Los meses pasaron rápido bajo la bondad de la tierra y el clima propicio para la agricultura.
Mientras que los recién llegados, construían un gran trapiche en medio de esa manzana otorgada, fueron haciendo amigos en el pueblo, limpiaron el lugar, sembraron plantas y árboles frutales, pero también hermosos ejemplares floridos, pues allí los vecinos, amaban el color de los tajibos traídos de Moxos en grupos de plantas pequeñas, colocados en esquinas del cuadrilátero y por caminos repletos de verdor, que llevaban a caseríos abiertos a la naturaleza fecunda, tanto hacia el norte, como al sur, al este y oeste.
Trabajaron las nueve familias, uniéndose al numeroso grupo de españoles y criollos, mestizos y nativos, en la epopeya cruceña. Caminaron al norte en busca del Dorado. Emanciparon a los salvajes. Amaron y guerrearon.
El pueblo fue creciendo, las plantaciones de caña también; el ganado caballar y vacuno era comercializado desde Chiquitos hasta Moxos, donde los Jesuitas habían hecho cultura y levantado templos como en el sur.
Francisca Bernabela del Rivero Villavicencio ya era muy jovencita cuando su madre Etelvina Villavicencio de treinta años volvió a concebir difícilmente por lo que llamó Concepción a segunda hija.
Los nueve amigos, levantaron un cobertizo de dos aguas en medio de la manzana otorgada. Separaron el espacio en varios cuartos de tacuaras, chuchio y caña hueca.
Los mosquiteros, cuerdas de hamacas y camastros de palos de tajibo y tumi (roble) distanciaban una familia de la otra.
En el centro, la cocina de barro y parrilla de bronce; un horno grande saliente del alar, protegido por un techo menor de hojas de palmera.
El comedor contaba de un mesón de varios metros, acompañado de asientos largos, sin respaldares.
Había un piso elevado de madera de cuchi y chonta[1], era la despensa y por su escalera subían sacos de arroz, frejol y azúcar. Ahí dormían algunos mozalbetes hijos de los socios.
Sobre la mesa para treinta comensales, se asentaban ollas de barro y a la hora del rancho, golpeaban un pedazo de hierro y se llenaba de glotones.
Desde ahí se orientaban a los cuatro puntos cardinales y era el sitio de cumpleaños, Etelvina Villavicencio, o cualquier reunión con despliegue de alegría. Enseñaban a niños y criados las actividades diarias.
Antes de rayar el alba despertaban los mayores. En la mesa larga se armaba la algazara del desayuno, tomando mazamorra y chocolate caliente, en el almuerzo, arroz, charque, huevos largados o cocidos, plátanos verdes y maduros, yuca, sopas apetecidas por la mayoría. La incomodidad no existía para ellos, en medio de ese campo maravilloso todo les parecía un paraíso en comparación a lo sufrido en los barcos transatlánticos que les trajeron desde Europa hacia el nuevo mundo y lugares que pasaron.
En las proximidades del galpón, algunos levantaron pahuichis o casas rústicas de barro y hojas de palmera. Más allá, se estaba levantando una casa de adobes para la familia del Rivero.
Ninguno de esos amigos, compañeros de aventura en ultramar, parecía tener envidia a Emiliano del Rivero, quien, por la usanza de sus ropas y el manejo de actitudes estimulantes y de prosperidad, parecía a toda vista el hombre más arreglado, de familia de cierto caudal que dejó todo para realizar semejante traslado continental. Era pues Emiliano del Rivero, quien incentivó a varios de ellos y conocieron a algunos más en la travesía por el Atlántico.
Sarao Montiel era el único soltero que vivía en el primer alerón, acompañando a la pareja Emiliano del Rivero y Etelvina Villavicencio, mientras construían su casa.
Este joven de aspecto magnífico en su perfil, porte y andar, poseía actitudes de hombría y fuerza de decisiones; dormía en una hamaca junto a ensillados, cinchos, aperos, lazos y talegos que contenían sus ganancias en plata y oro. Se abrigaba entre el cuero blando de reces cuando llegaba el frío y el viento helado pasaba por el cobertizo de dos aguas. Nadie sabía cómo soportaba los surazos antárticos. De rostro bien hecho, su boca sensual, provocaba fuerte atracción. Hacía estragos en el corazón de las muchachas. Volvía de madrugada y se acostaba en silencio; dormía unas horas y salía a trabajar más temprano que todos, haciendo gala de la mayor vitalidad mientras llegaba a la veintena de años.
