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El Hijo Del Narco

El Hijo Del Narco

Status: Terminada
Genre:Maltrato Emocional / Elección equivocada / Traiciones y engaños / Completas
Popularitas:4.7k
Nilai: 5
nombre de autor: Joél Caceres

Adrían lo tenía todo lo que un muchacho de 19 años pudiera tener, belleza, protección y un futuro prometedor. Pero, sus hermanos lo traicionaron revelando que es gay a sus padres, sin contemplación lo expulsaron de la casa. No esperaban,sin embargo, que todo rastro de él desaparecería, como si nunca hubiera existido, sintiendo la culpa aplastarlos.

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No tires piedras

Las ondas que Ana, la hija pequeña de Daniel, había lanzado al agua se expandían en círculos lentos sobre la superficie de la laguna, perturbando el reflejo del cielo grisáceo. La brisa acariciaba la hierba húmeda del patio de Florencia, y el aire olía a tierra mojada. Desde allí, Daniel observaba con paciencia el flotador de su caña, inmóvil sobre el agua.

— Ana, no tires piedras en la laguna —dijo con calma, sin levantar la vista.

La niña, con los pies descalzos y el vestido manchado de barro, repitió como un eco:

— No tires piedras en la laguna… no tires piedras en la laguna… no tires piedras a la laguna…

Daniel giró el rostro hacia Adrián, su compañero de silencios y pescas fallidas, y murmuró:

— Lo siento. Este ruido espantará a los peces.

— Es una niña —respondió Adrián, con una sonrisa leve—. Déjala divertirse. Además, no soy muy hábil en esto. Mejor que corra, sin preocupaciones.

— ¿Estamos hablando de mi hija todavía? —preguntó Daniel con un toque de sarcasmo, mientras revisaba el anzuelo, como si esperara un milagro entre el silencio y el agua inmóvil.

Adrián bajó la mirada. Un momento después, como si las palabras hubieran estado esperando años para salir, dijo:

— Antes me preocupaba mucho. Me esforzaba tanto… Las matemáticas me costaban un infierno. Pasaba noches en vela, estudiando hasta que me dolía la cabeza. Llegué a tener úlceras por el estrés. Y al final… todo fue en vano.

Daniel lo miró. En los ojos de Adrián no había rabia, sino una tristeza antigua, cierta melancolía. Una lágrima brilló en el filo de sus pestañas, pero no cayó. Daniel entendió. Mejor no preguntar. Algunos dolores no necesitan explicación. El tiempo, cuando llegue, traerá sus respuestas.

— Es raro que aún haga calor —comentó Daniel—. Supuestamente estamos en invierno.

— Justo eso —asintió Adrián—. Hablé con la abuela. Me dijo que aprovechemos ahora para ahorrar. Cuando baje la temperatura, no habrá huevos ni leche.

— No te preocupes. Ella es previsora. Vende maíz y porotos que guarda desde el verano. ¿Seguirás por acá, no?

— No tengo dónde ir —respondió Adrián, con una voz tan baja que casi se perdió en el ruido producido por los furiosos tero tero.

Daniel lo miró un instante y le dio unas palmadas en el hombro.

— Lo lamento —dijo—. ¿Tienes algo pensado para el futuro?

— Sobrevivir. Este lugar me ha ayudado a no pensar. El trabajo en la granja es duro, pero es lo que necesito.

— ¿Y tú, Daniel?

— Criar a Ana lo mejor que pueda. A veces… me siento abrumado. Como si no fuera el padre que ella merece.

— Por eso mismo eres un buen padre —replicó Adrián—. Los malos nunca se ven así.

En ese momento, Ana irrumpió entre ellos, con las manos llenas de palitos de madera mojada.

— Dale los palitos a papá —dijo, extendiendo sus pequeños dedos.

— Gracias, Ana —respondió Daniel, tomando los palitos con una sonrisa. Le dio un beso en la frente, y la niña salió corriendo, riendo entre los arbustos, dejando huellas en el barro.

Un silencio cómodo volvió a instalarse. Hasta que Daniel, señalando el rostro de Adrián, dijo:

— Oye… tienes un hoyuelo. Nunca lo había notado. Te hace ver… tierno.

Adrián se sonrojó, bajando la mirada. Afortunadamente, Daniel ya volvía a concentrarse en su caña, ajeno al rubor que teñía las mejillas del otro.

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A kilómetros de distancia, en la mansión de su padre…

Las sombras del atardecer se alargaban sobre los jardines bien podados, mientras dentro de la casa, la búsqueda continuaba. El padre, desde su despacho, ordenaba llamadas y revisaba cámaras. El hijo menor, Lucas, recorría los pasillos con su madre, buscando pistas, rumores, cualquier cosa.

Una recompensa generosa había sido prometida. Cualquier aviso de rutina, cualquier revisión policial, cualquier transacción inusual… todo había sido rastreado. Pero no había rastro. Nada.

Lucas había preguntado a parientes, amigos, antiguos compañeros. Había escuchado conversaciones entre empleados, registrado correos, seguido rastros digitales. Nada. Ni una señal.

— Mamá —dijo, entrando en la sala con voz apagada—. Lamento decirte que no hay rastros de Adrián.

Ella mordisqueaba el dorso de sus dedos, nerviosa. Sus ojos, perdidos en el horizonte del jardín, no veían más allá del miedo.

— ¿Qué significa eso?

— Si estuviera en manos de nuestros enemigos… ya lo sabríamos. Serían crueles. Escandalosos. Nada sutiles.

— ¿Estará… muerto? —susurró, con la voz quebrada.

