Poco tiempo después de nacer la princesa, el rey recibió la noticia de que una de sus concubinas estaba esperando un hijo suyo; el palacio no podía estar más felíz, al fin la familia real crecía y lo hacía con criaturas que llenarían de bendiciones y abundancia al pueblo. Así, mientras la princesa heredera aprendía a decir sus primeras palabras nacerían sus hermanas; dos hermosas niñas rubias de tranquilos ojos verdes como los de su madre, la concubina real Antonia Delas la de mayor categoría entre todas las concubinas.
Una mujer algo baja y rubia, considerada una belleza en el palacio, amante de los bordados y la jardinería pero que oculta un temperamento bastante horrible; a causa de ello siempre habían rumores sobre lo ansiosa que ella se ponía con ser la nueva reina, razón por la que muchos sirvientes le tenían miedo o intentaban aún en vano, no obedecer sus extraños pedidos.
La reina pronto sintió que si protegía a su niña de alguien como esa mujer, todo sería un poco más fácil y más pronto que nunca; comenzó a notar que esa concubina podría ser capaz de hacer cualquier cosa con tal de que el trono quedara en su familia…
"No porque compartas con ellos la sangre de tu padre, ellos van a tener un corazón tan bondadoso como el tuyo Adriana. El trono está lleno de prestigio y lujo, pero así también de envidia y dolor."
Sentada en el jardín la pequeña de castaños cabellos, iguales a los de su madre, dibujaba aquellas letras que su profesor le enseñaba; su caligrafía aunque un poco torpe aún llevaba prometiendo una letra preciosa para su juventud. Era una niña con grandes habilidades para con el estudio, sus profesores no hacían más que admirar y comentar las múltiples hazañas de la aún pequeña princesa durante su corto tiempo de estudio; si la niña seguía así pronto dominaría varias áreas de la literatura y las matemáticas.
Pero aunque sus ojos se desplazaban con cierta curiosidad sobre aquellos textos, algo llamaba más su atención y lograba que sus curiosos ojitos se desviaran, y no era nada más que aquella libertad que había en ver a esas niñas junto a otros niños jugar en el campo o correr de aquí para allá riendo felices e incluso subir a los árboles como sí escaleras enormes montañas; se preguntaba que estarían pensando ellos al menos lo hizo hasta que recibió una pequeña reprimenda por parte de su profesor.
Había una pequeña semilla dentro de esa pequeña niña, una semilla tan diminuta como la cabeza de un alfiler; y mientras apartaba su vista de esa alegría lejana para volver a concentrarse en lo que se le estaba inculcando, no pudo evitar decir.
—Señor Profesor—pronunció con tranquilidad.—¿Podré yo, ir a jugar con ellos?.
El hombre posó sus ojos en ella y luego en los pequeños a la distancia, como sí buscara una forma de hacerle entender a la pequeña. Pronto suspiró con pesadez volviendo a verla.
—Princesa, ¿Qué cree que sucederá si no recibe ahora estos conocimientos?.—preguntó el hombre con curiosidad.
—Mi madre dice que debo estudiar para ser una monarca justa cuando sea grande.—respondió sinceramente la pequeña.
—Entonces si usted va ahora a jugar, no aprenderá algo nuevo y al no hacerlo, no sabrá como actuar cuando sea una adulta.—comentó viendo a la pequeña.
El hombre sabía que estaba siendo muy estricto con ella, pero la vida quería que ella fuera más que alguien que disfruta pasar tiempo con sus amigos. Su felicidad vendría cuando gobierne un pueblo próspero y abundante.
La pequeña siguió estudiando y al terminar la clase, los ojos del hombre se abrieron en sorpresa.
—Señor Profesor, ¿Podría usted dejarme más tarea para resolver?.—pronunció la joven con ánimos.
"Adriana, no espero que lo comprendas ahora; pero si sé que lo harás cuando seas mayor. Hubiera entregado mi vida por darte una más humilde, pero así como el mundo es maravilloso; se torna muy cruel con aquellos que nacen con poco."
