¿Qué pasa cuando el amor de tu vida está tan cerca que nunca lo viste venir? Lía siempre ha estado al lado de Nicolás. En los recreos, en las tareas, en los días buenos y los malos. Ella pensó que lo había superado. Que solo sería su mejor amigo. Hasta que en el último año, algo cambia. Y todo lo que callaron, todo lo que reprimieron, todo lo que creyeron imposible… empieza a desbordarse.
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Cualquier cosa menos rendirme
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Tenía las manos llenas de polvo y la cabeza llena de ruido.
El silencio de la librería era perfecto para pensar… y también para torturarme con mis propios pensamientos.
El reloj marcaba las 03:42 p. m. y yo llevaba desde la una de la tarde reacomodando las secciones de autores franceses. No porque alguien lo hubiera pedido, sino porque necesitaba hacer algo. Cualquier cosa. Cualquier cosa que no fuera pensar en lo que pasó anoche con Nicolás.
Escuché la campanita de la puerta abrirse.
—Buenas… ¿hay alguna embarazada sexy con cara de lunes eterno por aquí?
Sonreí, sin querer.
—Matteo —dije, girándome.
Él abrió los brazos como si viniera a rescatarme del fin del mundo.
—¡Tú necesitas galletas, abrazos y vitaminas!
—Y gomitas—añadí, riendo bajito mientras lo abrazaba.
Él me sostuvo un momento más de lo necesario.
—¿Cómo estás? —preguntó en voz baja, y en ese tono que solo usaba cuando me notaba rota.
Suspiré.
—Complicada. Discutí con Nico anoche… fuerte.
—¿Estás bien?
—No lo sé. Me dijo cosas muy fuertes. Y yo también. Pero no sé… hay algo en mí que no deja de empujar todo lo bueno lejos. Como si no lo mereciera.
Matteo frunció el ceño y tomó mis manos.
—Mira, Lía. No sé nada de embarazos ni de relaciones, pero sí sé algo: Nicolás te quiere. Y tú a él. Solo están asustados, los dos. Es como si los hubieran lanzado a una piscina helada sin saber nadar. Pero eso no significa que no puedan salir juntos.
Me mordí el labio, intentando no llorar.
—Me siento inútil, Matteo. Mañana es su graduación, y yo también quisiera estar ahí graduándome con el.
Él me miró con ternura.
—¿Sabes qué veo yo cuando te miro? Una mujer valiente. Que trabaja, que se esfuerza, que está formando una vida dentro de ella. Y que, a pesar del miedo, sigue de pie.
Yo no aguanté más. Lo abracé fuerte.
—Gracias por consolarme.
—Nunca lo dejaré de hacer, amiga—susurró, frotando mi espalda—. Por cierto, hoy tengo ensayo con la banda… pero si quieres, en la noche paso por ti y tocamos algo. Como antes.
—¡Sí! —respondí sin pensarlo, con los ojos más brillantes—. Me encantaría mucho. Extraño cantar contigo.
Nos separamos y él me dio un puñito especial, seguido del saludo secreto de dedos cruzados y chocados que nos habíamos inventado hace algunas semanas.
—No olvides quién eres, Lía.
Me sonrió una vez más antes de salir.
Apenas se fue, me limpié las lágrimas con la manga del suéter.
Intenté volver a trabajar, pero entonces Miguel apareció con un montón de libros en brazos y me miró como si estuviera por cometer un crimen.
—¡Hey, hey, hey! ¿Qué haces con esa escalera, señorita?
Lo miré, inocente.
—Necesito alcanzar los de arriba.
—¿Tú? ¿Subirte ahí? ¿Con esa pancita? Ni lo sueñes. Ven, yo lo hago.
Le pasé los libros sin discutir, aunque rodé los ojos.
—No está tan grande… aún.
Él me miró de reojo.
—No lo digo por el tamaño de tu panza. Lo digo porque no quiero que te pase nada. Y tampoco a tu bebé.
