Cuando Seraphine se muda buscando paz, jamás imagina que su nuevo vecino es Gabriel Méndez, el arquitecto que le rompió el corazón hace tres años… y que nunca le explicó por qué.
Ahora él vive con un niño de seis años que lo llama “papá”.
Un niño dulce, risueño… e imposible de ignorar.
A veces, el amor necesita romperse para volver a construirse más fuerte.
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El espécimen en mi casa
...CAPÍTULO 4...
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...SERAPHINE DÍAZ ...
El timbre suena y me asomo por la mirilla, como si fuera la guardiana oficial de este piso. porque sí, soy chismosa selectiva: solo me interesa el chisme si afecta mi estabilidad emocional, mi trabajo… o mi vecino buenorro que antes era mi ex.
Cuando abro la puerta me choco con el paquete que el mensajero dejó en el suelo y que se me olvidó recoger hace una hora.
Lo miro autoregañandome por olvidarme de tal cosa. Tenía mi nombre mal escrito —“Serafín Díaz”— porque el universo siempre me humilla un poco más.
Lo recojo del piso agachándome… y cuando levanto la vista, aparece ella.
Una Mujer.
Una morena despampanante.
Con M mayúscula, R de rizos diabólicos y C de cómo es posible tener ese cuerpo sin pacto demoníaco.
Caderas de anchas, piel de canela brillante, ojos color miel… y un cabello rizado que le llega literalmente a la cintura.
Literalmente es una diosa amazónica.
Frente a mi cara sudada y mi moño mal hecho que parece nido de gallina.
Me mira.
Yo la miro.
La analizo de arriba abajo como una loca, porque tengo derecho a saber si la vida quiere humillarme hoy.
—Hola —me dice con una sonrisa amable, perfecta, probablemente aprobada por la ONU.
Yo la saludo con una sonrisa nerviosa—. Hi… digo, hola… no sé por qué dije hi… jajaj… —quiero evaporarme.
Ella asiente y se acomoda el bolso en el hombro, avanzando al apartamento de al lado.
Al de Gabriel.
¿Quién es ella?
¿Será la novia de ese idiota?
¿La futura madre de sus hijos adoptivos ficticios? ¿Mi reemplazo oficial?
Ok, no seas dramática, Seraphine… respira.
El sonido de una cerradura interrumpe mis pensamientos catastróficos.
Gabriel abre sin camisa.
SIN. CAMISA.
Y con unos pantalones de algodón que deberían ser ilegales porque muestran demasiado. Manchas de pintura en el abdomen y una herramienta colgando del bolsillo. Al parecer debe estar modificando o arreglando algo en su apartamento.
Su abdomen… ¿cuándo pasó eso? ¿Cuándo se fabricó eso?
¿Hace ejercicio ahora?
¿Desde cuándo?
Porque cuando salíamos no estaba así. Era delgado, tenía lo suyo, pero no este… seis pecados capitales marcados en piedra.
Mi cerebro entra en estado azul claro.
Pantalla de Windows 98.
Colapso total.
La morena sonríe, grita:
—¡Gabiiii! ¿Cómo has estado, cariño? ¿Dónde está ese diablillo?
Se le lanza encima y lo abraza. Gabriel la recibe sonriendo y le pasa un brazo por la cintura
Yo sigo con la boca abierta como una turista que acaba de ver un ovni.
La morena entra a la casa. Gabriel cierra la puerta detrás de ella, pero antes de hacerlo… se voltea hacia mí.
Gabriel ríe por lo bajo, con esa risa burlona, tranquila, irritante y sexy que siempre me sacó de quicio.
—Cierra esa boca, boba. Se te van a meter las moscas.
Trago saliva y cierro la boca tan rápido que casi me muerdo la lengua. Hago una mueca de fastidio, agarro bien mi paquete aclarando mi garganta.
—Buenos días, vecino —le digo con el tono más profesional que puedo improvisar.
—Días —responde él, todavía divertido.
Recojo mi paquete como si fuera lo único que me queda en la vida y entro a mi apartamento. Cierro la puerta, recargo la espalda en ella y suspiro.
Camino a la cocina.
Necesito agua. O un calmante. O un reinicio emocional.
Ya de por sí la noticia de que tal vez voy a trabajar con él es suficiente para provocarme gastritis de segundo grado. Aún estoy debatiéndome entre rechazar la oferta o seguir adelante como toda una profesional que no deja que su ex con cuerpo renovado y sonrisa cabrona la intimide.
Abro el gabinete, agarro un vaso y me sirvo agua.
Por cierto, mi madre vendrá hoy en la tarde. Otra cosa para preocuparme.
Últimamente me visita demasiado. Según mi hermano William, está “vigilándome” para asegurarse de que no me convierta de nuevo en un desastre social que se encierra por meses, como aquella vez que… bueno, sí, estuve seis meses encerrada llorando, comiendo cereal y evitando ver gente después de que Gabriel y yo terminamos.
Detalles menores.
Suspiro mirándome en el reflejo del microondas.
