Un joven talentoso pero algo desorganizado consigue empleo como secretario de un empresario frío y perfeccionista. Lo que empieza como choques y malentendidos laborales se convierte en complicidad, amistad y, poco a poco, en un romance inesperado que desafía estereotipos, miedos y las presiones sociales.
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CAPITULO 3
Entre amigos y miradas incómodas
El tercer día llegué a la oficina con menos miedo y un poco más de confianza. Ya no me temblaban tanto las manos al contestar el teléfono, y aunque seguía cometiendo errores mínimos, había aprendido a respirar antes de hablar para no sonar como un niño atrapado en un examen sorpresa.
Me dije a mí mismo frente al espejo esa mañana:
—No tartamudees, Gabriel. Si puedes hablar con tu mamá sin trabarte cuando te regaña, puedes hablar con cualquiera.
Y funcionó. Al menos, un poco.
Cuando entré a la oficina, Alejandro ya estaba revisando unos documentos. Apenas levantó la vista cuando me saludó con un breve:
—Buenos días, Torres.
—Buenos días, señor Rivera —respondí sin titubear, orgulloso de no trabarme.
Me lanzó una mirada rápida, como evaluando si ese cambio era real o temporal. Yo aproveché para sentarme en mi escritorio y empezar a organizar los correos.
Todo parecía ir bien hasta que, a media mañana, la puerta se abrió y apareció Valeria, radiante como siempre, con su vestido azul marino y ese aire de mujer que controla cada sala en la que entra.
—¡Alejandro! —exclamó con entusiasmo, dándole un beso en la mejilla antes de volverse hacia mí—. Y tú debes de estar aprendiendo rápido, ¿no, Gabriel?
—Lo intento —respondí con una sonrisa que salió natural, sin temblores en la voz.
Ella me observó como si estuviera comprobando un progreso. Luego se sentó en el sillón frente al escritorio de Alejandro y cruzó las piernas con elegancia.
—¿Sabes qué, Ale? Creo que necesitamos conocer mejor a tu secretario. No podemos dejarlo aquí como si fuera invisible.
Alejandro frunció el ceño apenas perceptiblemente.
—Valeria, él está aquí para trabajar, no para socializar.
—Oh, vamos. No seas tan rígido. —Se giró hacia mí—. Dime, Gabriel, ¿tienes amigos en la ciudad?
Sentí un calor subir a mis mejillas. No estaba acostumbrado a que alguien como ella me interrogara con tanto interés.
—Sí, bueno… mi mejor amigo, Samuel. Lo conozco desde que éramos niños.
—¿Samuel? —repitió Valeria, intrigada—. ¿Y por qué no lo traes algún día? Me encantaría conocerlo.
Alejandro dejó el bolígrafo sobre el escritorio con un golpe seco.
—Valeria, esto no es un café para invitar conocidos.
Ella lo miró con una sonrisa traviesa.
—Relájate. Un poco de vida social no le hará mal a tu oficina. Además, quiero comprobar si su amigo es tan encantador como él.
¿Encantador? ¿Acababa de llamarme encantador? Me sonrojé aún más.
Sin pedir permiso, Valeria sacó su teléfono y empezó a escribir un mensaje.
—Listo, Gabriel. ¿Cuál es el número de tu amigo?
—¿Qué? ¿Ahora? —pregunté, desconcertado.
—Ahora mismo. —Me guiñó un ojo—. No hay tiempo como el presente.
Con torpeza, le dicté el número de Samuel, y en menos de cinco minutos ella ya lo había llamado.
—Hola, ¿Samuel? Soy Valeria, la socia de Alejandro. Sí, estoy con Gabriel ahora mismo. ¿Qué tal si vienes a comer con nosotros?
Alejandro cerró los ojos un instante, como conteniendo la paciencia.
—Valeria… —empezó a decir, pero ella lo interrumpió con un gesto.
—Perfecto, te esperamos a la una en el restaurante frente al edificio. Hasta pronto.
Colgó y me sonrió triunfante.
—Listo. Conoceremos a Samuel.
Yo estaba nervioso, pero también emocionado. Samuel era mi apoyo en todo, y ahora conocería a las dos personas que más definían mi vida actual.
Alejandro, en cambio, parecía menos que encantado. Sus ojos grises se endurecieron mientras recogía unos documentos.
—Torres, no pierda el enfoque en su trabajo.
Asentí rápido, aunque noté la tensión en su voz.
A la una en punto, los tres caminamos hacia el restaurante frente al edificio. Alejandro iba al frente, serio como siempre; Valeria a su lado, conversando animadamente; y yo detrás, revisando los mensajes de Samuel, que ya había llegado y esperaba en la entrada.