Así pasó los primeros años de estudio de la princesa, así como aprendía cosas nuevas crecía en ella un sentimiento que no comprendía aún y un sentimiento al que su madre le había dicho que ignore. Pero cosas curiosas suceden cuando vienes al mundo a cambiar algún aspecto de el, aquello que va germinando y buscas esconder tarde o temprano cobra sentido.
Su madre le había enseñado aquel lugar especial, un jardín bastante privado donde ahora ella podría venir a leer o a hacer su tarea; la pequeña estaba más que maravillada con el hermoso estanque, con los enormes ramilletes de esas flores azuladas que parecían predominar en el lugar, era casi un jardín mágico del que quizás salían hadas.
—Estas son mis flores favoritas, ¿No te parecen preciosas?.—pregunto su madre acariciando con cuidado las flores.
—Son muy hermosas, parecen nubes azules.—respondió la niña.
La mujer río divertida y suspiró.
—Son mis flores favoritas, por ello pedí que en este jardín sólo estuvieran estas flores—comento viéndola.—Ahora este jardín te pertenece y puedes venir cuando quieras, así junto a ellas jamás te sentirás sola.
La reina sólo sonrió con ternura, esas flores le gustaban porque fueron el primer regalo que recibió de su esposo; unas hermosas flores azules que parecían los ojos del hombre y ahora, los ojos de su pequeña.
Desde entonces aquel jardín en visitado por la pequeña cada que tiene algún libro que estudiar o tarea que resolver, es más es un lugar donde la princesa deja salir sus más profundos pensamientos y en donde puede pasar horas y horas viendo el agua correr llevándose algunas flores marchitas.
Aunque su madre se preocupa por no haberla visto, sabe que ella está allí en ese jardín así que en parte su alma es consolada y siente que está en un lugar seguro.
Pero algo aún inquieta a la pequeña y es como si quisiera aquello, porque no puede evitar pensar en cómo sus hermanas pueden jugar en el campo y ella sólo puede estudiar. ¿Acaso, no puede ella hacer ambos?.
Tal vez las cosas son como su madre suele decirle.
—Adriana, ¿Porqué quieres ir a jugar con ellos?.—pregunta la mujer.
—Porque se ven felices y quiero saber si yo también puedo sentirme así al jugar con ellos.—comentó la jovencita.
—Entonces, ¿No te diviertes cuando estudias tus libros?.—volvió a decir.
—Si lo hago, pero no sé si me veo así de felíz como ellos.—explicó.
La mujer sólo sonrió, sólo para luego acariciar los cabellos de la pequeña.
—Cuando estás estudiando, tus ojos brillan así como cuando miras ese estanque que tanto te gusta—contó viéndola.—Hay una pequeña sonrisa en tu rostro cuando cuentas algo nuevo que aprendiste y una risa alegre sale de tus labios cuando logras hacer algo.
La niña sólo se limitó a ver con curiosidad a su madre, la mujer volvió a sonreír conmovida por la ternura e inocencia de la pequeña.
—Así como tu los ves felices, ellos también pueden verte felíz, lo que sucede es que tú no puedes ver tu rostro y ellos no pueden ver el suyo.—explico su madre con calidez.
La pequeña recordó aquellas palabras y mientras miraba las tranquilas aguas del estanque, vio su reflejo sonreír así como ella le sonreía a su reflejo.
Con su cabecita más tranquila volvió a aquel libro y siguió leyéndolo, sonriendo.
Pero no todo en el palacio son privilegios, así como se disfruta de una vida más cómoda y tranquila; también se sufre si no cumples las expectativas que se te han impuesto. La princesa heredera tenía el mayor de los privilegios, una madre que le ayudaba a comprender el mundo en que había nacido. Que mayor envidia tenía aquella otra jovencita, que veía a lo lejos una madre que se preocupaba y respondía las preguntas de su hija; como desearía las expectativas de su madre fueran así de bajas. Aquellos ojos verdes veían con envidia a esa jovencita que lo siempre recibía los halagos, que tenía aquel hermoso jardín sólo para ella y que sobre todo era aquella quien cuando llegara a la adultez; sería la reina de ese pueblo. ¿Porqué tenía que ser ella?. ¿Qué había de diferente entre ambas?.
