Mi Cuñado Ahora Es Mi Esposo

El eco de la resistencia de Rhaziel resonaba en el amplio corredor de la mansión, un lugar que jamás le había ofrecido hospitalidad. Apenas cruzó el umbral del salón, la figura erguida de la Condesa Julia lo esperaba, vestida con extravagancia que siempre usaba como máscara de orgullo y símbolo de su poder.

—Así que te encontraron maldita rata escurridiza—dijo ella con voz helada, cada sílaba impregnada de veneno. Sus ojos, duros como el cristal, lo recorrieron con desprecio—. Eres igual a esa mujer… la misma mirada, ese mismo color de piel tan vulgar...

Rhaziel permaneció en silencio, acostumbrado a ser el blanco de aquellas palabras. Julia se acercó con un movimiento seco, y antes de que pudiera reaccionar, su mano lo abofeteó con violencia. El golpe resonó en la estancia como un látigo.

—Si pudiera deshacerme de ti, lo haría sin pensarlo —escupió con furia, llevándose una mano temblorosa al pecho—. Pero todos saben que existes… el segundo hijo de la Condesa, el pobre niño enfermizo. ¡No puedo simplemente borrarte, aunque lo deseo con toda mi alma!

Sus labios se torcieron en una mueca de impotencia y odio. Rhaziel, con la mejilla enrojecida, no apartó la vista de ella. Su silencio era su única defensa.

Entonces, una carcajada interrumpió la tensión. Roger apareció en la entrada, tambaleante, con ese brillo malsano en la mirada.

—Vaya, vaya… —dijo, sonriendo con una malicia casi infantil—. ¿Te encontraron? Estaba tan aburrido últimamente, pero veo que ya tengo con qué entretenerme.

—Roger —la Condesa giró hacia él, ansiosa, intentando captar su atención —. Necesito hablar contigo…— Hacia días que no lo veía.

Al acercarse, percibió el inconfundible olor a alcohol que emanaba de él. Frunció el ceño con disgusto, aunque su voz se suavizó instintivamente.

— Cariño has estado bebiendo otra vez.

Roger la ignoró por completo, como siempre hacía cuando su atención encontraba un nuevo objeto de diversión.

—Llévenlo a mi estudio —ordenó a los sirvientes, señalando a Rhaziel con un gesto vago.

—Roger, te estoy hablando —insistió Julia, su enojo contenido en un murmullo.

Él la miró de reojo, y por un instante sus labios se curvaron en una sonrisa irónica.

—No pienso quedarme aquí escuchando tus quejas, madre.

Julia calló, derrotada como siempre ante él.

En el estudio, la puerta se cerró con un golpe seco, aislando a Rhaziel en un mundo de penumbra y violencia. Roger lo empujó contra el suelo con desprecio.

—Eres un error —dijo entre dientes, descargando un puñetazo en su costado—. Una molestia… ¿por qué no te mueres de una vez y me ahorras el trabajo?

Los golpes se sucedieron con crueldad, pero Rhaziel no emitió un solo sonido. Ni una súplica, ni una queja escaparon de sus labios. Sus ojos, fijos en algún punto invisible, parecían ajenos al dolor.

Ese silencio era lo que más irritaba a Roger. Lo quería ver quebrarse, lo quería ver arrodillado, implorando piedad. Pero no lo conseguía.

—¡Habla! —rugió, dándole una patada que lo hizo encogerse de dolor—. Maldición…

Al cabo de unos minutos, su furia comenzó a apagarse. El tedio se apoderó de él tan rápido como lo había encendido.

—Eres patético —masculló con un suspiro cansado, apartándose de él.

Abrió la puerta con un ademán y ordenó a los criados que se lo llevaran.

Rhaziel fue sacado de la mansión con el cuerpo marcado por golpes y heridas. La sangre le manchaba los labios, y cada paso era un suplicio. Sin embargo, su mente no estaba en el dolor.

Solo pensaba en que no quería ser visto de ese modo por ella, por Serena.

No quería que lo viera así. No quería que sus ojos, tan limpios y llenos de luz, presenciaran la miseria en la que lo habían hundido.

Ese pensamiento fue lo único que le dio fuerzas para mantenerse en pie y llegar hasta su refugio.

