Katerina murió por salvar a una joven. No esperaba despertar en una historia que no era suya... con un destino aún más cruel.
Cuando abre los ojos, ya no está en su mundo. Ha reencarnado como Avery, una noble ignorada por su padre, despreciada por su hermana y condenada a morir junto a su madre en una historia que no escribió. Pero Katerina conoce ese final: lo leyó. Sabe quién mata, quién sobrevive… y quién sufre en silencio.
Solo que esta vez, ella no va a permitirlo.
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Capítulo 11
Mi cuerpo se congeló.
Vi a mi madre caer al suelo, con la mejilla enrojecida y la mirada temblorosa. El silencio se apoderó de la taberna por un segundo eterno. Luego el murmullo volvió, pero más bajo, como un zumbido que no se atrevía a desafiar lo que acababa de suceder.
Algo dentro de mí se rompió.
Me puse de pie con lentitud, mis manos temblaban, no de miedo... sino de furia contenida.
Mi mano se desliza hacia el bolsillo oculto en las capas internas de mi vestido. Ahí está. El pequeño cuchillo de cocina que robé la mañana anterior, por simple instinto, por esa sensación persistente de que el mundo no era seguro para alguien con una reputación como la mía.
Y tenía razón.
Con el filo escondido detrás de mi muñeca, camino entre las mesas de la taberna con paso firme. Cada crujido de la madera bajo mis pies suena como un tambor de guerra. Me planto justo detrás del hombre que abofeteó a mi madre, ese cerdo calvo que aún respira con soberbia.
Sin vacilar, acerco el cuchillo a su cuello, rozando la piel gruesa y sucia de su garganta. El contacto lo inmoviliza al instante.
—No debiste golpearla… ahora te mataré —susurro en su oído, con voz baja, venenosa, solo para él.
Siento cómo su cuerpo se tensa, rígido como una estatua. Sus compañeros dan un paso hacia mí.
—Ni se les ocurra moverse, malditos, o le rebano el pescuezo —gruño, apretando los dientes. Mis ojos se clavan en ellos con una amenaza tan real como el metal que tiembla entre mis dedos.
Vacilan. Se miran entre sí como perros confundidos sin su amo.
—¡No se muevan! —repito, y esta vez hundo el cuchillo lo justo para que la hoja toque carne. Un hilo de sangre resbala lentamente por su cuello, oscuro y denso. El calvo se estremece.
—¡QUÉDENSE AHÍ! —grita, su voz aguda de miedo contrasta con su aspecto brutal. Se ha convertido en un ratón.
Y los otros... obedecen. Retroceden. Qué obedientes los brutos.
Sonrío. Siento una chispa eléctrica recorriéndome el cuerpo. Poder. Esto se siente... bien.
—Suelten al muchacho. ¡AHORA! —mi mentón apunta al joven que yace en el suelo, golpeado hasta casi perder el conocimiento.
Nadie se mueve.
¿Necesitan más sangre? Que así sea.
Recuerdo el sonido de la bofetada que le dio a mi madre, el rojo en su mejilla, la vergüenza en sus ojos. Y aprieto con más fuerza. El cuchillo se hunde con facilidad. Su piel se abre como mantequilla caliente.
—¡SUELTENLO! —ruge él mismo, ahora mi rehén.
Por fin lo hacen. Lo sueltan de mala gana, dejándolo caer a mis pies como un saco de carne. Hasta aquí llega mi plan. No pensé más allá. Improvisar es lo mío, después de todo.
Miro a Fania y a mamá. No necesito decir nada. Se mueven de inmediato, recogen al chico con cuidado, como si temieran que se rompa.
Entonces quito el cuchillo, lo empujo lejos de mí y alzo el brazo, apuntando con la hoja ensangrentada hacia los demás.
El calvo se limpia la sangre del cuello, me lanza una mirada cargada de odio. De esas que, si pudieran, te atravesarían los huesos y te prenderían fuego por dentro.
—Atrapen a esa perra. ¡Mátenla! —escupe.
Sus hombres se abalanzan, pero una voz retumba en el salón, tan firme que corta el aire como un látigo.
—¡ALTO!
Y ahí estaba Liam, de pronto junto a mí, empuñando una maza que no había visto antes. Su voz tronó como un relámpago.
El silencio volvió. Esta vez, absoluto.
—Fuera de mi taberna —gruñó Liam al matón.
No sé quién demonios es Liam realmente, pero tiene una autoridad que pesa. Lo suficiente como para hacerlos retroceder. Uno a uno, los cobardes se van.