— Si lo estuviera, encontraríamos el cuerpo —respondió Lucas—. Tal vez… simplemente nos está castigando. No lo sé. Es muy extraño todo.

Bajó la cabeza. En ese momento, la puerta se abrió con fuerza.

El hermano mayor entró con paso firme, el rostro endurecido, los ojos brillando con desafío.

— ¿De qué hablan ustedes?

— De nada que te incumba —replicó Lucas, con voz tensa. La madre no dijo nada. Solo se levantó y caminó hacia la habitación de Adrián.

Una vez dentro, cerró la puerta con llave. Nadie podía entrar. Ni siquiera los empleados. Quería que todo permaneciera intacto: la cama sin hacer, los libros sobre el escritorio, el olor a productos para la piel y a colonia cara que aún flotaba en el aire. Allí, en silencio, lloraba. Allí, se permitía recordar.

— ¡Escúchame, Lucas! —gritó el hermano mayor, irrumpiendo en el pasillo—. Todos estuvimos en esto. Pero todos me miran como si fuera el único puto culpable.

Señaló con el dedo, el rostro encendido.

— Hermano —dijo Lucas, acercándose hasta quedar frente a frente—, asume lo que hiciste. Podría estar muerto. No hay noticias. Todo esto sería tu culpa. ¿No te parece raro que no sepamos nada? ¿Es eso lo que querías?

— ¡Claro que no, imbécil! —gritó el mayor—. Solo quería el lugar que me corresponde. Pensé que papá lo regañaría, que se iría un tiempo con algún familiar… y luego volvería. No pensé que se iba a cagar de miedo y desaparecer como una rata.

— Lo que digas —dijo Lucas, sin retroceder—. Pero aparta el dedo, o sabrás de lo que soy capaz.

— Ya verás de lo que soy capaz yo —respondió el hermano, con ira—. No me retes, pendejo.

— No tengo miedo —dijo Lucas—. Hazte cargo de lo que hiciste.

Y sin más, dio media vuelta y salió al jardín, dejando atrás el eco de su propia furia.

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En otra ala de la mansión, Don Justiniano jugaba cartas con Ramón, su viejo amigo y socio de negocios.

Ramón era un hombre moreno, de facciones marcadas: nariz aguileña, ojos marrones profundos, cejas espesas. Tenía lunares dispersos por el rostro y el cuello. Vestía un traje azul marino, arrugado, y una camisa blanca mal abrochada, de cuyos botones asomaban vellos oscuros del pecho. Sus manos, llenas de anillos, barajaban con precisión.

Arrojó las cartas sobre la mesa.

— Perdí —dijo, silbando. Un mozo apareció como un fantasma, le entregó una copa de cerveza hasta el borde de hielo, y desapareció.

— Escucha, Justiniano —empezó Ramón—. Esto no es asunto mío, pero debes encontrar a tu hijo. En nuestro mundo, la lealtad lo es todo. Si un vendedor cambia de bando… pierde un dedo, una golpiza, o la vida, si la ofensa es grave.

— ¿Y tu punto es?

— Si saben que tu hijo desapareció… pensarán que ni siquiera es leal con su propia familia. Tú debes dar el ejemplo. Si no actúas, perderás el respeto. ¿Crees que es el único  tragasable entre nosotros?  Quieres que tu nombre no valga una mierda ahora.

Justiniano se levantó de un salto, agarró a Ramón del cuello de la camisa.

— ¡No hables así de mi hijo, hijo de puta!

Ramón no se inmutó. Con calma, apartó la mano y se acomodó la ropa.

— Tranquilo, hombre —dijo, con las manos en alto—. Me conviene que te vaya bien. Si no, tendremos problemas. Como te dije tu hijo… no es el único en esta red.

— ¿De qué hablas?

— Los Ramírez. Sus dos hijos. Maricas, ambos. Pero los emparejaron con mujeres. Con dinero, convencieron a las chicas de fingir. Nadie lo sabe. Nadie pregunta.

Justiniano se dejó caer en el sillón, como si el aire se le hubiera escapado del pecho.

— He sido un imbécil —murmuró—. Me dejé llevar por el momento… y ahora no sé dónde está.

— Entonces —dijo Ramón—, inventa algo. Diles que se fue de vacaciones. O que tomó un año sabático. Pero que no se sepa la verdad. Advierte a tus empleados: si alguien habla… —hizo una señal con el dedo en el cuello—… silencio.

— He hecho de todo para encontrarlo —dijo Justiniano, con voz rota.

Ramón lo miró fijo.

— Entonces solo queda una posibilidad… —hizo una pausa—. Él no quiere ser encontrado.

Y eso… es un problema.

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Ferchx
Gracias por comentar, ayuda a que el algoritmo recomiende la historia :)
Ferchx
Las apariencias engañan /Casual/
Ferchx
Las apariencias engañan /Casual/
Luci🥰
ami me gusto mucho la historia gcs x compartirla 😍
Luci🥰
wooo jajaja y yo creía q Dani seria el de arriba🤭jeje pero bien q me encanta 😍🫦
Luci🥰
jajaj esq se lo quería devorar riko riko🤭😍sl q tu interrumpiste 🤦‍♀️
Luci🥰
ahhh me encanta😍❤️
Luci🥰
jejej esta bien flechadito x mi bb 🤭😍
Sofia Muriel villegas
/Cry/se me metió algo al ojo
Ana Castellon
me gusta mucho tu historia la amoooo
Ferchx: Gracias
total 1 replies
nahomi sofia rodriguez castañeda
ahora con la cabeza fria si pienza
nahomi sofia rodriguez castañeda
incomodo
Turul
se ve muy interesante
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