Había pasado casi una semana desde que estaba encerrada aquí. El aire era denso, húmedo, y la única compañía que tenía eran los chillidos de las ratas. De vez en cuando, alguien bajaba a recordarme por qué estaba allí, con palabras crueles o golpes. Para esa mujer, el simple hecho de que yo existiera era un error, y parecía no descansar hasta borrar cada trazo de mi presencia. Pero incluso encerrada, hambrienta, herida… sentía que eso no era suficiente para ella.
«Escucho la puerta… ¿vendrán otra vez a golpearme?»
— Oye tú, levántate. La señora ha decidido dejarte salir.
«¿Salir? Después de tantos días, ¿de forma voluntaria? ¿Qué está tramando ahora?»
— ¿Acaso no me escuchas, bruja? ¡Que te levantes!
Me tomó por el brazo y me arrastró fuera de la celda sin esperar a que mis piernas entumecidas reaccionaran. Mis pies apenas tocaban el suelo, y cada paso dolía. Me llevó a rastras por los pasillos subterráneos hasta los pisos superiores de la mansión, lanzándome sin piedad a los pies de alguien.
— Aquí está. Sucia bruja.
Allí estaba ella. Desde los pies hasta la cabeza, cubierta de joyas, telas caras y soberbia. Su cabello negro recogido con precisión, sus ojos rasgados y café oscuro. La Duquesa Lawnig. Mi madrastra.
— Escúchame bien —dijo con voz cortante—. Vas a ir a tu habitación, te arreglarás, y te pondrás un vestido de cuello alto y mangas largas que cubra cada uno de tus moretones.
Le sostuve la mirada con valentía por un instante. Esos ojos, tan fríos como el acero, me recordaban a una víbora. Pero ese gesto me costó una bofetada. Sentí el sabor metálico en mi boca y escupí sangre al suelo, limpiándome con el reverso de la mano.
— ¿Cuántas veces tengo que decirte que no me mires con esa cara repugnante? Vas a llenarme de gérmenes.
Sacó un pañuelo de seda para limpiarse la mano y, con desprecio, ordenó que lo quemaran.
— El duque Lawnig llegará esta noche. Ya es demasiado tarde para que dejes una buena impresión, pero traerá invitados. Así que cúbrete como si estuvieras muerta y mantente lejos de ellos. No hables, no los mires, no respires, no existas. O volverás al calabozo.
Le hizo una señal al hombre, y este me llevó nuevamente, aunque esta vez pude caminar con esfuerzo hacia lo que debía ser mi habitación.
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Pasado un rato, alguien llamó a la puerta.
— ¿Señorita? ¿Señorita Cristal, está bien?
No respondí.
— Con su permiso, señorita. Voy a entrar.
La puerta se abrió con cuidado. Entró una muchacha joven, casi una niña. Cabello castaño recogido en una trenza, ojos claros, figura delgada. Llevaba una bandeja con comida caliente y una expresión de sincera preocupación.
— Le traje algo de comer… ¿Tiene hambre?
La miré con cautela. En la historia original, casi todos los sirvientes despreciaban a Cristal. Muy pocos la apoyaban en secreto, especialmente aquellos leales a su madre. Si esta niña era quien yo creía...
— Tú... niña. ¿Cómo te llamas?
— S-Señorita… me llamo Emily. Pero no se preocupe por eso...
Dejó la bandeja sobre la pequeña mesa de la habitación. El dulce aroma de la comida llenó mis sentidos, y sin poder resistirme, me abalancé sobre el plato como si llevara años sin comer.
— Señorita, por favor… coma despacio. Podría atragantarse.
A pesar del miedo en su voz, al verme devorar la comida, esbozó una pequeña sonrisa.
— Iré a preparar su baño.
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Narración de Emily:
Esa mañana, uno de los sirvientes de la duquesa reunió a toda la servidumbre de baja categoría. Los rumores corrían rápidos como el viento: la bruja roja había salido del calabozo. Así la llamaban. Desde que tengo memoria, se decía que una niña maldita vivía en los sótanos de la mansión Lawnig, y que solo emergía cuando el señor de la casa regresaba de viaje. Las criadas inventaban excusas para no acercarse. Todas le temían.
Pero yo no.
— Yo iré, señor.
Me ofrecí voluntaria. Decían que tenía apariencia de monstruo, que podía maldecirte con la mirada… Pero nada de eso tenía sentido.
De niña, mi madre trabajó junto a la antigua duquesa, la madre de la señorita Cristal. En ese entonces, ella era una niña alegre, serena, que amaba las flores y el canto. El ducado estaba lleno de vida, con música y risas. Pero todo cambió con la muerte de la señora.
El duque, roto por la pérdida, se volvió distante. La señorita, aún tan pequeña, se aferró a lo poco que le quedaba. Años después, el duque se volvió a casar. Al principio, la niña parecía ilusionada. Pero la nueva duquesa… no tardó en mostrar su verdadero rostro.
Al principio eran solo miradas frías. Luego vinieron los golpes, las acusaciones falsas: robar, insultar, comportarse de forma inapropiada. La señorita nunca se defendía. Le pregunté una vez por qué no decía la verdad al duque.
— Tengo la esperanza —me dijo— de que algún día me acepte como su hija.
Una vez, la vi junto a la ventana del salón, vestida de negro, el cabello recogido con pulcritud. Tarareaba una melodía que solía cantar con su madre. La duquesa, al oírla, se enfureció. Le lanzó un jarrón de porcelana negra.
Le alcanzó la frente.
Desde entonces, una cicatriz amplia cruza su ceja derecha. Nunca le permiten cubrirla. Es su castigo. Su recuerdo constante de que, para esta casa, ella y su voz... no significan nada.
Desde aquel día, la señorita nunca dejó el luto. Porque ese día esperado… el día en que la quisieran… nunca llegó.
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Comments
Paola Martiz
que perra desgraciada y no entiendo como esos nobles que según quieren a sus hijos no notan que pasa algo malo 😡
2025-03-27
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Lucia Opser
que basura espero se tome venganza por tanto maltrato hdp
2025-04-02
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Olga L. Rozo
digno de una maldita madrastra...
2025-04-08
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