Otro día, la caña de azúcar con la zafra en apogeo, generó disturbios:
Las espadas cortaron el aire. Pasan rozando los músculos. Sus láminas golpean los pechos protegidos con viejas armaduras. El sonido crispa los nervios.
Avisan a Emiliano del Rivero de la reyerta, y van hacia la casa de gobernación.
—¡Es Sarao! ¡Está peleando a muerte!
—¡Cosas de faldas! —Gritó alguien.
—¡Problemas de tierras! —Exclama una mujer.
Los espadachines, saltan, suben en la hilera de carretones cargados. Los trozos de caña vuelan peligrosamente por el aire. Las personas se esconden tras los pilares. Gritan las mujeres.
—¡Cuidado, eso mata! —Alertaban los mirones.
—¡Sarao! ¿Qué pasa Sarao? —Gritaba Etelvina Villavicencio.
—No le grites, mujer, harás que se distraiga y sea embestido.
—Santo Dios, se matarán. ¡Detengan esa pelea, Emiliano del Rivero!
Emiliano del Rivero traga saliva, había llevado la espada. Su mano izquierda estaba lista para desenvainar.
—No se meta papá —ruega Francisca Bernabela. —Tengo que hacerlo, veo dos hombres que están por meterse. ¿Dónde diablos están Leandro y los otros?
—No han venido de la molienda.
— ¡Cuidado don Sarao! — Advierte Francisca Bernabela.
Sarao pisa en falso al saltar de un carretón al otro. Resbalan sus botas en la caña, caen y ruedan sus cuerpos hasta la arena. El hombre sube rápido de nuevo al carretón y mientras Sarao se quita la arena de los ojos, salta desde arriba con la espada en punta hacia abajo, directo al pecho.
— ¡Ay! —Grita Etelvina Villavicencio.
Corren llevados por la muchedumbre. Emiliano del Rivero se introduce en la pelea.
El contendiente de Sarao no consiguió su objetivo, pues este dió vueltas y la espada del contrincante se clavó en el suelo. Entonces Sarao, con su pie le arroja arena al rostro. El barbudo rival, escupe cerrando los ojos a tiempo, se abalanza sobre Sarao, que oportunamente lo espera, hincado para apuntarle en el estómago.
La sangre brota con el murmullo. Sarao da una vuelta rápida en la arena para evitar que el hombre caiga sobre él.
El gobernador ha mirado la pelea, desde el balcón de la rústica casa de la gobernación, techada con hojas de palmera.
Los amigos de Sarao entran en el ruedo de curiosos. Emiliano del Rivero traga saliva. Tiemblan sus manos. Estaba a punto de pelear, pero los otros huyen.
Sarao se levanta, sacude su ropa y sus cabellos hasta el hombro. Sus ojos castaños miran hacia el balcón. El gobernador y su mujer entran a la casa de altos. La guardia lleva al malherido hacia un carretón. «Tendrás que presentarte» —le dice Emiliano del Rivero. «Vete a la casa» —interviene Leandro que llega en esos momentos —No permitiremos que te lleven. Fue una legítima defensa. «¿Por qué no interviniste, estabas mirando?» —Cuestiona Emiliano del Rivero a Leandro. «Yo estaba hablando con el Gobernador sobre estos veinte carretones de caña que nos quieren decomisar y la carga de azúcar que detuvieron ayer en las trancas de La Guardia, para impedir que suban a Cochapampa. Me enfrenté con toda claridad. No permitiremos que nos quiten nada».
— ¡Vamos, ¡Sarao, vamos, a la casa! Defenderemos el caso con uñas y dientes.
Sarao se calla, camina rodeado de sus amigos, cabizbajo, mirando la arena que parece seguirles llevada por los resoplidos del sur, entre los pilares y aceras altas, por las cuales va el pueblo humilde que les acompaña. Es siempre agosto.
Bajan por la calle Florida. Nadie dice nada. Respetan a la familia y este caso no debe empañar su nobleza. A pesar de que nadie sabe el motivo de la pelea, pero, Leandro comenta muy bajo a Emiliano del Rivero, que parece ser, que, la esposa del Gobernador mandó un secuaz para matar a Sarao en plena calle, mientras él estaba arriba tratando sobre los envíos del azúcar de caña al altiplano. —No hay que comentar eso como cierto —pide Emiliano del Rivero a Leandro.