Un verdadero semental de la raza española. Fue haciendo parir hijos que llevaban otros apellidos pues les negaba el suyo. Hermosos vástagos blancoides, trigueños y morenos claros, de los mismos labios, cual marca de su sangre, venían a carrera a saludarlo; les daba manotazos de cariño a los mayores, a las niñas les jalaba las trenzas y a los más pequeñines, les pateaba el trasero. «A ayudar a sus madres» —les ordenaba y daba oficios.
Era el galán rústico de la Santa Cruz de inicios del ochocientos. Nadie le refutaba. «No toco casadas o enmaridadas» —aseguraba—por eso nadie está tras de mi espalda, puñal en mano. Las mujeres se entregan a mí bajo el permiso de sus padres.
Su zanganería hacía reír a los del Rivero y a sus compañeros de viaje y trabajo.
Un día dijeron que estaba enamorado de la hija del Oficial de tierras: Una muchacha fina de estilo aristocrático. «Ella que se cuide» sentenció Etelvina Villavicencio —no creo que sea él quien esté enamorado». Y así fue, la fina damisela se embarazó. Pero no hubo comentarios de cómo se encontraban. Montiel dijo que no quería nada con la muchacha y negó ser el dueño de la posible barriga que se atisbó entre las ropas ajustadas de la criolla española.
«Me gusta hacerles el amor en el campo, no en camas perfumadas» aseguraba Sarao Montiel.
Francisca Bernabela, la hija de Etelvina Villavicencio, se enamoró platónicamente de Sarao. Pero él no la miraba. La muchacha creció y sus largas trenzas llegaron a la cintura. Un día vino Montiel y le dijo: «Te traigo este chico para que te acompañe». Era un niño moreno de rostro hermoso que delataba a leguas la paternidad de Montiel.
— ¿Qué te llamas? —Preguntó Francisca Bernabela.
—Agustín.
—Agustín Méndez del Río, o ¿Cómo es muchacho? —Intervino Sarao.
—Del Río nomás —respondió el chico nerviosamente, ante la mirada del progenitor que afirmó:
—Es un achacado más. Le llamaremos Agustín del Río, pues prefiero que no se recuerde el Méndez de su madre, pero no quiero que lleve tampoco el Montiel, para que no sufra si tiene algún día madrastra, que yo pueda darle si cometo la locura de casarme.
La muchacha progenitora, había ya subido la cordillera, por los oficios del Oficial Méndez, en la gobernación de Cochapampa y debería llegar allí, sin mancha de su romance frustrado en la llanera Santa Cruz de la Sierra.
— ¿Se lo han entregado? ¿Eh? —Interrogó Francisca Bernabela
—Shiii…que no se comente más, Francisca Bernabela —le pidió Sarao, posando el dedo índice en la boca de la preciosa chica, que sintió tambalearse tras el toque casual de su adonis platónico.
—Agustín ven acá, te peinarás y vestirás bien —aconsejó nerviosamente Francisca Bernabela al niño, para alejarse del apuesto cazador de corazones que no le daba ni la mínima atención ni esperanza de romance.
Agustín fue criado por Francisca Bernabela. Tenía menos de ocho años; no quiso calzar zapatos y pronto voló atrás de las mujeres. Pero nunca dejó de ser casi un hermano de la muchacha. Al morir esta, setenta y tantos años después, le darían un par de zapatos lustrosos para ir al entierro. No se los quitó más. Murió usándolos, pues el resto de los días paraba de abarcas como se había criado entre los primeros colonos asentados en el famoso barrio Cerebó.
Pero también Sarao Montiel dejó su estirpe de poderoso hombre de trabajo y amor a la tierra fecunda.
Un buen día de esos, Sarao Montiel reunió a Emiliano del Rivero, a Octaviano López, a Belisario Salvatierra, Leandro Alburquerque, Jacinto Vásquez, Heraldo Herrera, Lorenzo Malpartida y Faustino Montes de Oca, para decirles:
—Hombres de bien, aquí decidimos quedarnos; yaceremos en esta tierra. Hay que cuidar la fortuna de nuestra descendencia. Mucho damos ya a los cobradores reales, mucho nos quieren quitar. Propongo que enterremos lo más valioso.
