Amelia corrió a través del adornado laberinto con sus muros de boj podado, seguramente de varios siglos de antigüedad. Los pronunciados giros y vueltas del diseño le hicieron recordar las palabras de la criada de cocina que había visto recolectando hierbas en el jardín. “Al salir desde el centro, a cada cruce que llegues, quédate a la izquierda.”
Así que corrió, decidida a pararse solo cuando hubiese alcanzado la soledad de su pequeño conjunto de habitaciones en el cuarto piso, pero se encontró con el ama de llaves, la Señora Lane, cuando la mujer salía de la habitación frente a la que ocupaba Amelia.
—¿Habéis disfrutado de vuestro paseo, Señorita?”
Amelia sonrió y se quitó la mantilla, sonrojada por el ejercicio físico.
—Sí, ha sido agradablemente vigorizante, gracias.
—¿A qué hora os gustaría que os subiesen la bandeja de la cena, Señorita?
—A las ocho, por favor —contestó Amelia—. Estaré descansando hasta entonces. Ha sido un largo día. Y después de la cena, me gustaría explorar la biblioteca, si Lord y Lady Merivale están de acuerdo. Espero que no haya ninguna actividad planeada allí. —Amelia odiaba la idea de toparse con los auténticos invitados durante sus entretenimientos.
—Me enteraré por vos, aunque estoy segura de que no habría ningún problema.
—Gracias —dijo Amelia, entrando a sus habitaciones. Lanzó la mantilla a los pies de la cama, se sentó en el dintel acolchado de la ventana y contempló el laberinto. Su interesante diseño circular la había intrigado antes. Ahora era el hombre del centro el que la tenía fascinada.
Señor. Se preguntó si todavía seguiría donde ella le había dejado, donde había interrumpido su privacidad al irrumpir en el jardín del centro del laberinto. ¿Quién era él? Todo lo que ella podía deducir era que se trataba de un noble menor, un “Señor”. Él había admitido al menos eso. Se trataba de un señor atractivo, pensó Amelia. Ciertamente más viejo que ella. Probablemente cuarenta y muchos, y a su edad, muy posiblemente casado.
Se quitó los zapatos de una patada, recogió los pies en el almohadón y se abrazó las rodillas. Descansando la barbilla sobre ellas, suspiró. Era casi preferible no participar en las festividades. Para empezar, ella y la tía Katherine ni siquiera estaban realmente invitadas, ¿o sí? Y no le haría ningún bien soñar con conocer a un marido en potencia, a su edad. Antes tenía una deuda que saldar. Nadie querría cargar con ella. Además, ningún caballero deseaba a la hija empobrecida de un hijo menor. Su madre, aunque una dama a ojos de Amelia, solo era la hija de un párroco de pueblo de una pequeña parroquia de Surrey. Su padre la había conocido al pasar por allí en su camino de vuelta a Londres. Se conocieron, se enamoraron al instante, y se casaron, permaneciendo después en la zona.
Si hubiese sido dada a las lágrimas por su situación, hace tiempo que habría llorado, al darse cuenta de que su aspecto sencillo y su falta de dote nunca atraerían a un hombre. El matrimonio no era el comienzo y el final de la vida de todas las mujeres. Ella había escogido utilizar su inteligencia y sus habilidades para ayudar a su padre en su negocio y contribuir al pago de los gastos de la universidad de Harry. Excepto que ella no tenía ni idea de que su padre había pedido dinero prestado, poniendo su negocio como garantía, para pagar por la educación y gastos de Harry.
La desaparición de su hermano le había roto el corazón a Papá. Y casi se lo había roto a ella también. Amelia cerró los ojos y combatió las lágrimas que pugnaban por salir. Harry seguía vivo allí fuera, en alguna parte. Ella lo sabía, y antes de dejar la casa de su tía, debería asegurarse de que él tenía alguna manera de encontrarla.
Pero eso era vender la leche antes de ordeñar la vaca, ¿o no? Por más que hubiese deseado abandonar su puesto justo en aquel instante, debería conservarlo hasta que se le presentase una nueva oportunidad, y tendría que ser la acompañante no remunerada de aquella molesta mujer todo el tiempo que hiciera falta. Si había algo por lo que estar agradecida, era que al menos tenía un techo sobre su cabeza y alimento en el estómago, cuando tantos otros en su misma situación carecían de ello.
• • • •
La noche siguiente, mientras Cav se vestía para las festividades nocturnas, la imagen de la adorable joven que había conocido en el laberinto volvió a su mente. Todavía le molestaba que ella hubiese rehusado revelar su identidad, aunque supuso que no podía culparla por ello. Debería sentirse como un canalla por desear a una mujer tan joven, pero no lo hacía. De hecho, hacía años que no se sentía tan excitado.
Haciendo memoria, no podía afirmar que se hubiese sentido así de atraído por Clara. Quizá porque él sabía que ella era una querida antes de conocerse, y que siempre sería la amante de alguien. Esta Señorita le hacía desear ser veinte años más joven. Podía imaginarse pasando interesantes veladas con ella. Le había proporcionado la información suficiente como para poder averiguar su identidad con solo unas cuantas preguntas a su anfitriona, pero ahora esto parecía poco deportivo. Y aunque antes había pensado partir hacia Haldenwood lo antes posible, ahora quería quedarse.
