Cristina Martínez era el resultado de una infidelidad: su padre, Cristian Martínez, había tenido una aventura con su secretaria, Fernanda Duarte. Durante sus primeros cuatro años de vida, Cristina convivió con su madre, una mujer resentida que nunca la golpeó, pero que sí la marcó con palabras cargadas de reproche. Fernanda la culpaba de todo cuanto había salido mal en su vida.
Cristian, por su parte, se negaba a asumir cualquier responsabilidad. Enviaba una cantidad miserable de dinero cada mes, lo justo para aparentar, lo mínimo para comprar el silencio de Fernanda. Nunca la reconoció legalmente. Jamás la llevó a pasear ni permitió que sus padres supieran de su existencia. Cristina creció sin saber quién era su padre, porque él se encargó de negarla, a pesar de saber, sin duda alguna, que esa niña era suya.
Fernanda, además, tenía el hábito de fumar, y poco después del nacimiento de Cristina fue diagnosticada con enfisema pulmonar. Durante dos años luchó contra la enfermedad, mientras intentaba —sin éxito— que Cristian se hiciera cargo de su hija. Cuando supo que su tiempo se agotaba, hizo un último gesto de verdadero amor: contactó a Saúl, el padre de Cristian, con la esperanza de que alguien asumiera la responsabilidad que su hijo había evadido.
—Señor Saúl, una ex empleada, Fernanda Duarte, dejó este sobre para usted. Dijo que era urgente.
—Seguramente está pidiendo dinero. No tengo tiempo para eso ahora —respondió el empresario, sin levantar la vista.
Pero el empleado, que recordaba los rumores de hacía años y había visto esa mañana a Fernanda acompañada por una niña, no pudo callar.
—Disculpe que lo diga, señor Saúl… pero esa niña se parece mucho a la señora Laura. Y… hubo rumores sobre Fernanda y su hijo en su momento.
Saúl levantó la mirada. Lo pensó un instante.
—Escuché algo de eso, sí. No pensé que Cristian pudiera ser tan irresponsable… Está bien, dame ese sobre. Ahora sí, tengo curiosidad.
Aunque su primera reacción fue de enojo y sospecha —creyendo que Fernanda buscaba dinero fingiendo una enfermedad— cambió de actitud al revisar el contenido. Los informes médicos no dejaban dudas: el enfisema era real. Y Fernanda no pedía nada para ella. Solo rogaba que alguien cuidara a Cristina… porque ella ya no podría hacerlo.
Saúl llegó a casa molesto, con el sobre en la mano y la conciencia revuelta. Le contó a su esposa, Laura, todo lo ocurrido. La reacción de ella fue inmediata:
—Tenemos que ir a conocer a esa niña.
Aunque dudaba, presionado por el sentido común de su esposa, Saúl accedió. Y en cuanto vio a la pequeña, supo, sin margen de error, que era su nieta. Era como mirar a Laura en miniatura: los mismos ojos, el mismo cabello. Aunque pidió una prueba de ADN, en su interior ya lo sabía. Además, bastó una mirada para sentir afecto por la niña, que lucía escuálida y mal cuidada, con ropa gastada y ojos tristes. Cuando supo que Fernanda llevaba dos años enferma, sintió una furia silenciosa contra su hijo. Cristian lo sabía… y no hizo nada.
—¿Cómo te llamas, pequeña? —preguntó Saúl, arrodillándose a su altura.
—Cristina, señor —dijo ella con una voz dulce, casi frágil.
—No me digas señor —le sonrió—. Soy tu abuelo. ¿Me das un abrazo?
La abrazó con cuidado y supo que no dejaría a esa niña sola jamás. A Laura le ocurrió lo mismo, apenas la vio, no necesitó una prueba: era sangre de su sangre. Se sintió responsable. Se sintió abuela.
Poco después, Saúl y Laura se reunieron con Cristian. El rostro del padre era pétreo.
—¿Cristian, en qué momento te convertiste en un cobarde? —le espetó Saúl.
—Mamá, esa mujer dice que esa niña es mía, pero no lo sé con certeza…
Laura, que siempre lo había protegido, le cruzó la cara con una bofetada que hizo temblar la sala. Nadie dijo nada. Nadie lo esperaba. Pero nadie la culpó.
—No me avergüences más. Tengo en mis manos una prueba de ADN. Es tu hija —dijo Saúl, furioso.
—¿Cómo puedes negar a esa niña sabiendo que su madre está muriendo? —añadió Laura, rota de decepción.
Cristian bajó la mirada.
—¿Qué quieren que haga? Si la reconozco… Roxana va a enloquecer.
—No me importa lo que diga Roxana —respondió Saúl—. Pero te lo advierto: si no reconoces a esa niña y me obligas a hacerlo yo en tribunales, con todo el escándalo que eso traerá, entonces no volverás a tocar ni un centavo de mi fortuna. Jamás.
—¡Papá, si hago eso… mi matrimonio se acaba!
—Entonces debiste pensarlo antes de acostarte con tu secretaria… siendo un hombre casado.
Saúl no le dejó opción a su hijo: o reconocía legalmente a Cristina como su hija… o quedaría fuera de la herencia familiar. Fue una amenaza directa, pero necesaria. El tiempo apremiaba. La madre de la niña se estaba muriendo, y si no quedaba constancia legal de su vínculo con Cristian, Cristina sería enviada a un orfanato. Los abuelos maternos ya lo habían dejado claro: no querían nada que ver con ella.
Mientras tanto, Saúl y Laura iniciaron el proceso para solicitar la custodia. Pero sabían que el sistema de protección del menor en el país era lento, complicado y burocrático. En lo que ese trámite se resolvía, la niña tendría que ingresar oficialmente al sistema de adopciones como si no tuviera familia. Como si no tuviera a nadie y eso, Saúl no estaba dispuesto a permitirlo.
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yarita
Pobrecita
2022-05-17
5