Capítulo Tres

Ojalá los días fueran siempre así. Pensó mientras tomaba un pequeño descanso, había estado picando madera para guardar durante gran parte de la mañana; estaba algo cansado, pero el brillante cielo se tornaba reconfortante cada que se daba unos minutos.

Oía el sonido del mar no tan lejos de donde él se hallaba, las aves cantaban felices; era un paraíso en la tierra y solo podía estar agradecido de compartirlo con la mujer que amaba.

Aunque había algunas nubes estás se encontraban en el horizonte y no parecían indicar una pronta lluvia, más bien parecían dar un poco de vida al cielo y a los pueblos lejanos a aquella tierra.

La idea de vivir en una solitaria isla quizás no sería del agrado de muchos, pero para ellos fue el comienzo de una mejor vida. Aunque no recordaba como había sido su vida hasta el momento de conocerla, nada podría ser mejor que lo que allí tenían.

Allí había de todo, un generoso mar, un hermoso campo donde plantar abundantes verduras; árboles enormes que refrescaban el lugar, preciosas flores que perfumaban el ambiente. Aquel paraje parecía creado para que jamás quisieras alejarte de él.

—No importa el lugar que sea, si ella está junto a mí...—murmuró.—Siempre será el cielo.

Se colocó de nuevo su sombrero, volviendo a su trabajo, pronto se oyó el sonido de aquella hacha golpeando la madera.

Mientras tanto sus manos se deslizaban por aquellas plantas, llevaba junto a ella una canasta donde colocaba los vegetales que ya estaban maduros. Enormes tomates que comenzaban a pintarse de rojo, lechugas que parecían abrirse como flores en el suelo lo pintaban de un vibrante verde; había estado escarbando la tierra recolectando las zanahorias más naranjas que jamás había visto e incluso las remolachas parecían piedras preciosas.

Un viento un poco fuerte sopló haciéndola tener que sujetar su sombrero, pero a la vez, sacándole una sonrisa divertida. Su larga falda pareció querer volar, como sí compartiera la misma alegría de quien la vestía.

Dejaría aquellos vegetales en el agua por un tiempo, así podrían disfrutar de una fresca ensalada tan pronto se acercara la hora del almuerzo. Aunque había pasado el tiempo, la mañana todavía se sentía en el aire.

Esta vez había terminado, secando un poco el sudor de su frente bajó aquella hacha que debía estar más cansado que él. Suspiró con pesadez, sintiendo el cansancio en su delgado cuerpo, así como el viento que refrescaba sus ropas dándole escalofríos. Terminó también de acomodar las maderas que había estado cortando, tan ordenadas como siempre que incluso parecían formar un paisaje.

Eso se lo debía a su esposa, que le había enseñado a ver la belleza en lo más pequeño. Y eso lo hizo sonreír.

—Justo a tiempo.—oyó su voz decir.

La vio llegar con una pequeña bandeja donde cargaba una jarra y un vaso. La bajó en una mesa cercana y procedió a servir, aquel líquido violeta salió de la jarra con cuidado.

Los ojos del pelinegro brillaron de sorpresa y alegría cuando sintió aquel familiar sabor en su boca.

—Si, jugo de remolacha.—respondió ella tranquilamente.

—Está delicioso—parecía haberlo animado rápidamente.—¿Podrías servirme más?.

—Claro.—dijo tomando su vaso.

—El sol está un poco fuerte—lo oyó decir.—¿No te ha dado problemas en el huerto?.

—No, cuando fui había buena sombra, a penas se sentía.—expresó.

—Pronto comenzará el verano, deberías cuidar tu piel, eres más sensible al sol que yo.—pronunció viéndola.

—Tú también deberías cuidarte, más cuando vas a pescar.—le respondió.

Ambos disfrutaron de aquel tranquilo silencio, aún se oían algunas aves que cantaban entre los árboles. La brisa se sentía un poco más fresca así que era agradable estar fuera de la casa, al menos por ahora.

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