evidente que necesitaríamos al menos dos viajes para trasladarlo todo. Después de cargar algunas cajas al coche, mis tripas empezaron a protestar, recordándome que ya tenía hambre.
—¿Qué tal si dejamos el resto para mañana? —propuse mientras cerraba la puerta tras la última caja del día.
—Me parece bien —dijo Ambar, algo cansada pero satisfecha con el progreso.
La acompañaría a su trabajo por la mañana para darse de baja oficialmente, y luego terminaríamos de empacar lo que quedaba. Algunas de sus cosas irían al pueblo directamente, pero la mayoría se quedarían en mi departamento, y las llevaríamos al pueblo poco a poco.
De vuelta en mi apartamento, revisé la cocina con la vaga idea de cocinar algo rápido. Pero la idea se desvaneció tan pronto como vi los estantes casi vacíos.
—¿Qué tal si salimos a comer? —sugerí, y Ambar asintió sin pensarlo mucho.
Fuimos a un pequeño restaurante cercano, uno de esos lugares familiares y tranquilos donde me gustaba comer cuando estaba en la ciudad. La dueña, una mujer mayor de mirada amable, me saludó al entrar.
—¡Derek! —dijo desde el mostrador, sonriendo—. Tu mesa de siempre, ¿verdad?
Asentí, agradecido. El lugar no estaba concurrido, como de costumbre, y nos sentamos en mi mesa habitual. Era una esquina acogedora y, por suerte, la silla era un poco más ancha que las demás, perfecta para alguien de mi tamaño.
Cada uno pidió una lasaña. La conversación fluyó con naturalidad mientras comíamos. Ambar parecía más relajada aquí, como si la comida casera y el ambiente tranquilo fueran un pequeño respiro de todo lo que había estado enfrentando últimamente.
Cuando terminé mi plato, noté algo incómodo: todavía tenía hambre. Era una sensación familiar, pero esta vez algo diferente me detenía. Miré hacia su plato. Ambar comía despacio, y yo... bueno, no quería parecer un glotón delante de ella.
Intenté distraerme con la conversación.
Intenté distraerme con la conversación y le pregunté qué hacía normalmente en el trabajo. Ambar respondió de forma casual, describiendo lo que cualquier abogada en una empresa pequeña podría decir: revisar contratos, asegurarse de que las cláusulas estuvieran claras, lidiar con clientes algo tercos y, a veces, apagar incendios legales antes de que se salieran de control.
Mientras hablaba, noté que miraba su plato a medio comer y luego me miraba, como pidiendo ayuda sin decirlo.
—¿No te gusta? —pregunté, señalando la lasaña.
Sacudió la cabeza y sonrió con cierta melancolía.
—Antes, podía ser como Garfield y comer toda la lasaña del mundo, pero ahora... no es que no tenga hambre. Simplemente, ya no me hace feliz. Y me da pena desperdiciar comida.
Asentí, entendiendo lo que quería decir. Sin decir nada más, deslicé su plato hacia mí y empecé a comer lo que había dejado. Entonces, ella preguntó:
—¿Por qué no comes como los otros?
Fruncí el ceño, confundido.
—¿Otros? ¿Cómo cuáles?
—En la cafetería de Volkon, van cachorros y gatos, y sus platos son del tamaño de la mesa.
Me reí suavemente mientras terminaba la lasaña.
—Ellos son demasiado ágiles. Lo que comen lo queman rápido, por eso se ven tan atléticos. Yo, coma o no coma, siempre termino viéndome como... como un ropero antiguo.
No me di cuenta de que lo había dicho en voz alta hasta que sentí su mirada. Ambar suspiró, apoyando la mejilla contra su palma, y después dijo:
—Yo no creo que te veas como un ropero antiguo.
Alzó la cabeza con una sonrisa ligera y añadió:
—Por último, uno moderno.
Se rió un poco y luego dijo:
—Para mí, te ves bien. Además, eres alguien genial.
La sinceridad en sus palabras me tomó por sorpresa. Aunque agradecí su intento de levantarme el ánimo, no podía evitar sentirme escéptico.
—Gracias —murmuré, tratando de sonreírle—. Pero, bueno, supongo que está bien ser un ropero si eso significa tener espacio para todo.
Ambar soltó una carcajada suave, y la conversación se desvió hacia cosas más ligeras. A pesar de todo, su comentario se quedó conmigo más tiempo del que esperaba.
En mi departamento, mientras me acomodaba con un buzo para dormir y una camiseta sin mangas, Ambar insistió en que podía dormir en el sofá. Negué con firmeza mientras desplegaba el sofá cama y lo preparaba.
—No pasa nada, Ambar. Quiero que estés cómoda —dije, colocando las sábanas y una manta.
