¿Qué pasa cuando el amor de tu vida está tan cerca que nunca lo viste venir? Lía siempre ha estado al lado de Nicolás. En los recreos, en las tareas, en los días buenos y los malos. Ella pensó que lo había superado. Que solo sería su mejor amigo. Hasta que en el último año, algo cambia. Y todo lo que callaron, todo lo que reprimieron, todo lo que creyeron imposible… empieza a desbordarse.
NovelToon tiene autorización de Yazz García para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
En secreto…pero obvio
...🏀...
Lía y yo no éramos novios.
Pero tampoco éramos solo amigos.
Éramos ese tipo de “no pareja” que se besa cuando nadie los ve, que se manda memes con indirectas, que se toca la mano por debajo del pupitre y se lanza miradas de me-acordé-de-lo-de-anoche cuando el profesor está de espaldas.
Era ridículo.
Era secreto.
Y era jodidamente perfecto.
Cada vez que pasaba a buscarla, ella se hacía la fría.
—Hola —decía, como si no me hubiera tenido su boca entre las piernas hace media hora en los vestidores.
Yo le respondía igual de sobreactuado.
—Ey, ¿todo tranqui?
Y Sofía al lado, mirándonos con la ceja arqueada.
Sabía. Lo sabía TODO.
Pero no decía nada. Supongo que le parecía divertido vernos hacer el tonto.
En público no nos tocábamos. Ni un roce. Ni un mísero abracito.
Pero apenas salíamos…
No nos queríamos despegar de los besos.
Así pasaron los días. Entre clases, entrenamientos, tareas y encuentros secretos.
Estábamos jugando un juego. Uno donde los dos sabíamos las reglas, pero nos encantaba romperlas.
Hasta que, una noche, cuando todo estaba tranquilo, ella vino a mi cuarto con su pijama de unicornios (sí, de unicornios, y aún así lograba hacerme pensar cosas no aptas para menores), se sentó en mi cama, cruzó las piernas y me soltó:
—Tengo una idea.
—¿Una idea para qué?
—Para arreglar lo de la primera vez.
Yo parpadeé.
—¿Qué…?
—La otra noche me quedé pensando. Eso de no acordarme… igual me da bronca.
—Sí… pero ya fue, ¿no?
—No. Porque quiero que pase otra vez. Pero bien. Sin brownies, sin lagunas mentales, sin culpas al otro día.
Tragué saliva. No estaba seguro de si me estaba provocando un infarto… o un cortocircuito cerebral.
—¿Estás segura?
Ella se acercó, apoyando la frente en la mía.
—Estoy segura de que quiero que sea contigo. Esta vez, para recordar. Para siempre.
Y ahí me quedé. Congelado.
Porque la chica que me gustaba desde que teníamos once años… la misma que me había empujado en la pileta del colegio, que me hacía reír con tonterías, que me robaba papas fritas sin permiso… ahora estaba frente a mí, diciéndome que quería intentarlo.
Y yo… no podía dejar de mirarla.
Sonreí.
Lento.
Y le dije bajito, casi como una promesa:
—Entonces esta vez… va a ser perfecto.
Cuando Lía me dijo que quería repetir “esa noche”, pensé que me estaba jodiendo.
Pero no lo estaba.
Estaba temblando un poco.
Igual que yo.
—Si en algún momento quieres parar —le dije, mirándola serio—, lo hacemos. ¿Sí?
Asintió en silencio, bajando la mirada.
Pero no se alejó.
No retrocedió.
Al contrario, se acercó más. Se metió entre mis brazos, como si ya fuera su lugar. Como si siempre lo hubiera sido.
Nuestros besos, al principio, fueron lentos. Casi tímidos. Lo cual era algo estúpido porque hemos estado haciendo juego previo toda esta semana.
Nada que ver con los que nos dábamos en los pasillos vacíos o en la parte trasera del cine.
Esto… era distinto.
Tenía peso.
Tenía intención.
Le pasé las manos por la espalda, despacio. La sentí suspirar contra mi boca.
—Te gusta hacerme sufrir ¿no? —murmuré, medio en broma.
—Un poco.
Nos fuimos sacando la ropa sin apuro.
Nada de urgencia. Nada de caos.
Todo tenía su tiempo.
Cuando se quedó en ropa interior, se cubrió con los brazos.
Me detuve.
—¿Estás bien?
—Sí —dijo con voz bajita—. Es que nunca… me mostré así frente a alguien.
Me acerqué. Le besé los hombros. La frente. Las mejillas.
—Eres hermosa. Con ropa, sin ropa, con cara de enojada o de dormida. Siempre.
Ella sonrió. Se le aflojaron los hombros.
Me dejó seguir.
Cuando por fin nos tendimos en la cama, le acaricié la mejilla y me incliné para abrir el cajón de la mesa de noche y saqué un preservativo.
Nos acomodamos.
Nuestros cuerpos se reconocieron.
Encajaron.
Se movieron al mismo ritmo.