Cuando lo vi, casi corrí hacia él. Samuel tenía la misma sonrisa de siempre, esa que podía calmar cualquier tormenta. Su cabello castaño despeinado, sus jeans gastados y su chaqueta de cuero contrastaban con el ambiente elegante del lugar.
—¡Gabo! —exclamó, abrazándome con fuerza—. No puedo creer que trabajes aquí, ¡en serio eres secretario de un empresario millonario!
—Shh, baja la voz —susurré, riendo nervioso.
Valeria apareció detrás de mí y extendió la mano hacia él.
—Así que tú eres Samuel. Un placer conocerte. Soy Valeria.
Samuel le estrechó la mano con naturalidad.
—El placer es mío. Gabo me habló mucho de ti… bueno, en realidad no tanto, pero se nota que eres importante.
Ella rió con gracia, encantada con su sinceridad.
Alejandro se limitó a asentir con un “hola” seco, pero noté cómo observaba la interacción con atención. Sus ojos iban de Samuel a mí, como si midiera cada gesto, cada palabra.
Nos sentamos en una mesa junto a la ventana. Valeria tomó el control de la conversación, preguntando sobre nuestra infancia, nuestras travesuras y cómo había sido crecer juntos. Samuel, siempre extrovertido, respondía con entusiasmo, contando anécdotas vergonzosas de mí que hicieron reír incluso a ella.
—¿Sabían que Gabriel una vez confundió una clase de natación con un concurso de canto? —relató Samuel—. Se subió al trampolín y empezó a cantar a todo pulmón antes de saltar.
Me tapé la cara, deseando desaparecer.
—¡Samuel! —protesté, riendo nervioso—. Eso no se cuenta.
Valeria carcajeó, genuinamente divertida.
—Eres un tesoro, Gabriel. Definitivamente no aburrido.
Yo no sabía dónde meterme.
Mientras tanto, Alejandro comía en silencio, apenas interviniendo en la conversación. Pero lo vi. Lo vi claramente. Cada vez que Valeria me elogiaba, o que Samuel me hacía reír, sus ojos se clavaban en mí con algo que no era simple indiferencia. Una tensión, una incomodidad… ¿celos?
No podía creerlo, pero ahí estaban, en la rigidez de su mandíbula, en cómo apretaba el tenedor.
—Entonces, ¿cómo es trabajar con Alejandro? —preguntó Samuel, curioso.
—Ah… intenso —respondí con cautela.
—¿Intenso cómo?
—Como… como escalar una montaña. Difícil, pero cuando llegas arriba, la vista vale la pena.
Valeria me miró sorprendida, y Samuel soltó una carcajada.
—¡Mira nada más! Gabriel defendiendo a su jefe. Eso sí que no lo esperaba.
Alejandro me lanzó una mirada rápida, casi inquisitiva, pero no dijo nada.
Después de la comida, Samuel se despidió con un abrazo fuerte.
—Estoy orgulloso de ti, Gabo. En serio. No dejes que este tipo serio te apague.
Alejandro alzó una ceja, pero Samuel lo saludó con un apretón de mano firme antes de irse.
Valeria observó todo en silencio, y cuando quedamos solo nosotros tres, sonrió con picardía.
—Interesante amigo. Muy interesante.
Alejandro recogió sus cosas.
—Ya volvamos a la oficina. Tenemos trabajo pendiente.
Su tono era cortante, como si necesitara cerrar el tema de inmediato.
De regreso, el ambiente estaba cargado. Valeria caminaba tranquila, pero yo podía sentir que Alejandro estaba molesto, aunque no lo demostrara abiertamente.
Al llegar a la oficina, ella se despidió con un beso en la mejilla de Alejandro y un guiño hacia mí.
—Hasta pronto, Gabriel. Me alegra saber que tienes a alguien como Samuel en tu vida.
Cuando se fue, el silencio quedó flotando.
Yo intenté romperlo.
—Fue una buena comida, ¿no? Samuel es… bueno, él siempre me hace reír.
Alejandro levantó la vista de sus documentos y me miró fijamente.
—Torres, procure no distraerse demasiado con amistades durante el horario laboral.
—Claro, señor —respondí, aunque sentí que había algo más en sus palabras.
Me giré hacia mi escritorio, pero su mirada seguía clavada en mí. Una mirada que, por más que él intentara ocultarla, no era la misma que usaba con nadie más.
Y esa certeza me dejó con un cosquilleo en el pecho.
CONTINUARA