Durante todo el día había estado atento por si la veía, pero no se había cruzado con ella en ningún momento. Probablemente esta fuese la razón de que su deseo por ella hubiese continuado creciendo. Simplemente necesitaba volver a verla para asegurarse de que ella no era la imagen de la perfección que él se había imaginado.
Su ayuda de cámara, Foster, volvió a arreglar el tejido de su corbata después de colocarle el alfiler de rubíes entre los pliegues. Cav se decidió. Necesitaba saber quién era ella, fuese o no deportivo. Y Foster era mucho mejor extrayendo ese tipo de información de las doncellas de lo que habría sido él con Lady Merivale.
—Foster, tengo un pequeño encargo para ti. Necesito el nombre de una joven Señorita que está ocupando una habitación en el cuarto piso —dijo Cav.
—Hasta donde yo sé, arriba no hay damas, Su Excelencia. Sólo algunas doncellas personales y acompañantes. —El hombre ayudó a Cav con su chaquetilla ajustada. Por espacio de casi veinte años, Foster había impresionado a Cav con su habilidad para extraer diestramente la información que él le pedía. Si Foster no hubiese nacido lacayo, podría haber trabajado fácilmente para los periodicuchos de cotilleo, o incluso como espía.
—La joven dama en la que estoy interesado dice ser la acompañante de su tía, pero no sé el nombre de ninguna de las dos.
—Ah. —Los dedos cada vez más rígidos del hombre hicieron que tardase algo más de tiempo en perfeccionar el nudo de lo habitual—. Y cuando la encuentre, ¿debo traerla a su presencia, Excelencia?
—No, solo quiero conocer su nombre y el nombre de su tía.
—Sí, Excelencia —contestó Foster—. Acudiré al ama de llaves para obtener esta información, y seré discreto.
—Sí, por favor. —Cav salió de la habitación en dirección al salón, en donde se reunirían los invitados para tomar un aperitivo antes de la cena.
Su ayuda de cámara de pelo plateado era el único hombre a quien Cav podía encomendar una misión de esta naturaleza. Debía conocer cuál era la situación de la joven. Ello determinaría lo que él podía ofrecerle. Sonrió al recordar su muy atrayente aspecto y su fluida conversación. Había también una mente rápida oculta detrás de su temor a ser descubierta.
En principio, él no había estado en el mercado de buscar otra esposa. Tenía un heredero que estaba casi en edad de casarse él mismo, si conseguía mantenerle en el campo el tiempo suficiente, y una hija que era la viva imagen de su madre, su difunta esposa Elizabeth. Una hija que necesitaba los consejos de una madre.
Si Cav se volvía a casar, imaginaba que una nueva esposa querría asegurar su posición con un niño o dos. Y aunque esto no era necesariamente algo desagradable que imaginar crear con esta Señorita, Cav no se engañaba ni un momento pensando que todavía seguiría por allí para ver a sus hijos de un posible segundo matrimonio asentarse en la edad adulta. Esto hacía del matrimonio un asunto de muy seria consideración.
—¡Excelencia!
Cav le echó un vistazo a la mujer que le había llamado desde unos metros de distancia, cerca de la entrada del salón. Lady Katherine... ¿Rawlins? ¿Rawdon? Rawdon. Eso, Rawdon. Una viuda recientemente salida del luto con cierta tendencia a perder en la mesa de cartas. Una mujer no completamente carente de atractivo, algo más atrevida de lo que a él le gustaba.
Ella levantó la mano y le atrajo hacia donde ella estaba de pie en un grupo de tres mujeres, todas de mediana edad, cada una más audaz y chismosa que la anterior. Él fijó una sonrisa, determinado a descubrir la identidad de la mujer que no abandonaba sus pensamientos. Era bastante posible que fuese sobrina de una de estas tres mujeres. Él no conocía a ninguna de ellas lo suficientemente bien como para saber con quién estaban emparentadas.
Lo único que sabía de este grupo es que todas jugaban al mismo juego de cartas que su anfitriona, con idéntico buen ojo y habilidades, o de lo contrario ninguna de ellas estaría aquí. Él había presenciado sus contiendas en virtualmente todas las reuniones a las que había asistido durante los últimos años, e incluso había jugado con Lady Merivale varias veces en algunas de las más íntimas, como en esta ocasión.
—En estos momentos hablábamos de los entretenimientos de mañana, Excelencia —dijo Lady Katherine cuando él se acercó.
Otra mujer, la Señora Upton, cuyo marido era un propietario minero, se metió en la conversación.
—Creo que el tiempo será lo bastante agradable como para un viaje de compras a Swindon. Tomaremos varios carruajes abiertos para el trayecto hasta el pueblo.
La tercera mujer, una matrona chismosa tocada con un turbante que se llamaba Lady Atherton, añadió:
—Teníamos la esperanza de que decidiese montar con nosotras y ser nuestro cuarto pasajero en el carruaje. Nos podría mantener entretenidas con anécdotas del Parlamento.
—Oh, sí. —Lady Rawdon se inclinó más hacia él—. El Cielo es testigo de que Lord Rawdon nunca compartió ningún detalle jugoso conmigo en toda su vida.”
La verdad era que Cav no quería ir a la ciudad de viaje de compras. No era un joven apasionado intentando conquistar los favores de una mujer, ni disfrutaba especialmente comprando. Su personal compraba por él. Conocían sus gustos, y su sastre y su zapatero conocían sus tallas. No había necesidad de divertir a unas mujeres en una excursión al pueblo...
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