Lía me agarró de la nuca.
Yo de la cintura.
Y entre suspiros y besos, entre palabras torpes y caricias suaves, pasó. Pasó de verdad.
Fue lento, fue cálido. Fue real.
Nadie más importaba.
Cuando todo terminó, nos quedamos en silencio.
Ella con la cabeza apoyada en mi pecho.
Yo acariciándole el cabello, todavía tratando de entender cómo carajos había tenido tanta suerte.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—Estoy mejor que bien.
— Te quiero, tontita.
Lía levantó la cabeza y me sonrió.
—Diría que también, pero realmente me caes mal—dijo bromeando.
Me reí, cerrando los ojos.
—¿Ah sí? Entonces no te volveré a consentir.—Ella también se rió y luego negó con la cabeza.
—Yo también te quiero, idiota.
Y me besó.
Suave. Lento.
Como si todavía quedara algo más por decir.
Aunque ya lo habíamos dicho todo.
...🏀...
El sol entraba en mi habitación como si estuviera tratando de interrogarme. Y yo no podía borrar la estúpida sonrisa de la cara.
Lía estaba acostada boca abajo, con la sabana hasta los hombros, dormida como un ángel que había sobrevivido al fin del mundo.
Y yo… bueno. Me sentía como si acabara de ganar la copa mundial del amor.
Claro que la tranquilidad no duró mucho.
—¡Nicolás! ¡Prepara tus cosas! —gritó mi mamá desde la cocina—. ¡Nos vamos a la playa!
Yo, completamente envuelto en una sábana, solo alcancé a girar la cabeza hacia Lía, que dormía boca abajo con el cabello revuelto y una pierna encima de la mía.
Mierda.
Salté de la cama como si me hubieran echado agua fría, buscando desesperado mi camiseta del día anterior.
—¡Nicolás! ¿Por qué tienes la habitación con cerrojo? ¿Qué te he dicho de encerrarte así?
La voz de mi mamá estaba ahora del otro lado de la puerta. Golpeó suavemente, pero ya con ese tono inquisitivo de “te tengo pillado”.
Lía, medio dormida, se incorporó como pudo.
—¡Mamá! —grité, intentando sonar casual mientras buscaba los pantalones con una mano—.¡Estoy vistiéndome!
—¿Vistiéndote? —repitió Claudia, y escuché cómo cruzaba los brazos mentalmente—. ¿Otra vez trajiste a una de tus amiguitas de clase? ¿No tienen casa? ¿No tienen padres que se preocupen si no llegan a dormir?
Lía abrió los ojos como platos. y con solo la mirada me hizo mil preguntas. Yo le hice una seña rápida para que se pusiera la pijama que estaba tirada cerca de la colchoneta que siempre poníamos para que el otro durmiera pero está vez fue “para aparentar”.
—¡Madree, por favor! —refunfuñé como un adolescente en plena pubertad—. No es lo que piensas.
—Entonces ábreme, Nicolás.
Respiré profundo. La voz de Claudia ya no era una que aceptara excusas. Caminé hasta la puerta, pasé seguro y abrí.
Ahí estaba ella, con las manos en la cintura, el cabello recogido en una coleta tensa y esa mirada de “te tengo de hijo desde que naciste y puedo oler tus mentiras desde el umbral”.
Detrás de mí, Lía ya estaba perfectamente sentada en la cama, con su pijama puesta, una cobija hasta las piernas y una cara de “yo soy inocencia hecha persona”.
—¿Me pueden decir por qué carajos estaban encerrados?
Tragué saliva. Lía me lanzó una mirada rápida, y supe que era ahora o nunca.
—Porque… —dije, tragando saliva— mamá, a veces necesito privacidad. ¿Eso no te lo enseñaron en el manual de madre?
—¿Privacidad con Lía? —preguntó, sin ceder un centímetro en su ceño fruncido.
—Lía durmió aquí anoche, por si no recuerdas, llegó ayer en la tarde, tu misma la viste entrar —dije con la mejor cara de indignación que pude montar—. Puse el cerrojo porque ayer estábamos estudiando y no queríamos distracciones.
—¿Y entonces por qué está ella en la cama y no tú?
—Porque yo soy un caballero. Y tengo modales, ¿recuerdas, madre? Me educaste bien.
Mi madre me observó largo. Luego giró la mirada hacia Lía, que le sonrió como si fuera una niña buena de propaganda de cereal.
Un silencio pesado llenó la habitación.
—Bueno… —dijo finalmente Claudia, bajando los brazos—. Bajen en quince. Tenemos que estar en carretera antes del medio día.
—Sí, señora —dijimos al unísono, casi como si estuviéramos ensayados.
Ella se quedó un segundo más, observándonos como si sospechara algo… pero luego se fue.
La puerta se cerró. Ambos exhalamos al mismo tiempo.
—Eso estuvo… —dijo Lía, pasándose la mano por el rostro.
—Demasiado cerca.
Nos miramos.
Y comenzamos a reír.