Los Que Imitan

Hoy Emily habló.

No muchas palabras. No una historia larga. Solo retazos. Fragmentos sueltos de un pasado que aún sangra. Pero fueron suficientes para entender el peso que carga, ese que se intuye en su mirada cada vez que el mundo guarda silencio.

Su hermano se llamaba Ethan.

Lo dijo con una voz tan baja que por un momento creí que se lo decía a sí misma, como si temiera que pronunciarlo en voz alta lo hiciera desaparecer del todo. Ethan. Un nombre sencillo. Pero en sus labios se volvió un eco cargado de dolor.

Murió durante el ataque al campo de refugiados.

Tenía diecisiete años.

Demasiado joven para morir. Demasiado joven para llevar sobre los hombros la responsabilidad de proteger a otros en un mundo que ya no ofrece salvación.

Me lo contó mientras estábamos sentados junto a una fogata improvisada, en el baño de una casa abandonada. Las paredes estaban agrietadas, los azulejos cubiertos de moho, y el aire olía a encierro y humedad. Pero era seguro. Las ventanas tapiadas nos protegían de miradas indeseadas. El fuego, aunque pequeño, apenas lo suficiente para calentar el aire viciado, lanzaba sombras titilantes sobre las paredes rotas. Un rincón del mundo al que el caos aún no había devorado por completo.

Emily miraba las llamas sin parpadear.

Como si temiera que al apartar la vista, los recuerdos también desaparecieran.

Como si el fuego fuera el único lugar donde Ethan aún existía.

"Ethan soñaba con construir cosas", dijo.

"Creía que podíamos arreglar el mundo. Que lo haríamos mejor esta vez."

Me quedé en silencio.

No sabía qué decir.

¿Qué palabras pueden consolar cuando ya no queda nada que ofrecer? Cuando el dolor es un pozo sin fondo y la esperanza un susurro ahogado por el rugido del desastre.

Su hermano murió protegiendo a un grupo de niños.

Se interpuso entre ellos y una de esas criaturas que ya no son del todo humanas.

Emily lo vio caer.

Lo vio luchar hasta el final.

No me dijo si gritó su nombre. No me dijo si alcanzó a despedirse. Solo que lo vio. Y lo que vio fue suficiente para marcarla.

Habló también de sus padres.

De cómo estaban en Seattle cuando todo comenzó.

De cómo las comunicaciones murieron de un día para otro, dejando solo vacío.

Nada.

Ninguna señal. Ningún mensaje.

Solo el silencio, ese silencio que grita más fuerte que cualquier otra cosa.

A veces, confesó, imagina que están vivos.

Que encontraron refugio en algún lugar.

Que la buscan.

Que preguntan por ella, que siguen su rastro como puede hacerlo un padre, como puede hacerlo una madre.

Que no han perdido la esperanza de reencontrarse.

Cuando terminó de hablar, hubo un largo silencio.

Uno espeso, que se arrastró entre nosotros como una sombra.

Un silencio que pesaba más que cualquier palabra.

No la interrumpí. No le dije que todo estaría bien, porque eso sería una mentira. Y aquí, en medio de tanta oscuridad, lo último que nos queda es la verdad, por dura que sea.

Le pregunté:

"¿Por qué sigues?"

Me miró por primera vez directamente, sin miedo, sin desconfianza.

Sus ojos, brillando a la luz temblorosa de la fogata, estaban llenos de lágrimas contenidas, pero también de algo más duro. Algo inquebrantable. Algo que no se había roto, a pesar de todo.

"Porque rendirse sería dejar que ellos ganaran", dijo.

"Y porque le prometí a Ethan que viviría lo suficiente para ver un mundo mejor."

Después de eso, ya no hablamos más.

El fuego fue menguando poco a poco, hasta quedar en brasas. Emily se quedó dormida sobre su mochila, abrazándola como si aún pudiera protegerla. Como si en medio del colapso, esa tela raída fuera su último escudo.

Esta noche, mientras ella duerme, escribí su nombre junto al de Madison en la primera página del diario.

Dos nombres.

Dos promesas.

Mañana, seguiré escribiendo.

Por ellos.

Por mí.