Algunas pasiones no nacen para ser compartidas… nacen para poseerlo todo.
Alice siempre fue diferente. Bajo su apariencia dulce y su mirada de miel brillante, esconde un alma indomable, rebelde y peligrosa, capaz de amar hasta los extremos más oscuros. Desde el instante en que lo vio —al heredero más temido de una de las mafias más poderosas—, su mundo dejó de girar de manera normal. No era una elección... era una obsesión silenciosa, un lazo invisible que ella no estaba dispuesta a soltar.
Entre secretos, traiciones y sentimientos que rozan la locura, Alice demostrará que algunas sombras no buscan protección… buscan controlarlo todo.
En una historia donde la pasión y la obsesión se entrelazan con el peligro, el amor no es un refugio: es un campo de batalla.
¿Hasta dónde llegarías por convertirte en la dueña de su sombra?
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Capítulo 5 — Pasos pequeños, corazones gigantes
Dicen que todo lo importante comienza con un paso… Yo no entendía eso. No todavía. Pero lo que sí sé, es que ese día mi mundo cambió. No porque fuera un gran evento para el universo, sino porque fue un gran evento para mí. Para nosotros. Para esta casa que se sentía como un latido constante de amor, juegos, aromas dulces y voces felices.
Había sol esa mañana. De esos que se cuelan por las cortinas y dibujan formas en el suelo. Yo estaba en el centro de la sala, rodeada por mis hermanos. Ellos me hacían reír. Siempre me hacían reír. Valentín daba vueltas como trompo. Axel tocaba la guitarra de juguete, desafinada pero llena de ritmo. Benjamín, con su mirada seria, me pasaba un libro de colores y decía cosas como "te vas a convertir en una genia, lo presiento".
Yo aplaudía. Aplaudir se había vuelto mi deporte favorito. Cada vez que ellos hacían algo, yo aplaudía. Cada vez que me hablaban, yo aplaudía. Era mi forma de decir: “estoy aquí, los veo, me hacen feliz”.
Mamá entró desde la cocina, secándose las manos en su delantal lleno de harina. Había estado horneando algo con papá. El aroma de galletas recién hechas lo llenaba todo. Su voz llegó como una canción suave:
—¿Quién quiere probar las galletas de mamá?
Todos gritaron “¡Yo!” menos yo. Yo solo la miré. Y entonces, no sé qué fue lo que me empujó a hacerlo. Quizás la emoción. O quizás fue la forma en que mamá sonreía con esos ojos color miel que siempre me hacían sentir segura.
Me apoyé en mis manitos, luego en mis rodillas… y me levanté.
Sí. Me levanté.
Todos se quedaron en silencio. Una calma repentina, casi como si el mundo hubiera contenido la respiración. Sentí el equilibrio tambalearse en mis pies gorditos y temblorosos. Pero no caí.
No.
En lugar de eso… di un paso.
Uno.
Luego otro.
Y otro.
Mis pies golpeaban el suelo con torpeza, pero también con una determinación que ni yo sabía que tenía. No entendía bien qué estaba haciendo, solo que me sentía grande. Poderosa. Libre.
—¡Alice está caminando! —gritó Axel, y su guitarra de juguete cayó al suelo.
Mamá se llevó las manos al rostro, con esa emoción que yo solo había visto cuando leía cartas o escuchaba su canción favorita. Papá, que acababa de entrar con una bandeja llena de vasos de jugo, casi la deja caer.
—¡Vamos, Alice! ¡Ven! —dijo Benjamín, extendiendo sus brazos como si yo fuera a volar hacia él.
Y yo seguí. Pasito a pasito. Uno torcido, otro tambaleante. Pero todos míos.
Alan, con su eterna actitud de chico rudo, se agachó delante de mí y dijo:
—A ver, pequeña. Si vas a caminar, tienes que hacerlo con estilo. Nada de caídas, ¿ok?
Me reí. Me reí fuerte. Su voz, aunque firme, siempre me daba confianza. Su forma de hablarme era como si yo ya fuera grande.
Llegué hasta él y me lancé a sus brazos. Me levantó como si fuera una pluma, girando conmigo en el aire mientras decía algo sobre que era la mejor del mundo.
La sala se llenó de risas, de voces cruzadas, de aplausos. Como si acabara de ganar un premio, como si el mundo entero hubiera estado esperando ese momento.
Después, mamá me alzó en brazos y me llenó de besos. Yo sabía que eso significaba que estaba feliz, y eso me hacía feliz a mí también.
—Mi niña… Mi pequeña estrella brillante —susurró.
Papá me acarició la cabeza, dándome un beso en la frente. Yo cerré los ojos. Su mano siempre me recordaba a la seguridad, al calor de casa.
Luego me sentaron en el centro del sofá, con todos a mi alrededor, y me dieron una galleta. Mi primera galleta de celebración. Tenía chispas de chocolate y pedacitos de algo que no supe qué era, pero que me supo a gloria.
—Oficialmente, Alice, estás en el camino —dijo Alex, serio, con una media sonrisa.
—El camino al caos —añadió Axel, lanzando una almohada que terminó golpeando a Alan.
Y ahí comenzaron las guerras de almohadas, los gritos, las carcajadas. Yo me reía tanto que me dolía la barriga. Sentía que era parte de un equipo. Uno loco, ruidoso, lleno de energía, pero mío.
Esa noche, mientras me acurrucaba entre las sábanas suaves de mi cuna, vi a mamá y papá mirándome desde la puerta.
—Nuestra hija está creciendo —dijo ella, emocionada.
—Muy rápido —contestó él, con una sonrisa melancólica.
Yo solo los miré y, aunque no hablaba todavía, deseé poder decirles cuánto los amaba. Cuánto significaban sus voces, sus gestos, sus risas. Y cuánto me hacía feliz que mi primer paso fuera hacia ellos.
Porque sí… dicen que todo lo importante comienza con un paso.
Y el mío… fue hacia el amor.