Ella suspiró, aparentemente resignada, y se dejó caer en el sofá cama mientras yo terminaba de acomodar las almohadas.
—¿Película, serie, o ya tienes sueño? —pregunté.
—Película, algo de suspenso estaría bien —respondió mientras buscaba una posición cómoda.
Nos sentamos juntos, con las piernas estiradas hacia el frente, viendo una película que tenía suficientes giros para mantenernos despiertos... al menos por un rato. No supe en qué momento me quedé dormido, pero al abrir los ojos, la tele seguía encendida y ambos habíamos caído rendidos en el sofá cama. Ambar estaba ligeramente inclinada hacia mí, su cabeza descansando sobre mi hombro.
No era incómodo, al contrario, se sentía extrañamente bien. Había algo diferente en estar con ella comparado con Tobias, Dean, o incluso los otros osos. Con Ambar, la sensación era más ligera, menos pesada. Era bueno tenerla como amiga, pensé, mientras miraba la hora en mi celular. Aún era demasiado temprano. En lugar de levantarme, cerré los ojos y me acomodé mejor, disfrutando del momento.
Mi olfato fue lo que me despertó definitivamente. El aroma del café recién hecho llenó la sala, y al abrir los ojos, Ambar ya no estaba a mi lado. Me desperecé y la encontré en la isla de la cocina, preparando café.
—Buen día —murmuré mientras me acercaba para servirme una taza.
—Buenos días. Perdón por quedarme dormida.
—No pasa nada, ¿viste? El sofá cama no está tan mal.
Ella sonrió, y yo cambié de tema.
—¿Qué quieres para desayunar?
—Lo que mejor te salga... o lo que encuentres —respondió con una risa suave.
Reí y me puse a preparar una tortilla de huevo con algunos vegetales. Cuando salió del baño, tenía el cabello envuelto en una toalla con diseño de gatitos.
—¿Gatitos? —bromeé mientras señalaba la toalla—. Estás en casa de un oso. Deberías usar algo con osos, no gatos odiosos.
Ella rio, respondiendo:
—Lo que tú digas, osito mandón.
Sonreí mientras terminaba el desayuno. Después de comer, ella se ofreció a lavar los platos mientras yo me bañaba y me cambiaba para acompañarla a su trabajo. Al salir, ya vestido, la encontré sentada, revisando su teléfono con aire distraído.
El día transcurrió sin mayores problemas. En su trabajo, aunque bajó resignada después de entregar su renuncia, no fue bien recibido. Recogimos el resto de sus cosas, y cuando devolvió las llaves, el dueño se molestó. Sin embargo, cuando mencionó que no pediría que le devolviera el mes adelantado, el hombre pareció calmarse.
De regreso a casa, después de dejar todo en orden, salimos a dar un paseo para despejarnos. Ambos necesitábamos relajarnos. Sabía cuánto le gustaba su trabajo, pero intenté animarla.
—Pronto tendrás otro trabajo, Ambar. Además, te veo más tranquila ahora.
Ella agradeció mis palabras, pero negó con un gesto, admitiendo que aún había muchas cosas que la ponían nerviosa.
Más tarde, compramos ingredientes para preparar la cena. Mientras cocinaba, ella se quedó cerca, compartiendo anécdotas de su antiguo empleo. Reía mientras hablaba, y su compañía me resultaba agradable, tanto que me distraje y terminé cortándome ligeramente un dedo.
—¿Estás bien? —preguntó, sus ojos posándose en mi mano herida.
—Sí, tranquila. No es nada —respondí, presionando la herida con un paño, pero noté algo diferente en su mirada. Sus pupilas estaban dilatadas.
Sin pensarlo demasiado, levanté la mano hacia ella.
—Tranquila, tengo buena reserva de esencia, y supongo que es mejor fresca, ¿no?
Ambar me miró, dudando, pero no dijo nada. Cuando una gota más grande de sangre apareció en mi dedo, ella finalmente cedió. La sensación de sus labios al tocar mi piel me tomó por sorpresa. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, algo inesperado y visceral.
En ese instante, me arrepentí. No por haberlo hecho, sino porque la intensidad del contacto me dejó completamente desarmado.
Ambar no mordió. Solo chupó la sangre con una delicadeza que me descolocó. Había oído historias de otros Umbrales; muchos habrían clavado los colmillos al primer contacto, movidos por el instinto. Pero ella no. Me sorprendía la forma en que se contenía, aunque no podía ignorar cómo la sensación de sus labios y el leve cosquilleo de su lengua parecían encender algo más profundo en mí, algo que no esperaba.
