Gustavo Fernández descendía de una familia de abolengo. Aunque el país no reconocía títulos nobiliarios, su linaje de origen español era bien conocido en los libros de historia nacional. Su padre era el rector de la universidad más prestigiosa del país; su madre, una historiadora reconocida en todo el ámbito cultural. Tenía una hermana menor, Gabriela, quien a diferencia de Gustavo, siempre fue amable con Cristina.
Desde niños, Gustavo se sintió intrigado por Cristina. Era la única pelirroja en toda la institución y esa diferencia lo fascinaba... aunque la expresaba de la peor manera.
—Gustavo, no me hales el cabello —le decía Cristina, a punto de llorar.
—Solo quería tocarlo, Criss. Es muy raro este color —respondía él con malicia, entre risas.
—¡Suéltala! —gritaba Rafael, el hermano mayor de Cristina, cuando lo sorprendía acosándola.
Rafael, aunque intentaba mantener cierta distancia para evitar problemas con sus padres, sentía cariño por su hermana y no toleraba verla maltratada. Pero Gustavo sabía cómo manipular a Cristina. Y ella, por su carácter bondadoso y su necesidad de afecto, terminó volviéndose una amiga fiel, dócil, útil para todo lo que él necesitara.
Cristina era una excelente estudiante, especialmente en artes. Gustavo, por el contrario, destacaba más en lo físico que en lo académico. A menudo se aprovechaba de ella para mejorar sus calificaciones. Ser amigo de Luis Arturo Alcalá —el mejor alumno de la escuela— lo mantenía bajo presión constante. No por celos, sino porque sus padres lo comparaban sin tregua con su brillante hermana menor.
Los tres —Cristina, Gustavo y Luis Arturo— pasaban mucho tiempo juntos, visitando sus respectivas casas. Pero en esas visitas, Cristina podía sentir el contraste.
En casa de Luis Arturo, la recibían con cariño: Mercedes, la madre, siempre la trataba con dulzura. Sus hermanos mayores, Javier y Ricardo, jugaban con ella como si fuera una hermana menor. Incluso el severo Jaime Alcalá, su padre, mostraba simpatía por aquella niña pelirroja que rompía con la racha de varones en su familia.
En casa de Gustavo… era otra historia. Para sus padres, Cristina no era más que una bastarda. No la veían digna de compartir juegos, meriendas o amistad con sus hijos. Solo Gabriela se desmarcaba de esa actitud: le gustaba que Cristina la visitara y desobedecía discretamente a sus padres con tal de seguir jugando con ella.
Con los años, la relación entre Gustavo y Cristina se volvió más compleja. Gustavo había sido criado con prejuicios profundamente arraigados. Y aunque le tenía un gran afecto a Cristina —porque se conocían desde muy pequeños— no podía evitar sentirse conflictuado por su origen. Su trato hacia ella variaba según el estado de ánimo: a veces era amable, otras veces condescendiente o incluso déspota.
De no haber sido porque Cristina no se sintió querida ni por su padre ni por su madre, probablemente nunca habría entablado amistad con alguien tan tóxico como Gustavo. Pero cuando tienes el corazón hambriento de afecto, incluso el cariño a medias puede parecer suficiente. Tenían once años, cursaban sexto grado de primaria, y una tarde Gustavo le hizo una promesa:
—Criss, cuando seamos grandes… ¿Vas a ser mi novia?
—Sí, Gustavo. Cuando seamos grandes, voy a ser tu novia.
Con el tiempo, Cristina se transformó. Ya no era aquella niña larguirucha y desgarbada. Gracias a los cuidados de su abuela, se convirtió en una adolescente sofisticada, culta y con modales impecables. Medía apenas 1,60 cm, era delgada, con el cabello rojo lacio que llevaba muy largo. Su rostro era menudo, con nariz perfilada, labios carnosos y unos ojos azul profundo que capturaban la atención. Su miopía había sido corregida con cirugía, y ya no usaba lentes.
Pero había algo que ni los vestidos, ni las clases de etiqueta, ni los halagos podían reparar: su autoestima. Laura lo había intentado todo, pero esa herida era más honda. A pesar de su belleza… Cristina no lograba verse como los demás la veían.