Llena de malestar esa joven hizo algo que nunca pensó hacer, más contra esa figura que era la hija de su padre. Quizás era momento de que aquella jovencita tuviera algo malo en su vida, pensó la pequeña mientras no hacía más que arrancar aquellas hermosas flores azules; algo menos a la lista de sus virtudes, un hermoso jardín en el cual refugiarse.
"Cuando la envidia es sembrada, sólo puede crecer hasta corromper el alma más fuerte. Nunca dejes que ese sentimiento aparezca en tu vida, porque jamás te dejará ser libre y sólo te hará esclavo de tu miseria."
Aquellas flores, aún cortadas, eran preciosas y la jovencita sólo pensó en que debían de ser aprovechadas por alguien que las necesitara. Así comenzó a juntar esas flores y las cargo en una canasta, la idea de la pequeña era llevarlas hasta la sala de su majestad; quizás allí su padre podría disfrutar de sus colores al menos por un tiempo y así esas hermosas flores serían vistas por muchas personas que cruzaran por esos pasillos.
Sin saberlo, la pequeña aprendió el significado de compartir lo que amas; de pensar en aquellos que no tienen y de compartir tus bendiciones. Porque aquellas flores no debían llorar una muerte trágica, debían ser admiradas en su entrega al dolor y permanecer como un recuerdo preciado o quizás también un consuelo para un alma necesitada.
Luego de descubrir lo sucedido y la solución propuesta por la pequeña, su majestad el rey sólo sintió su alma ser abrigada por la calidez con la que su hija trataba al mundo; en su mente se formó aquella esperanza con la que tanto había soñado, si la pequeña mostraba tanta bondad con esas flores, mostraría una bondad aún más grande para con el pueblo y más aún que toda su bondad, sentía que en su adultez ella sería una mujer justa.
El hombre sonrió y miró aquellas flores, más allá de lo que eran, más como una semilla que fue sembrada. Pero no pudo evitar sentir también la intención oculta con la que aquello fue hecho, sabía que sólo alguien que albergaba sentimientos malos podría hacer aquello, había envidia en el palacio y estaba centrada hacia su hija. Sabía que aquello tarde o temprano pasaría, era algo inevitable pero en su interior esperaba que fuera cuando la pequeña estuviera lo bastante crecida para entender por que sucedía y por qué no sería correcto que el interviniera.
"El trono es codiciado por muchos, la gran mayoría son lobos pero no deberías de preocuparte por ellos; el verdadero peligro son las ovejas que mansamente llegan a descansar a tu lado."
A los diez años, aunque no entiendes a la totalidad como funciona el mundo, si puedes tener algunas reflexiones interesantes. La jovencita lo entendía, porque ella también sintió lo sucedido; si sin hacer nada más que estar en aquel palacio habían lastimado algo que ella valoraba, no podía imaginarse cuando fuera más grande.
—Su Alteza, ¿Se encuentra usted bien?.—pregunto aquella mujer viendo a la pequeña.
—Si, lo siento.—respondió con tranquilidad.
Había algo en su semblante, algo curioso y extraño que comenzaba a despertar; era algo que no comprendía pero que fluía en ella como sí de su sangre se tratara. Así pasaron los primeros diez años de vida de la princesa Adriana, así como aprendía cosas nuevas crecía en ella un sentimiento que no comprendía aún y un sentimiento al que su madre le había dicho que ignore. Pero cosas curiosas suceden cuando vienes al mundo a cambiar algún aspecto de el, aquello que va germinando y buscas esconder tarde o temprano cobra sentido.
Quizás es tonto repetirlo, pero a veces la historia se llena de obviedades cuando aparecen los personajes que serán los que la escriban; nos cuesta determinar el cuando pero si logramos llegar a comprender sus porqués.
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