Yo sonreí, bajando la mirada.
—Gracias, Miguel.
Mientras el acomodaba los libros de arriba, me preguntó:
—¿Y ese suéter de oso panda gigante? ¿No tienes calor?
Solté una risita.
—Es que… me siento rara. No quiero que la gente me vea la panza. Ya muchas personas me miran como si fuera un error con patas.
Él se detuvo, bajó un momento y me habló con toda la calma del mundo:
—Lía, lo que llevas dentro no te hace menos. Al contrario. Te hace más. No dejes que nadie te avergüence por vivir algo tan natural. Ni que te digan que estás gorda. Estás creando vida. Punto.
Sentí un nudo en la garganta, otra vez. Hoy era un día sensible, aparentemente.
Le conté sobre la graduación de Nico y cómo me sentía fuera de lugar.
—No sé si ir. Me da coraje.
Él asintió, comprensivo.
—Entonces haz lo que te haga sentir en paz. No por quedar bien con otros, sino contigo misma. Pero si vas… que sea porque te nace. Y que lo hagas con la cabeza en alto. Porque tú también tienes mil cosas de las que estar orgullosa, Lía.
Asentí, con la voz atorada.
No supe exactamente cuándo empezó.
Solo sentí un pinchazo, como una corriente eléctrica bajando por mi espalda, y luego el dolor seco, agudo, en la parte baja del vientre.
Me quedé inmóvil unos segundos, con una mano apoyada en la estantería y la otra apretando el suéter sobre mi abdomen. El corazón me retumbaba en los oídos.
—¿Lía? —preguntó Miguel desde arriba—. ¿Estás bien?
Quise responder. Lo juro. Pero otra punzada me dobló.
—¡Ah! —solté, llevándome ambas manos a la barriga.
Miguel bajó de un salto por la escalera deslizable, agarrándome del brazo antes de que yo pudiera hacer un movimiento más.
—¡Ey, ey! ¡¿Estás bien?! ¿Es un dolor fuerte?
No podía contestarle. Solo podía apretar los dientes y cerrar los ojos.
Sentí cómo me cargaba en brazos. Literalmente. Como si no pesara nada.
—¡David! —le gritó al otro chico de la librería—. ¡Encárgate tú, la voy a llevar al hospital!
Mi cabeza reposó contra su pecho mientras bajaba las escaleras conmigo y salía a la calle. Todo daba vueltas. Me faltaba el aire.
—Tranquila, respira, lento—decía Miguel mientras hacía señas a un taxi—. Respira conmigo, ¿me oyes? Respira…
Apenas subimos al vehículo, él me sostuvo fuerte, con una mano detrás de mi cuello y otra sobre mi panza.
—Vas a estar bien. El bebé va a estar bien. Ya casi llegamos.
Quise creerle. Pero el miedo me estaba devorando viva.
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Cuando abrí los ojos, estaba en la camilla de urgencias. Había un pitido suave cerca de mi oído. Y un monitor marcando mi pulso, acelerado. El frío del hospital se me metía por debajo del suéter empapado de sudor.
Una enfermera me ajustaba una vía intravenosa.
—¿Dónde… dónde está Miguel?
—Afuera, señorita. Y su familia ya viene en camino.
Cerré los ojos con fuerza. Sentí el estómago revuelto. Tenía tanto miedo.
¿Había perdido al bebé?
No podía pensar en eso.
Entonces escuché pasos. Varios. Rápidos.
—¡Lía! —La voz de mi mamá fue la primera—. Ay, por Dios… mi niña…
—¿Está bien? ¿Qué pasó? —Nicolás entró con la cara desencajada. Detrás de él, su madre, con los ojos al borde del llanto.
—Joven, por favor, no puede entrar más de una persona —dijo una enfermera, pero Nico se acercó sin importarle nada y me tomó de la mano.
—Estoy aquí. Estoy contigo, ¿me oyes?
