Soy Anabella Estrada, única y amada hija de Ezequiel y Lorena Estrada. Estoy enamorada de Agustín Linares, un hombre que viene de una familia tan adinerada como la mía y que pronto será mi esposo.
Mi vida es un cuento de hadas donde los problemas no existen y todo era un idilio... Hasta que Máximo Santana entró en escena volviendo mi vida un infierno y revelando los más oscuros secretos de mi familia.
NovelToon tiene autorización de Crisbella para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Capitulo VI La huida de Anabella
Punto de vista de Agustín
Mi imagen junto a la de Leticia Hernández ya decoraba las primeras páginas de todas las revistas sociales del país. Era un hecho: me casaría con esa mujer despreciable. No tenía otra opción si quería salvar a mi familia de la ruina absoluta; los Estrada se habían opuesto a mi compromiso con su hija y ya no teníamos el lujo de esperar a que Ezequiel cambiara de opinión. El tiempo se nos había agotado.
Estaba en mi habitación, ajustándome el nudo de la corbata para la farsa del año, cuando me informaron que Anabella estaba en la entrada de la propiedad. Estaba armando un escándalo, exigiendo hablar conmigo. Nunca imaginé que ella fuera capaz de algo así; la Anabella que yo conocía era dulce, sumisa... pero ahí estaba, luchando por nosotros de una manera que yo no me atrevía a hacer.
Mi padre entró a mi habitación como un huracán, furioso.
—Ni se te ocurra salir, Agustín —sentenció con los ojos encendidos—. La familia de Leticia está abajo y no tienen idea de lo que ocurre en el portón. Si alguien pregunta, diremos que es un berrinche más de esa niña debido a sus viejas rencillas con Leticia. No permitas que arruine este día.
Sin más remedio, me quedé encerrado, sintiéndome como un prisionero en mi propia casa. Me acerqué al monitor de seguridad y, con el corazón martilleando en mis oídos, vi cómo mi Ana se enfrentaba sola a esos guardias que le doblaban el tamaño. Me dolió verla así, pero el miedo a perderlo todo me mantuvo clavado al suelo.
Sin embargo, el ambiente en la pantalla cambió cuando un hombre que nunca antes había visto entró en escena. Ella se dirigió a él como si hubiera algún tipo de conexión previa. Luego vi a mi padre salir y cruzar palabras con aquel extraño, un hombre que emanaba una seguridad que me hizo sentir pequeño incluso a través de la cámara.
Finalmente, vi a Anabella rendirse y caminar hacia su auto, pero el motor no respondió. Mi primer instinto fue correr hacia ella, pero entonces sucedió lo impensable: bajó de su vehículo y, tras una breve charla, se subió al del desconocido.
Una oleada de celos venenosos invadió todo mi ser. Mis manos se cerraron en puños hasta que los nudillos se pusieron blancos. Mi Ana, la mujer que se suponía debía esperarme y llorar por mí, se estaba marchando en el auto de otro hombre. El sentimiento de posesión fue más fuerte que mi culpa; no podía soportar la idea de que, mientras yo me sacrificaba por mi apellido, ella ya estuviera buscando un reemplazo.
Punto de vista de Ezequiel Estrada
Anabella había desaparecido. Mis hombres de seguridad, con la cabeza baja y la voz temblorosa, me informaron que había salido disparada en su auto. Lo que más me hirió no fue su huida, sino el detalle de su aspecto: decían que se veía deshecha, impropia de la única heredera de la familia Estrada.
—¡Son unos inútiles! —rugí, haciendo que las paredes de la biblioteca vibraran—. Su único trabajo era vigilar su seguridad. Debieron detenerla antes de que pusiera un pie fuera de esta casa, o al menos informarme en el segundo exacto en que tomó las llaves.
Explote de furia contra mis empleados, aunque en el fondo sabía que mi hija, con ese temperamento que heredó de mí, no habría permitido que nadie se interpusiera en su camino.
Sobre mi escritorio descansaba la confirmación de mis peores sospechas: el anuncio oficial del compromiso de ese miserable de Agustín Linares con la hija de los Hernández. Mi mandíbula se tensó hasta doler. Sabía que ese sujeto no era de confiar, pero una parte de mí, por amor a Ana, había considerado darle una oportunidad después de la cena de anoche. Ahora me daba cuenta de que habría sido el error más grave de mi vida. Los Linares no buscaban amor; buscaban un salvavidas para su barco hundido.
Marqué el número de mi hija una, dos, diez veces. Cada llamada era desviada con una frialdad que me taladraba el pecho. El pánico empezó a sustituir a la rabia; me imaginaba lo peor, un accidente, una locura desesperada por un hombre que no valía ni una de sus lágrimas.
—¡Ezequiel! —Lorena entró en la habitación de golpe, con el rostro pálido y el teléfono en la mano—. Es Ana. Me envió un mensaje.
Le arrebaté el aparato de las manos. Mis ojos recorrieron las palabras con desesperación: «Estoy bien, mamá. No se preocupen, pero no pienso volver a casa por ahora. Necesito estar lejos de él... y de papá».
El teléfono casi cae de mis manos. Estaba bien, sí, pero el "no volver a casa" era una declaración de guerra. Mi hija estaba ahí fuera, sola y vulnerable, sin saber que el mundo real es mucho más cruel que las paredes de cristal en las que la críe. Lo que no sabía, y lo que me quitaba el sueño, era saber quién la estaba refugiando.