El incidente los ha dejado silenciosos en las comidas. Emiliano del Rivero, solicita lo siguiente: Comiencen a trasladar sus cosas a la Casa. Viene el tiempo de lluvias y quiero que todos estemos ahí —La mesa con los nueve socios y sus familiares mayores, y aparte una mesa menor con toda la descendencia, produce un bullicio de cucharas y platos. Los niños y jóvenes se alegran. No sufrirán del frío como en el alerón sin paredes. Sarao toma su sopa en silencio. Emiliano del Rivero lo observa. Está cada vez más callado. No sonríe ni opina. Los otros socios brindan con copas de vino. El viento primaveral avisa que pronto vendrán mejores días.
...CONVULSIONES EN EL ALTO PERÚ...
— ¡Van llegando los muebles! —Grita una mañana la muchachada.
De dos carretones jalados por tres yuntas de bueyes cada uno, bajan el mobiliario protegido con lienzo. Cuatro sillones con respaldos y asientos de terciopelo rojo, un lujoso escritorio, una mesa tallada, cuatro esquineros, un perchero —. ¡Aquí están las nueve sillas! —Sonríe Emiliano del Rivero — ¡Son para los socios, cada uno con su silla... bajen con calma, asienten con cuidado!
El patio se llenó de tanto embalaje.
El espejo, envuelto en franela es descubierto al sol — ¡Se aproximan tres carretones más! —Avisa un hombre — ¿Y el piano, Emiliano del Rivero? —Interroga Etelvina Villavicencio, mientras se pone el mandil y da orden gestual a las criadas.
—Viene en el último carretón.
—Nuestros hijos aprenderán a tocar piano, mandolín y violonchelo —expresa Etelvina Villavicencio a las mujeres.
—Acomoden el salón de la izquierda del zaguán para mis reuniones y el salón de la derecha, para recibir a las damas de Santa Cruz, que vendrán a conversar con mi Etelvina —exclama Emiliano del Rivero.
Las mujeres de la casa y un séquito de criadas, inician el trabajo.
—En la tarde haré la primera reunión de socios y algunos clientes, en un ambiente cómodo, de acuerdo a lo que ya somos y tenemos.
Y ese atardecer, luego del baño, lociones y aceite en los bigotes largos, Emiliano del Rivero y sus amigos, bien acicalados, ingresan al salón en el cual las nueve sillas negras, hacen media luna mirando al escritorio desde el cual dirigirá las reuniones el señor del Rivero. Los cuatro sillones y otras butacas forradas del mismo terciopelo, son para sus principales socios, entre ellos Leandro y Sarao.
—Sirvan café —ordena Emilio del Rivero, después del diálogo empresarial.
Los españoles azucareros, se relajan con prestancia, al servirse el aromático café cruceño en tazas de porcelana recién estrenadas. El principal accionista y dueño de la casa, hace un ensayo de discurso:
—Las convulsiones en el Alto Perú son mayores. Los criollos jóvenes tienen que luchar por la Independencia y viajan hacia los Andes. Las revueltas en el oriente son menores, pero si se que se han suscitado tremolinas caballerescas y nuestros españoles no se meten en ellas. No podemos meternos ni luchar en contra de España. Nuestros hijos son pequeños y de todos ellos la mayor es mi hija Francisca Bernabela que cumplirá en mayo, dieciséis años. Le sigue mi socio Montes de Oca, con sus hijos de quince, catorce y doce; y él no está loco para alistarse en las huestes revolucionarias, ni así que vaya con Antonio José de Sucre ni con Simón Bolívar. Particularmente, no somos colonialistas conservadores. Apoyamos la independencia en su forma de libertad económica, pero no como traicioneros de nuestra madre patria. Yo particularmente sostengo, que será una desmembración absurda y totalmente desastrosa de la hegemonía de nuestra América Hispana. El Virreinato de La Plata, tiene todo para ser potencia mundial y con las repúblicas, será dividida y empobrecida, ya veréis.
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