Cuando retiró su boca, sus ojos se veían más normales, menos intensos. Mi dedo estaba un poco pálido, pero la herida ya se cerraba. Ella sonrió con suavidad, inclinando ligeramente la cabeza.
—Eres muy dulce, Derek.
Sentí un nudo en el estómago mientras retiraba mi mano con cuidado. Intenté tomarlo a la ligera, aunque mi voz traicionó un leve temblor.
—Bueno, soy adicto a los bollos de miel. —Reí, forzando un tono despreocupado, intentando disipar esa sensación incómoda que aún me recorría.
Terminamos la cena, pero esta vez decidí no alargar más la noche con películas ni charlas. No quería dar pie a nada más que pudiera malinterpretarse.
—Ve a dormir a mi cama, yo me quedo en el sofá cama. —Le sonreí, aunque la incomodidad ya me estaba pesando.
—¿Seguro?
—Claro, no pasa nada.
Ambar no insistió, y cuando se fue a dormir, me quedé dando vueltas en el sofá cama. No lograba conciliar el sueño, con mi mente atrapada entre la imagen de sus ojos dilatados y la sensación que me había dejado aquel pequeño gesto. ¿Era cosa mía? ¿O algo inherente a los umbrales?
Al día siguiente, después de regresar al pueblo y dejar a Ambar con sus cosas en casa de Volkom, tomé un desvío. En lugar de ir directo a casa de Tobias, busqué a Barret. Si alguien podía aclarar mis dudas, era él.
Barret me recibió en su taller, ajustando algo en un reloj antiguo. Me observó con esa mirada penetrante que siempre hacía que te sintieras descubierto.
—¿Qué te trae por aquí, muchacho? —preguntó, dejando a un lado las herramientas.
Le expliqué todo: desde la sensación que me había dejado Ambar hasta lo que había ocurrido la noche anterior. Él escuchó con atención, asintiendo de vez en cuando. Cuando terminé, tomó aire como si estuviera decidiendo cómo abordar el tema.
—Tranquilo, Derek. Es normal que tengas esa conexión. Ustedes tienen un vínculo.
El comentario me tensó.
—¿Un vínculo? —repetí, intentando ocultar el nerviosismo en mi voz.
Barret soltó una risa breve y continuó:
—Sí. Tú fuiste el primero en darle tu esencia. Eso crea algo entre ustedes, algo que va en ambas direcciones. Es por eso que se sienten cómodos juntos.
Su tono era casual, pero yo no podía evitar sentirme más confundido.
—¿Y lo que pasó anoche? —pregunté, buscando algún tipo de explicación.
Barret me observó con una mezcla de paciencia y algo que parecía compasión. Tras unos segundos de silencio, habló.
—Mira, Derek, lo que te voy a decir no es para que te sientas mal, pero necesitas entender algo. Un Umbral recién transformado por lo general no puede controlarse con alguien que realmente le atrae. Si Ambar hubiera sentido algo más fuerte por ti… —Se encogió de hombros—, bueno, no habría sido tan delicada como dices que fue.
El peso de sus palabras cayó sobre mí como una roca.
—Entonces, ¿eso significa…? —empecé, pero la garganta se me cerró antes de poder terminar la pregunta.
—Significa que te aprecia, claro. Pero si estás esperando algo más, tal vez no sea como tú lo sientes.
Me quedé en silencio, mordiéndome el interior de la mejilla para no decir nada estúpido. Barret suspiró y puso una mano en mi hombro.
—Eres un buen chico, Derek. Alguien fuerte, noble. Pero no puedes forzar lo que no está ahí. Y, bueno, tal vez lo que necesitas no es buscar que otros te vean de otra forma, sino verte tú mismo de manera diferente.
Asentí sin decir nada. No porque estuviera de acuerdo, sino porque no tenía energía para discutir. Me despedí de Barret y salí del taller, sintiendo que cada paso pesaba más que el anterior.
Mientras caminaba hacia casa de Tobias, una idea amarga comenzó a asentarse en mi mente. Quizás Barret tenía razón. Tal vez lo que sentía por Ambar era más que simple amistad, pero eso no significaba que fuera recíproco. Después de todo, no era la primera vez que me veía en esta posición. Siempre había sido el oso amigo de todos, el que estaba ahí para escuchar, para ayudar, para cargar con lo que fuera necesario… pero nada más.
La realidad dolía más de lo que quería admitir. En mi pecho había una mezcla de resignación y tristeza, como si un pequeño fragmento de esperanza se hubiera roto sin remedio. Cuando llegué a casa de Tobias, solo quería encerrarme en mi habitación y olvidarme del mundo por un rato.
Era bueno ser el amigo de todos, sí. Pero, por primera vez en mucho tiempo, no podía evitar preguntarme si alguna vez sería algo más.