Yo lo miré. Vi sus ojos, vi su miedo… y el mío se hizo más pequeño.
—¿El bebé…?
—Están estable los dos —dijo la enfermera—. Tu presión bajó bruscamente, probablemente por estrés o una contracción falsa. Pero ya estamos monitoreándote. Tienes que quedarte en observación unas horas.
Suspiré. Cerré los ojos. Las lágrimas salieron solas.
Teresa se sentó a mi lado y me acarició el cabello.
—Todo está bien, mi amor. Ya pasó.
Y Nicolás… no me soltó la mano en ningún momento. Se quedó ahí, mordiéndose el labio, como si todavía no pudiera creer que me había tenido que ver así.
Como si por fin entendiera el miedo con el que cargo todos los días.
Yo seguía acostada, conectada al suero, con las mejillas todavía húmedas. Nicolás seguía a mi lado, sujetando mi mano con fuerza. Claudia se había quedado cerca, sentada en un rincón, sin decir ni una palabra, solo observando.
Entonces vi a mi mamá.
Se la veía más frágil que nunca. Ojeras, maquillaje corrido, el cabello despeinado como si no hubiera dormido en días. Tenía los ojos rojos, los labios temblorosos. Y una culpa colgándole de los hombros.
Se acercó despacio. Casi con miedo.
—¿Puedo…? —dijo apenas, mirando a Nico y a Claudia, con la voz hecha nada—. ¿Puedo hablar con ella?
Nico me miró. Yo asentí, y él soltó mi mano, dándole espacio. Claudia también se levantó.
Mi mamá se sentó junto a la cama y me tomó la otra mano. Estaba helada.
—Mi niña… mi amor… —Su voz se quebró y se le llenaron los ojos de lágrimas—. Yo no… yo no he sido una buena madre.
Yo tragué saliva, sin saber si hablar o seguir callada.
—Cuando supe que estabas embarazada, lo único que pensé fue en el escándalo, en el qué dirán, en lo que la gente iba a decir de mí, de ti, de la familia —sollozó—. Me importó más eso que tú. Que tu miedo. Tu soledad. Tu dolor.
Yo bajé la mirada. Me ardían los ojos.
—Y me fui. Te dejé sola. Te abandoné. Como si tú no me necesitaras más que nunca.
Las lágrimas le corrían por las mejillas, sin detenerse.
—No hay excusa. Solo… solo quería pedirte perdón, Lía. Perdón por haber sido tan cobarde. Perdón por haberte fallado como madre.
Me apretó la mano. Fuerte. Desesperada.
—Quiero ayudarte. Quiero que vuelvas a casa. Puedo cuidarte, estar pendiente de ti, lo que sea que necesites… pero quiero estar. Ya no quiero seguir huyendo de ti.
Sentí que algo se rompía dentro de mí.
Pero no era rencor. Era alivio. Era la necesidad infantil de volver a sentir que tenía una mamá.
—También quiero disculparme contigo, Nicolás —dijo entonces, girándose hacia él, que observaba en silencio desde la pared—. No debí juzgarte. Ni a ti ni a tu madre. Gracias… gracias por cuidar de mi hija cuando yo no estuve.
Claudia caminó hasta ella y le puso una mano en el hombro.
—No te preocupes, amiga. Lía ha sido valiente, pero también ha tenido mucho amor —dijo suavemente.
Mi mamá asintió con un suspiro quebrado.
—Sé que he hecho mucho daño. Pero… ¿me dejas intentarlo de nuevo, hija?
La miré. Miré sus ojos empapados, su voz hecha trizas. Y por primera vez… no vi a la mujer estricta y fría que siempre me exigía más.
Vi a mi mamá. Solo a mi mamá.
—Sí —susurré. Apenas audible—. Pero no me dejes otra vez, ¿sí?
Ella me abrazó entonces. Llorando conmigo. Como cuando era niña y me caía y ella me decía que todo iba a estar bien.