—Gracias, Liam —le digo con un dejo de alivio.
—De nada, señorita. Pero no vuelva a meterse donde no debe —. No vi burla en su rostro. Vi respeto —. Tienes agallas —dijo—. No muchas damas harían lo que tú hiciste hoy, pero no busques tu muerte.
Si supiera que en mi otra vida hice exactamente eso... y terminé tres metros bajo tierra.
Fania se acerca a él, se inclina con cortesía.
—Gracias por salvarla. Muchas gracias.
Liam se pone rojo hasta las orejas. Adorable.
—De… de nada —balbucea.
¡Já! Así que echándole el ojo a mi hermanita.
Y si lo pienso bien… no sería mala idea. Es guapo, fuerte y firme. Exactamente lo que Fania necesita. Alguien que no la doblegue, pero la proteja.
—Bueno, nos vamos. Adiós, y nuevamente, gracias.
Salimos cargando al muchacho entre las tres. Afortunadamente, la noche ya ha caído, y las calles están vacías, el callejón donde nos adentramos apenas iluminado por la luna.
—Aquí. Déjenlo aquí —indica mamá al ver un viejo tronco junto a la pared.
—No podemos quedarnos mucho. Si regresan, lo matarán —advierte Fania.
—Déjenme. Estoy bien. Déjenme —dice el chico con voz ronca.
Su melena oscura, desordenada y manchada de sangre, le cubre el rostro. La sangre gotea lentamente al suelo, formando un charco espeso.
—Fania, ¿tienes un pañuelo?
—Sí, toma —me pasa la tela. Me acerco y, con cuidado, le levanto el rostro.
Miro más allá del cabello sucio. Dios… su rostro está destrozado. Cortes, hematomas, moretones inflamados. Es una máscara de dolor.
—Déjenme. Quiero morir —insiste.
—¿Estás loco? No acabo de arriesgar mi vida para que te mueras como un mártir melodramático —le contesto mientras limpio la sangre de su cara.
—No tengo motivos para vivir. Lo perdí todo —dice con un hilo de voz.
Suspiro y lo obligo a mirarme a los ojos. Que me vea, que entienda.
—A veces la vida es una mierda. Pero solo si tú lo decides. Siempre hay algo por lo que luchar. Siempre.
—Tú no lo entiendes. La única persona que se preocupaba por mí era mi madre. Murió. Ahora solo estoy rodeado de hienas. Hipócritas hambrientos de poder. Si pudieran, me devorarían el alma con cuchillo y tenedor.
—No seas cobarde. ¿Crees que eres el único que ha perdido a alguien? ¿El único que se ha sentido en la miseria? Hay cientos, miles. Y no se tiran a morir en callejones como princesitas lloronas.
Me mira pasmado, los ojos bien abiertos. No sé si ofendido o maravillado.
—Nunca nadie me habló así…
—Siempre hay una primera vez, bonito. Ahora levántate. No pienso arriesgar la vida de ellas por un mártir de tragedia.
Y sorprendentemente… lo hace. Se pone de pie. Nos sigue. Camina a nuestro lado.
Pero algo me llama la atención. Se cubre la cabeza con la capucha de su capa. ¿Vergüenza? ¿Precaución?
—¿Dónde vives? Te acompañaremos.
—No… no puedo.
—¿Cómo que no puedes? ¿No tienes dónde ir? —me arrepiento apenas lo digo. Claro que no tiene. Viste como un vagabundo. Y lo tratan peor.
—Fania, llévanos a alguna casa de hospedaje.
—No es necesario. Puedo arreglármelas.
—¿Ah, sí? —empiezo a responder, pero el murmullo de la calle me obliga a callar.
Voces cercanas, cuchicheos que atraviesan la brisa nocturna.
~¿Oyeron? El príncipe heredero ha desaparecido otra vez.
~Dicen que podría estar muerto. Son demasiados días.
~Los guardias imperiales están desesperados.
Nos miramos. Fania. Mamá. Yo.
No puede ser.
No puede morir. Si él muere… este reino se irá al carajo.
—Mejor… mejor vayamos a la posada. Temo que me fracturé algo —murmura el joven, encorvado, con el rostro pálido por el dolor.
Me apresuro a sostenerlo para que no se desplome.
—Fania, rápido. Guíanos.
Ella asiente. A paso firme y sin mirar atrás, nos adentramos en las calles dormidas de la ciudad.