Al comenzar la secundaria, con doce años cumplidos, Gustavo empezó a darle largas a la promesa que alguna vez le hizo a Cristina. Aunque reconocía que era bonita, ahora quería disfrutar de la atención que recibía de todas las chicas que lo rodeaban. Era popular, encantador cuando quería, y profundamente inconsciente de cuánto hería a Cristina con sus vaivenes. Estaba convencido de que ella siempre estaría allí… esperándolo.
A los catorce, Cristina escribió un ensayo sobre narrativa gótica. Leer Frankenstein de Mary Shelley o Drácula de Bram Stoker despertó algo nuevo en ella. Esas historias llenas de oscuridad, romanticismo y dolor la marcaron profundamente. Sintió que había encontrado algo que le hablaba en un idioma que nadie más entendía. A partir de entonces, abrazó lo gótico como su estilo, no solo en lo estético, sino en la manera de mirar el mundo.
Su abuela pensó que se trataba de una fase… pero aun así la dejó ser. Laura siempre creyó que la expresión era un derecho, incluso cuando costaba explicarla en una secundaria católica. Cristina enfrentó prejuicios de algunos profesores, pero su comportamiento siempre fue intachable y sus calificaciones, impecables. A pesar del color negro de sus ropas y del delineador que acentuaba sus ojos claros, Cristina era una de las alumnas más brillantes del instituto.
—¿Criss, por qué te vistes así? Te ves horrible —le dijo Gustavo una tarde, con esa crueldad envuelta en tono de “preocupación”.
—Gustavo, nadie pidió tu opinión —respondió Cristina, intentando no temblar.
—Cristina, si tú te sientes bien, no te debe importar lo que piensen los demás —intervino Luis Arturo, firme como siempre. La quería como a una hermana. Y no soportaba que su propio amigo fuera tan mezquino con ella.
—¡Pero todos se ríen de ella! —insistió Gustavo, molesto de quedar en evidencia.
—Porque todos son unos idiotas metiches que no soportan lo distinto —contestó Luis Arturo sin levantar la voz—. Viven más pendientes de los demás que de sí mismos.
Cristina odiaba verlos discutir por su culpa. A veces dudaba. Se preguntaba si tal vez debía vestirse “como las otras”. Pero cuando lo intentaba… se sentía disfrazada. No era ella. Y no estaba dispuesta a borrar lo que le daba sentido.
Gustavo pertenecía al grupo más popular de la secundaria. Con su herencia europea, cabello castaño y ojos color ámbar, destacaba fácilmente. A sus catorce años ya medía 1,79 cm y formaba parte del equipo de ciclismo. Tenía todos los atributos del clásico chico admirado: atractivo, seguro, competitivo. A medida que Cristina crecía y se volvía más linda, Gustavo sentía una mezcla tóxica de atracción y posesión. Por ego, necesitaba tenerla cerca. Para él, Cristina era “suya”. No como novia —nunca se atrevería a pedirle que lo fuera—, sino como algo garantizado… como alguien que siempre estaría ahí, esperándolo.
Le gustaba un poco, sí. Pero se avergonzaba de su estilo gótico, a pesar de lo hermosa y talentosa que era. Cristina tenía admiradores; muchos. Pero nadie se atrevía a acercarse demasiado, porque Gustavo intimidaba, y todos pensaban que ella ya estaba con él.
Gustavo había crecido en una familia tradicional y extremadamente estricta. No conocía los límites: todo lo que quería, lo obtenía. Era egoísta, arrogante, y vivía creyendo que el mundo le pertenecía. Con el tiempo, lo pagaría caro. Porque cuando alguien como Cristina, que fue ignorada por su padre y emocionalmente rechazada por su madre, encuentra afecto en cualquier rincón… lo convierte en su universo.
Y en su inocencia, Cristina confundió la sombra de Gustavo con amor.
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Updated 112 Episodes
Comments
Maryuri Gutierrez
hasta ahora la vida de ella ha Sido muy difícil, si no es por sus abuelos sería catastrófico
2023-04-24
1
MayaNaomi 11
Gustavo es muy tóxico
2022-05-04
9