Alison nunca fue la típica heroína de novela rosa.
Tiene las uñas largas, los labios delineados con precisión quirúrgica, y un uniforme de limpieza que usa con más estilo que cualquiera en traje.
Pero debajo de esa armadura hecha de humor ácido, intuición afilada y perfume barato, hay una mujer que carga con cicatrices que no se ven.
En un mundo de pasillos grises, jerarquías absurdas y obsesiones ajenas, Alison intenta sostener su dignidad, su deseo y su verdad.
Ama, se equivoca, tropieza, vuelve a amar, y a veces se hunde.
Pero siempre —siempre— encuentra la forma de levantarse, aunque sea con el rimel corrido.
Esta es una historia de encuentros y desencuentros.
De vínculos que salvan y otros que destruyen.
De errores que duelen… y enseñan.
Una historia sobre el amor, pero no el de los cuentos:
el de verdad, ese que a veces llega sucio, roto y mal contado.
Mis mejores errores no es una historia perfecta.
Es una historia real.
Como Alison.
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capítulo 24 "Diosas de la noche" Parte I
Parte I – Amais Hotel
Caminaron durante varios minutos sin destino claro, arrastrados por la fuerza invisible de una decisión que ya estaba tomada. No había palabras que pudieran poner freno a lo que sentían; era un magnetismo que se había alimentado de miradas furtivas, de silencios cargados, de gestos contenidos que ahora explotaban con la urgencia de algo largamente esperado.
Las luces de la ciudad parecían desvanecerse a su alrededor, como si Buenos Aires supiera que ya no necesitaban testigos. Solo existía esa noche, ese instante.
Cuando llegaron frente a la fachada discreta del hotel Amais, Alison sintió un cosquilleo recorrerle la espalda. No era miedo, era esa mezcla deliciosa de nervios y deseo que precede a lo prohibido. El edificio, con sus luces suaves y elegantes, parecía ofrecerles un refugio secreto. Santiago no dudó: avanzó primero, tomó su mano con firmeza y cruzaron juntos la puerta giratoria.
El recepcionista apenas levantó la vista. Santiago se encargó del trámite con una seguridad que lo sorprendió incluso a él. Alison, a su lado, jugaba con un mechón de su cabello, sonriendo como si supiera exactamente hacia dónde iba todo aquello. En cuanto el ascensor los tragó, el silencio se volvió espeso, cargado de electricidad. Santiago la miraba de reojo, los labios entreabiertos, como si quisiera decir algo pero prefiriera contenerlo para no arruinar la tensión.
El clic de la llave al abrir la puerta de la habitación sonó como un disparo de largada.
El cuarto era amplio, con una cama matrimonial impecable cubierta por sábanas blancas que relucían bajo una lámpara cálida. Las cortinas gruesas aislaban todo sonido del exterior. Había un olor leve a vainilla mezclado con algo floral. El ambiente estaba dispuesto como si alguien hubiera adivinado que lo que iba a ocurrir allí no necesitaba testigos.
Santiago cerró la puerta y se apoyó contra ella, respirando hondo. La miró como un hombre hambriento que finalmente tiene delante el plato que soñó durante meses. Alison sostuvo la mirada, divertida, y con un guiño travieso dijo en voz baja:
—Voy al baño.
Era una provocación, un juego consciente. Caminó despacio hacia la puerta lateral, balanceando la cadera con malicia. Antes de entrar, giró la cabeza y le lanzó una sonrisa pícara que lo dejó ardiendo.
Santiago se dejó caer sobre la cama, cubriéndose el rostro con una mano. “Está jugando conmigo”, pensó, y la imagen de ella del otro lado de esa puerta lo volvía loco. El deseo se mezclaba con ansiedad, con el vértigo de no saber exactamente cómo sería tenerla por fin entre sus brazos.
Alison, frente al espejo del baño, respiraba con calma, disfrutando de cada segundo de la espera. Sacó de su cartera el conjunto rojo que había elegido especialmente: un corpiño de encaje que realzaba cada curva, una diminuta tanga a juego y unas medias de red que trepaban por sus piernas, marcando su silueta con descaro. Se observó en el espejo, se retocó el labial y dejó que una sonrisa de satisfacción se dibujara en sus labios.
Se veía poderosa. Se veía distinta. Se veía dueña absoluta de la situación.