— Supongo que no podré verte por un tiempo…— pensó Rhaziel mientras caía agotado sobre la desvencijada cama de la vieja casa que habitaba, casi perdida en el bosque de la propiedad del condado. Esa noche no fue al anexo.

Serena, sin embargo, lo esperó en la cocina, como lo había hecho durante tanto tiempo. La noche avanzaba lenta, y con cada instante que pasaba sin ver aparecer a Rhaziel, su preocupación se intensificaba. Mil conjeturas desfilaban por su mente, cada una peor que la anterior, pero ninguna le daba certeza. Esperó y esperó hasta que el cansancio la venció, quedándose dormida recostada contra la pared. Los primeros rayos del amanecer la sorprendieron allí, con el corazón encogido al comprobar que Rhaziel no había llegado.

Al día siguiente sucedió lo mismo. Y en la tercera noche, Serena tomó una decisión. El miedo la atenazaba, pero ya no podía seguir esperando. Si Rhaziel estuviera en algún lugar, lo encontraría.

Salió del anexo temblando, conteniendo la respiración como si el silencio pudiera protegerla. Recorrió los alrededores de los dormitorios de los sirvientes, los jardines y hasta los depósitos, pero no había rastro de él. Fue hasta los establos con la esperanza de hallarlo allí, aunque el vacío le devolvió solo más inquietud. Pensó, con un escalofrío, que quizás lo tuvieran en la mansión, pero esa idea le parecía poco probable. Estaba a punto de darse por vencida cuando notó un sendero que se internaba en el bosque.

Tragó saliva, dudando si debía avanzar por aquel camino oscuro y casi siniestro, pero finalmente se armó de valor y se adentró en él.

Apenas dio unos pasos, distinguió una débil luz filtrándose entre los árboles. Una cabaña vieja y olvidada, que aun así parecía habitada. Serena dudó en acercarse directamente, temiendo lo que pudiera encontrar, así que avanzó con cautela. Espió desde afuera, pero no distinguió a nadie. Se atrevió a probar la puerta: estaba abierta.

El corazón le dio un vuelco.

Al entrar, lo vio. Sobre una cama destartalada yacía Rhaziel, medio dormido, con el cuerpo destrozado. Sangre seca cubría su piel, heridas y moretones manchaban su rostro y brazos. Respiraba agitadamente, como si la fiebre lo consumiera.

Serena llevó las manos temblorosas a su boca, ahogando un grito. Nunca imaginó encontrarlo en semejante estado. El pánico la atravesó, pero enseguida corrió hacia él.

—Rhaziel… —susurró, con la voz rota. Lo llamó varias veces, pero no hubo respuesta.

Le tocó la frente y retrocedió un poco al sentir el ardor de su piel. Su rostro estaba hinchado, marcado por golpes, con cortes en las cejas y los labios partidos. Sus brazos, amoratados. Su ropa, desgarrada. La desesperación de Serena creció al no saber qué hacer.

Buscó agua en un viejo cántaro y, arrancando un trozo de su propia ropa de dormir, improvisó una gasa para limpiar sus heridas. Con otro pedazo humedecido, lo colocó en su frente para intentar bajar la fiebre.

Rhaziel, perdido en el delirio, sintió algo distinto. Una frescura agradable lo envolvía, y un murmullo suave, como un lamento, se filtraba a su lado. —¿Qué es esto?—, pensó confusamente. —¿Alguien está llorando?

Sus ojos se abrieron con esfuerzo. Lo primero que vio fue un mechón de cabello plateado cayendo sobre su rostro. Luego, dos ojos dorados brillando bajo un velo de lágrimas. Y aquella voz, quebrada de dolor y preocupación, repitiendo entre sollozos:

—Lo siento… lo siento mucho.

—¿Serena…? —balbuceó Rhaziel, creyendo que deliraba.

Ella se quedó quieta al escucharlo, los ojos abiertos por la sorpresa. Los lamentos se detuvieron apenas un segundo, hasta que, incapaz de contenerse, se abalanzó sobre él y lo rodeó con sus brazos.

—¡Gracias a Dios, despertaste! —exclamó, llorando contra su pecho—. Estaba tan asustada…

Rhaziel, confundido pero consciente de que no era un sueño, cerró lentamente los ojos. El dolor en su cuerpo no desaparecía, pero la calidez de Serena lo envolvía como un refugio que nunca antes había conocido.