Laberinto de Jardín

Marcus Renfield Halden, II, octavo Duque de Caversham, sólo buscaba un respiro del mundo enloquecido que había fuera de ese laberinto del jardín. Un mundo en el que un loco con una pistola podía entrar en el vestíbulo principal de la Cámara de los Comunes y matar a un buen hombre.

Sentado en el banco de piedra tallada, volvió a preguntarse si podría haberse hecho cualquier cosa de forma diferente, alguna medida de seguridad adicional que pudiera haber salvado la vida de su oponente político y muy querido amigo, Spencer Perceval. Aunque en ocasiones habían sido rivales, Cav respetaba al hombre por sus creencias, la mayoría de las cuales no estaban muy alejadas de las suyas. Durante muchas noches habían debatido sobre temas que les apasionaban, Perceval siempre el más elocuente de los dos. Cav tenía cierta reputación entre sus pares como hombre que conseguía lo que quería, pero Perce habría sido capaz de dejar al diablo sin sus cuernos a base de palabras.

Después de ver a su amigo enterrado en su lugar final de descanso, todo lo que podía hacer ahora era asegurarse de que a su esposa e hijos no les faltara de nada. Y eso era exactamente lo que él y Merivale iban a hacer, a pesar de que ahora que conocía los planes de Lady Merivale, debería sugerir a Merivale que ambos se retirasen a Haldenwood durante algunas semanas, por ser un lugar tranquilo. La esposa de Merivale, al parecer, había invitado a una partida reducida de invitados para una fiesta de verano doméstica improvisada. Cav todavía no estaba de humor para socializar. Si no hubiese parecido el colmo de la mala educación, habría partido inmediatamente después de enterarse de los planes de Lady Merivale.

En aquel preciso momento, odiaba ser un caballero. Deseaba haber tenido el valor de abandonar este lugar, porque sabía que la esposa de Merivale había planeado su fiesta en el mismo momento en que supo que él iba a venir a Somerhill a visitar a su marido para descansar. Episodios como aquél eran los que le hacían desear poder retirarse de la vida pública. Si la muerte de Perce le había enseñado algo, era que nunca sabías cuándo te iba a tocar a ti.

Y todavía quedaba tratar el otro asunto.

Clara. Aunque la había despedido efectivamente aquella noche de hacía tres semanas, cuando llegó a la casa que había alquilado para ella, sólo para encontrarla en los brazos de un joven amante, todavía tenía que dejar clara la ruptura. Su traición había supuesto un duro golpe para su ego y para su masculinidad. Si hubiese sido él mismo, normalmente intuitivo, se habría dado cuenta de que algo no marchaba bien. Según fueron las cosas, no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba tomándole por tonto. La única excusa que tenía era que seguía alterado por el asesinato de su amigo.

Cuando volviese a la ciudad, tendría que pedirle a su secretario que pagase las facturas de Clara y se deshiciese de la casa. Ya no la iba a necesitar. Si tomaba otra amante, lo cual era probable que hiciese algún día, le conseguiría una casa diferente.

Observó a un conejo saltar al camino delante de él y se dio cuenta de pronto de que ya no estaba solo. El animal arrugó el hocico alzándose sobre sus patas traseras, inmóvil durante un momento mientras miraba a Cav fijamente, y a continuación, decidiendo que no era una amenaza, volvió a mordisquear el cuidado césped del sendero. Cav no sabía cuánto tiempo llevaba sentado en el banco que había al salir del pabellón que ocupaba el centro del intricado laberinto, disfrutando del sol estival, pero mucho después de que el conejo se hubiese ido en busca de tallos más apetitosos, escuchó el crujido de la gravilla bajo unos zapatitos. Singular, delicado y demasiado ligero para ser de un hombre, se trataba de un paso decidido, con un ritmo definido de staccato en las pisadas.

Entonces escuchó a alguien, una dama, hablando en voz baja, como para sí misma.

—¿Por qué me pasan estas cosas, Dios mío? ¿Qué he hecho para merecer esto? —Al irse acercando al centro del laberinto, Cav sabía que sería descubierto, así que se levantó, preparado para dar la bienvenida a la dama cuando ésta girase la esquina.

Ella continuó hablando, todavía fuera de su vista. Aparentemente, tenía mucho que decir.

—Si cualquiera en la alta sociedad descubre lo que ha hecho, nunca volveré a encontrar un empleo respetable.

No era una dama, sino una criada. Una criada con la dicción de una dama. Definitivamente una criada de alto rango. Y, no estaba seguro si era por la noche de verano, o por el hecho de que su miembro viril le estaba recordando que ya hacía un tiempo desde la última vez que estuvo con una mujer, pero encontró su voz seductora y casi... melódica. Podría escucharla hablar toda la noche.