Apoyó un instante las manos sobre la pileta, cerró los ojos y se permitió sentir el latido acelerado de su corazón. Era consciente de lo que estaba a punto de pasar: una línea que, una vez cruzada, ya no tendría regreso. Y en ese pensamiento no había miedo, solo expectación y una chispa ardiente.
Abrió la puerta.
El sonido fue mínimo, pero para Santiago fue como si el mundo entero hubiera explotado. Se incorporó de inmediato. Sus ojos recorrieron cada centímetro de su figura con un asombro reverencial, casi incrédulo.
Alison avanzó despacio, con pasos felinos, disfrutando de la mirada devoradora de él. No hizo falta decir nada. Su seguridad, su sensualidad desbordante, hablaban por sí solas.
Cuando estuvo a un paso, Santiago no resistió más: se levantó de la cama y la besó con una intensidad que les arrancó el aire. No hubo tanteo ni duda: fue un beso voraz, profundo, con la urgencia de dos bocas que habían esperado demasiado.
Las manos de Santiago recorrieron su cintura, subieron por su espalda, bajaron por sus muslos envueltos en red. Alison respondió con la misma ferocidad, apretándose contra él, mordiéndole suavemente el labio inferior.
—Te imaginé tantas veces… —susurró él, con voz ronca, apenas separándose para respirar.
—Y todavía no viste nada —respondió ella, desabrochándole la camisa con movimientos lentos, calculados, que contrastaban con la ansiedad en sus ojos.
Cada botón caía como un chasquido eléctrico. Santiago temblaba entre sus manos, dividido entre dejarla jugar y arrancarse él mismo la ropa de encima.
Cuando por fin quedó con el torso desnudo, Alison lo recorrió con las yemas de los dedos, despacio, como si quisiera memorizar la textura de su piel. Santiago cerró los ojos y dejó escapar un suspiro cargado de deseo.
La llevó hacia la cama, sin dejar de besarla. Ella cayó de espaldas entre las sábanas blancas, con el cabello desparramado como un abanico oscuro. El contraste de su lencería roja contra el blanco impecable era un cuadro perfecto.
Santiago la observó un instante, arrodillado frente a ella, respirando con dificultad. Tenía la mirada encendida, una mezcla de hambre y devoción.
—Sos hermosa… —murmuró, casi como una plegaria.
Alison se arqueó, alargando el cuello, y con un gesto provocador lo llamó con un dedo.
—Dejá de mirarme y vení.
Santiago obedeció. La besó de nuevo, esta vez más despacio, saboreando cada rincón de su boca. Sus manos se deslizaron por debajo del corpiño, acariciando la curva de sus pechos, arrancándole un gemido suave que lo enloqueció.
La tensión subía en oleadas. Cada prenda que desaparecía era una nueva chispa que encendía la hoguera. Alison, entre jadeos, le arrancó el cinturón y el pantalón, liberándolo de todo. Santiago, a su vez, bajó el corpiño de encaje con una reverencia lenta, como si desenvolviera un regalo demasiado esperado.
La piel contra piel fue un estallido. Se aferraron el uno al otro como si el tiempo los persiguiera. Sus labios viajaban sin descanso, de la boca al cuello, del cuello al pecho, con una ansiedad que se mezclaba con ternura.
—No quiero esperar más —susurró Alison en su oído, mordiéndolo suavemente.
—No tenés que hacerlo —contestó él, con una sonrisa cargada de deseo.
El resto fue un torbellino. La pasión los arrastró como un río desbordado. Cada movimiento era urgente, necesario. Los gemidos rompieron el silencio del cuarto, mezclados con respiraciones entrecortadas y susurros que no necesitaban sentido.
Se buscaron una y otra vez, como si quisieran borrar cualquier resto de distancia que hubiera existido entre ellos. La intensidad era salvaje, pero entrelazada con momentos de dulzura: caricias en el rostro, miradas sostenidas, besos suaves entre la vorágine.
El clímax llegó como una explosión inevitable. Una, dos, tres veces, hasta que quedaron exhaustos, tendidos enredados entre las sábanas. El sudor brillaba sobre su piel, los corazones golpeaban con fuerza, y el silencio posterior fue tan elocuente como todo lo anterior.
Alison, de espaldas, sonrió con malicia, el cabello pegado a su piel húmeda. Santiago la miraba en silencio, incapaz de articular palabra. No hacían falta. Esa noche no se trataba de promesas ni de romanticismos. Era cuerpo, era piel, era el lenguaje más primitivo y verdadero que tenían.
Y los dos, sin decirlo, sabían que no había vuelta atrás.