—No más hombres —me digo—. No pienso caer en ese agujero otra vez. No esta vez. Tengo que centrarme en trabajar, ser profesional, ser madura, ser—
La pared tiembla un poco interrumpiendo mis pensamientos.
De la nada escucho risas fuertes del otro lado. Una voz femenina y la voz grave de Gabriel respondiéndole.
Genial.
Este edificio TAN lujoso, tiene paredes de papel.
Siento que estoy pagando demasiado en alquiler, como para soportar esto.
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Antonia, mi queridisima y exagerada madre, aparece con una bolsa llena de tópers… y por “llena” quiero decir que trae comida suficiente para alimentar a una familia de seis durante una semana. Entra con esa sonrisa materna que derrite y asfixia al mismo tiempo.
—Ay, mi amor, ya te extrañaba —dice abrazándome como si hubieran pasado años.
—Mamá… te vi hace tres días.
—Y qué tiene —responde, dándome un golpecito en la mejilla—. Eres mi bebita.
Suspira como si yo fuera una criatura indefensa abandonada en la selva, luego entra directa a la cocina y empieza a desempacar sin pedir permiso.
—Sera, por Dios santo… —abre la nevera, resopla— ¿Cómo es posible que todavía haya topers de la semana pasada? ¿Los vas a dejar crear vida? ¿No te enseñé a no desperdiciar la comida? deberías comer más. Mira, mira esas ojeras. Eso es falta de comida.
—Estoy bien, mamá —respondo con esa pereza digna de alguien que ya aceptó su destino. Me voy al sofá, agarro el iPad y trato de fingir que trabajo, para no ser atacada por las preguntas de mi querida madre.
—Sí, señora… —respondo cada que ella me lanza un regaño aleatorio sobre la cocina, los platos, o el orden del refrigerador. Mi tono era puro sufrimiento pasivo.
De repente suena el timbre.
—Yo abro —dice mi mamá, moviéndose como si fuera su casa.
Sigo revisando la pantalla hasta que escucho:
—¡Hijo! ¡Que sorpresa! ¿Cómo has estado?
Mis dedos se congelan sobre el iPad.
Volteo lentamente.
Ahí está: El espécimen.
El animal de alcantarilla.
Gabriel.
A mi mamá siempre le cayó bien, demasiado bien. Siempre le dijo “hijo”. Demasiado cariño para alguien que… bueno, básicamente destruyó mis sentimientos, mi sistema social y emocional durante meses. Pero ella no sabe eso. Yo le dije que terminamos “en buenos términos”.Ella cree que todo fue maduro y civilizado. No sabe que él es el motivo de mi colapso y mi aislamiento digno de documental.
Mi mamá lo abraza emocionada, tocándole la cara como si fuera su hijo perdido
—¡Pero mírate! —dice—. ¡Estás más fornido! ¡Y cambiado! Ay, Dios mío, el tiempo te ha tratado bien, ¿no, Sera?
Él sonríe… con esa sonrisa tierna y falsa que usa para manipular ancianas y a mí.
—Doña Anto, qué lindo verla de nuevo —dice él— Vivo al lado, solo pasaba a devolverle esto a Sera.
Levanta lo que se me quedó en su apartamento—mi estuche de materiales—ese día en que yo pensé que Oliver era un niño fantasma y casi me da un ataque.
Maravilloso recuerdo.
Mi madre, feliz de la vida:
—¡Ay, no! Ya que estás aquí, pasa y come algo.
Gabriel abre la boca, probablemente para decir: “no, gracias”.
Pero mi mamá, por supuesto, lo atropella:
—Traje comida para Sera, pero ella nunca se va a molestar en ofrecerte un poquito. Al fin y al cabo ustedes son amigos, ¿No, mijito?
“Amigos”.
Claro.
Ajá.
Miro a Gabriel con la señal mental universal de “di que no, imbécil, vete a tu cueva”.
Él ve mi cara.
La analiza.
Y entonces decide, por supuesto, que hacerme sufrir es su nuevo deporte.
—Ay, doña Anto… —dice con exageración teatral, dedicándome una sonrisa maliciosa— cómo extrañaba su comida. ¡Claro que no voy a desperdiciar esta oportunidad de probarla de nuevo!
Mi ojo izquierdo tiembla.
Mi mamá aplaude como foca feliz.
—¡Eso! Siéntense todos, voy a calentar esto.
Por Dios, que me caiga un rayo.
Gabriel se sienta a mi lado en el sofá. No deja de mirarme con esa sonrisita de “esto es divertidísimo”.
Yo aprieto la mandíbula.
Él murmura, bajito, sin que mi mamá lo escuche:
—Tranquila, Solina. Prometo portarme bien…
Por un segundo pienso que escuché mal.
¿Abejita?
¿EN SERIO tuvo el descaro de usar el apodo que me decía cuando salíamos?
Idiota.
Levanto apenas una ceja, fulminándolo.
Él solo sonríe más.
Mi vida es una novela.
Pero yo no sé si soy la protagonista… o la payasa.