—Debería haberlo tenido en consideración antes de aceptar su oferta, sin importar que sea la única pariente que tengo ahora. Y aunque eso sea agua pasada, lo que tengo que hacer ahora es marcharme. Alejarme de ella tan rápido como pueda porque... —Finalmente giró la esquina y salió al claro, y él pudo ver por primera vez el cuerpo voluptuoso de que provenía aquella voz sensual. Llevaba ropa de luto, que estaban lejos de estropear su aspecto. Más bien lo contrario, tenía unos increíbles ojos gris verdoso bajo cejas arqueadas del color de las hojas otoñales. Su pelo castaño claro estaba sujeto en un gran moño no muy apretado en lo alto de su cabeza, y por los pocos mechones que escapaban de él, Cav supo que además lo tenía rizado. Tuvo una breve visión de rizos largos hasta la cintura esparcidos por sus almohadones y luchó contra las sensaciones que empezaban a revolverse en sus calzones.

Era simplemente arrebatadora. Ambos se observaron durante lo que parecieron minutos, aunque estaba seguro de que solo fueron unos cuantos segundos.

—Bueno, espero que tengáis un caballo lo bastante rápido —dijo Cav, manteniendo un divertido tono de complicidad mientras ella entraba en el claro—, porque he descubierto que los problemas tienden a pisarnos los talones a los más decididos de nosotros. —Y qué bien lo sabía él.

Ella parecía sorprendida de haber sido atrapada hablando consigo misma.

—No os preocupéis —Sonrió, con la esperanza de transmitirle tranquilidad—. Vuestro secreto está a salvo conmigo.

Ella seguía pareciendo estupefacta. O le había reconocido, o tenía miedo de haber revelado secretos de estado.

—En realidad, no sé de quién estabais hablando, sólo que estáis planeando huir tan pronto como dispongáis de otro puesto. —Se preguntó por quién guardaba luto. ¿Un marido, quizá? Parecía muy probable. Era lo suficientemente bonita, seguramente alguien había conquistado su corazón. ¿Y ahora? Ahora que él ya no estaba, ella era lo bastante afortunada como para que una pariente la acogiese.

Era una mujer completamente desarrollada, con un amplio escote y curvas suavemente redondeadas ocultas bajo el escote imperio de sus ropajes de luto. Tenía un aspecto remilgado y sus ropas parecían anticuadas. Desde luego, nada que su antigua amante se hubiese puesto si hubiera tenido que guardar luto por alguien. Pero, por otra parte, esta dama no era la amante de ningún hombre. Eso al menos resultaba obvio. No tenía aspecto ni se comportaba como una mujer con un benefactor.

Pero podría serlo, con las ropas y la doncella adecuadas. Madame Celeste podría tomarle medidas y sería justo el adorno que necesitaba para sustituir a Clara. Con un labio inferior que parecía solo un poco más carnoso que el superior, su rostro en forma de corazón era fresco y estaba sonrosado por el paseo. Esta exuberante criatura, con el atuendo y las joyas adecuadas, sería asombrosa. Podía imaginarla en seda verde oscuro, para resaltar los tonos verdosos de sus ojos grises, y diamantes para complementar las astillas de hielo de su mirada.

¿No acababa de oír que quería un nuevo empleo? Aunque no podía consentir la infidelidad en una amante, Cav echaba de menos la cita semanal con la suya, la amante más enérgica que había conocido en sus cincuenta y dos años. Pero sus ansias de satisfacerle, ahora lo sabía, respondían a un deseo de librarse de él para poder jugar con sus otros amantes.

—Por favor, no os asustéis. Se me da bastante bien guardar secretos. —Esperaba sonar lo bastante tranquilizador como para tentarla a quedarse.

Ella escudriñó su expresión en busca de sinceridad y lo encontró lo bastante honesto, en apariencia, como para no tenerle miedo. Probablemente no muy sensato por su parte. Si tan solo pudiera saber lo que él estaba pensando.

—Estoy segura de que sois discreto —dijo ella—, hasta el momento en el que lo dejéis caer, accidentalmente, claro. Preferiría evitar los sucesos calamitosos que seguirían. Así que creo que por el momento me lo guardaré para mí misma. Gracias.

Sus ojos tenían una veta de astucia que llevaba tiempo sin ver en una mujer. Los rizos que se le habían escapado del moño alto ondeaban en la ligera brisa, y ella se los apartó de la cara mientras le miraba.

—No creo que hayamos sido presentados, ¿Lady...?” ¿Era una dama? Necesitaba saber si sus esperanzas eran en vano.

—Señorita. —Ella echó una mirada alrededor desde el centro del laberinto. ¿Estaba buscando a alguien?

—¿Señorita?

Ella le devolvió la mirada y pareció considerar sus palabras, si revelarle su nombre o si no hacerlo. Cav sabía que no llevaba nada puesto que traicionase su posición o su título, aunque sus ropas eran de calidad, por supuesto. Se preguntó si ella sería más comunicativa con su identidad de saber quién era él...

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Comments

Maria Méndez

Maria Méndez

me enganchó

2023-05-24

0

Maria Laura Perez

Maria Laura Perez

amo estás historias donde hay romance, erotismo pero sobre todo buen lenguaje. te sigo👍

2022-11-30

3

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