— ¿Enterrar nuestras fortunas? —Cuestionó Octaviano López.
—No olvidéis que ladrón que roba a ladrón —sentenció Heraldo Herrera.
—Nosotros no somos ladrones, encontramos ese barco pirata hundido en la costa y de allí tenemos ese tesoro —defendió Belisario Salvatierra.
—De todas maneras, eso no era nuestro, ganado por nuestro sudor, y por eso, no es seguro —alegó Montiel
—Tiene razón Sarao. Creo que es una buena idea. La caña nos está haciendo ricos —opinó Octaviano.
—Es mucho lo que tenemos —agregó Jacinto Vásquez.
—Donde está escondido es inseguro, hombres —insistió Octaviano.
Emiliano del Rivero, observaba a Sarao dibujando una leve sonrisa de admiración por aquella idea que demostraba su madurez temprana. Prefirió callar y dejar a los demás que llegaran a una decisión bajo el mando del más joven de todos.
Leandro Alburquerque, que no había pronunciado palabra, miró de reojo a Emiliano del Rivero y notó su total aceptación y la admiración al ingenio, ante la propuesta de Sarao.
— ¿Dónde lo enterramos entonces? —Inquirió Faustino Montes de Oca
—Aquí mismo, bajo nuestros pies — ponderó Sarao Montiel.
Todos callaron. Estuvieron así varias horas. Miraban el lugar, desde ahí mismo, o de más allá; de soslayo ante la presencia de cualquier criado, inclusive de adentro de las casas rústicas del patio grande, como para estimar los cuidados y protección que se le pudiera dar, por mucho tiempo.
Hablaban entre dos o tres. Luego volvían a aproximarse.
Lorenzo Malpartida, que era el más desconfiado, se aproxima en cierto momento a Emiliano del Rivero y a Sarao para decirles:
—Si pasa algo, antes que lo desenterremos, os aseguro, os doy mi palabra que me batiré a duelo ante uno de vosotros, o con vosotros dos a la vez, puesto que vuestra idea Sarao, es una idea que la acepta de mucha fe Emiliano, y él es, quien estaba a cargo de nuestro tesoro. Espero que no os equivoquéis; y que esta decisión sea certera, completamente segura y firme, como esa sierra azul que vemos allá al fondo y que nos gustó a todos para quedarnos y nos ha recibido muy bien, por lo que no pensamos dejar nunca este lugar.
Sarao Montiel y Emiliano del Rivero sonrieron levemente ante la perorata; sin embargo, evitaron reírse, valorando la palabra de Lorenzo Malpartida, puesto que fue uno de los principales colaboradores para obtener ese rico cargamento, que bastaría para comprar varias minas en Potosí, construir una catedral en Santa Cruz o en Cochapampa, tener unos palacetes en Chuquisaca y otras casas en la calle principal de la colonial y hermosa Nuestra Señora de La Paz del Chuquiago Marka.
Así, esa misma noche, hubo un baile español en media plaza y mientras que nadie, además de ellos, hubo quedado en el alerón, Sarao Montiel miró el rostro de cada uno y volvieron todos al interior del enorme patio del manzano.
[1] Maderas regionales: cuchi: Especie maderable, nombre científico, Astroniumurundeuva, árbol común abundante en el sur de Bolivia, en Santa Cruz y Tarija, de hojas perennes y madera beige rosada, y con el tiempo roja de superficie lisa compacta y brillante utilizada desde tiempos coloniales en Santa Cruz para construcciones por su calidad dura y durable en los postes antiguos para sostener los aleros típicos de las casas de tejas y adobes de barro. Muy típico de esa ciudad y región.
Tumi: Roble o Soriocó o Tumi: Nombre científico Amburana Allemao: La corteza tiene propiedades curativas y la madera es parecida al roble. De fina calidad proporciona muebles de tono amarillento claro y hermosos jaspeados y las capas al crecer marcan precioso jaspe.
***¡Descarga NovelToon para disfrutar de una mejor experiencia de lectura!***
Updated 69 Episodes
Comments
𝓐𝓷𝓰𝓲𝓮 𝓭𝓮 𝓢𝓾𝓪𝔃𝓪 🦋
Hasta aquí se repitió la parte final del capítulo anterior
2024-12-27
2
Dignori del valle Bracho
Es Cochabamba no cochapampa
2024-06-13
2