Algunas pasiones no nacen para ser compartidas… nacen para poseerlo todo.
Alice siempre fue diferente. Bajo su apariencia dulce y su mirada de miel brillante, esconde un alma indomable, rebelde y peligrosa, capaz de amar hasta los extremos más oscuros. Desde el instante en que lo vio —al heredero más temido de una de las mafias más poderosas—, su mundo dejó de girar de manera normal. No era una elección... era una obsesión silenciosa, un lazo invisible que ella no estaba dispuesta a soltar.
Entre secretos, traiciones y sentimientos que rozan la locura, Alice demostrará que algunas sombras no buscan protección… buscan controlarlo todo.
En una historia donde la pasión y la obsesión se entrelazan con el peligro, el amor no es un refugio: es un campo de batalla.
¿Hasta dónde llegarías por convertirte en la dueña de su sombra?
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Capítulo 8: Cuando el cielo se volvió casa
Ese día todo parecía seguir igual.
El desayuno sabía a pan tostado con mantequilla y risas. Mis hermanos hablaban entre ellos, Valentín se quejaba porque no quería comer la fruta, Benjamín le hacía bromas, y Axel imitaba mi vocecita mientras decía: “¡Más jugo, por favor!”
Yo tenía mi vaso favorito, uno rosado con un unicornio que mamá me compró. Lo sostenía con las dos manos mientras miraba a todos. Me gustaba verlos juntos. Me hacía sentir segura. Grande. Como si el mundo fuera un sitio suave donde nadie podía hacernos daño.
Pero entonces, la puerta sonó.
Un golpe seco. Fuerte.
Todos se quedaron quietos por un segundo. Solo se escuchaban los cubiertos chocando y el zumbido de una mosca que volaba cerca de la ventana.
“¿Quién será?” preguntó Alan, frunciendo el ceño.
Alex se levantó de la mesa, serio. Me cargó sin decir nada. Yo apoyé mi cabeza en su hombro. Me gustaba estar ahí, me sentía alta, como si pudiera ver cosas que otros no podían.
Fue hasta la puerta, la abrió con cuidado y al otro lado apareció un hombre. Llevaba uniforme azul oscuro, un gorro extraño y cara de estar cansado.
“Buenos días. ¿Son los hijos mayores de Beatriz y Víctor Herrera?” preguntó.
Alex no respondió de inmediato. Apretó un poco más el brazo con el que me sostenía.
“¿Por qué lo pregunta?” dijo serio.
“Por favor, ¿podría dejarme pasar? Es importante.”
“No. Dígame qué pasa aquí mismo.”
El policía dudó. Luego bajó un poco el tono.
“Es mejor si hablo con todos. Es algo delicado.”
Alex miró al interior de la casa. Luego a mí. Su respiración era más pesada que antes. Finalmente, abrió la puerta del todo y lo dejó entrar.
“Pase.”
Todos en la cocina se callaron cuando vieron al policía. Valentín dejó su cuchara, Benjamín se levantó de la silla, Alan y Axel se miraron sin hablar.
“Buenos días, chicos,” dijo el oficial mientras se quitaba el gorro. “¿Podrían sentarse? Necesito contarles algo.”
Nos sentamos todos, incluso yo, en las piernas de Alex. Mi unicornio quedó mirando la mesa con tristeza.
El policía tomó aire. Yo lo vi cerrar los ojos por un segundo, como si le doliera decir lo que estaba a punto de decir.
“El vuelo 7593 en el que iban sus padres sufrió un accidente esta madrugada. Se perdió comunicación con la torre de control… y no hubo sobrevivientes.”
Por un momento, nadie dijo nada.
Sentí que el aire se volvió piedra. Que la sala se volvió una caja cerrada. Que el mundo... se apagó.
Axel fue el primero en hablar.
“No, eso es imposible. Tiene que haber un error.”
“Lamentablemente, no lo hay. Las autoridades ya confirmaron la lista de pasajeros. Sus padres estaban allí.”
Benjamín se puso de pie. Sus ojos se pusieron rojos al instante.
“¡No puede ser! Ellos… ellos dijeron que solo serían unos días. ¡No puede ser!”
Valentín comenzó a llorar. Se tapó la cara con las manos. Alan abrazó a Axel y yo… yo solo miraba a todos, confundida.
No entendía.
¿Por qué todos estaban tristes? ¿Por qué ese hombre decía esas cosas feas?
Me aferré más fuerte a Alex. Él no lloraba. Solo tenía la cara completamente seria. Como si no pudiera moverse.
Después de un rato, cuando el policía se fue, todos se quedaron sentados, sin hablar. Yo alcé la cabeza y miré a Alex.
“¿Qué es morir?”
Él me miró también. Sus ojos estaban mojados, aunque no caía ninguna lágrima.
“Morir… es irse a un lugar donde ya no se puede volver.”
“¿Entonces mamá y papá no van a volver nunca más?”
Me dolió el pecho decir eso.
Él tragó saliva. Me acarició el cabello con mucha suavidad.
“No, pequeña. Mamá y papá… se fueron al cielo. A un lugar muy bonito. Allá ya no hay dolor ni tristeza. Desde allá nos van a cuidar todos los días. Van a mirarnos y protegernos, aunque no podamos verlos.”
Mis labios temblaron.
“¿Pero por qué no me dijeron adiós?”
Él apretó los ojos con fuerza. Y entonces sí, una lágrima le cayó.
“Porque a veces las despedidas no avisan. Pero eso no significa que no nos amaran. Nos amaron… mucho.”
Lo abracé. Sentí que su pecho vibraba, como si su corazón hablara desde adentro. Mis hermanos se acercaron. Uno a uno. Formamos un abrazo largo, lleno de brazos y lágrimas, de silencio y miedo.
El cielo no dijo nada. Solo brillaba, demasiado azul.
Y esa fue la primera vez que entendí que el amor a veces se queda… aunque las personas se vayan.