MI QUERIDO SECRETARIO

Un futuro construido con amor

Habían pasado seis años desde aquella boda que parecía un sueño. Alejandro y Gabriel, ahora maduros y más tranquilos, habían encontrado en la cotidianidad una felicidad que ni el lujo ni los viajes podían igualar. Su vida estaba marcada por las risas de dos pequeñas que corrían por los pasillos de la casa Rivera Torres Catalina y Gabriela.

Catalina, de siete años, era vivaz, curiosa y habladora. Siempre tenía preguntas que hacer, desde cómo funcionaba la oficina de su papá hasta por qué el cielo cambiaba de color al atardecer. Gabriela, de cinco, era más reservada, dulce y observadora; prefería pasar tiempo dibujando y acurrucándose junto a Gabriel cuando él leía un cuento antes de dormir.

Ambas eran hermanas biológicas y habían llegado a sus vidas a través de un proceso que, aunque difícil, había sido la mejor decisión que Alejandro y Gabriel habían tomado.

El proceso de adopción no fue sencillo. Al principio, se enfrentaron a muchas preguntas y trabas burocráticas: ¿podría un matrimonio del mismo sexo ser apto para criar niños? ¿Tendrían la paciencia y la estabilidad necesaria? Alejandro, acostumbrado a ganar cualquier batalla en el mundo empresarial, se encontró en un terreno distinto: uno donde no bastaban sus títulos ni su dinero, sino su capacidad de mostrar amor verdadero.

Gabriel fue la calma en medio de esa tormenta. Con su dulzura y constancia, acompañó a Alejandro a cada cita, cada entrevista y cada evaluación. No se trataba de demostrar perfección, sino de mostrar su humanidad y el deseo profundo de ser padres.

La primera vez que vieron a Catalina y Gabriela en el centro de adopción, supieron que el destino los había llevado hasta ellas. Catalina, con apenas cuatro años, sostenía de la mano a su hermanita de dos, protegiéndola del mundo con esa inocencia valiente que solo los niños poseen. Gabriel, al verlas, no pudo evitar las lágrimas.

—Son ellas —susurró, apretando la mano de Alejandro—. Son nuestras hijas.

Alejandro, conmovido como pocas veces en su vida, solo asintió. En ese instante, el hombre que siempre había sido tan frío y calculador, se derrumbó en emociones que nunca había sentido.

Hoy, años después, esas niñas llenaban su hogar con alegría. Alejandro, aunque seguía siendo un empresario serio y exigente, se transformaba por completo al llegar a casa. Se quitaba la corbata y se agachaba en el suelo para jugar a las muñecas o a las escondidas con Catalina y Gabriela.

Gabriel, por su parte, era el equilibrio perfecto: el papá paciente que escuchaba cada historia inventada de Catalina, y que sabía cómo consolar a la pequeña Gabriela cuando tenía miedo por una pesadilla.

—Papá Ale, papá Gaby —gritaba Catalina un sábado por la mañana, corriendo hacia ellos con un dibujo en la mano—. ¡Miren! Dibujé a nuestra familia.

El papel mostraba a los cuatro, de la mano, con una gran casa detrás y un sol enorme en el cielo. Alejandro tomó el dibujo y lo observó con detenimiento.

—Es hermoso, princesa —dijo, besando la frente de su hija.

Gabriel sonrió, abrazando a ambas niñas.

—¿Ves, Alejandro? Eso es lo que siempre soñamos.

Alejandro, mirándolos a los tres, asintió.

—Sí. Más de lo que soñamos.

La empresa de Alejandro seguía siendo una de las más importantes del país. Había logrado expandirla a nivel internacional, pero con el tiempo aprendió a delegar más responsabilidades. Gabriel lo había convencido de que no podía estar en todas partes al mismo tiempo, y que su verdadera prioridad debía ser la familia.

Ahora, los fines de semana eran sagrados. Paseos al parque, películas en casa, viajes cortos para que las niñas conocieran el mundo. Todo giraba en torno a esos pequeños momentos que construían recuerdos eternos.

Una tarde, mientras estaban en el jardín de su casa, Gabriel observó a Alejandro levantar a Gabriela en brazos y girar con ella mientras la niña reía a carcajadas. Catalina aplaudía y pedía que fuera su turno. El corazón de Gabriel se llenó de orgullo y ternura.

—¿Sabes, Alejandro? —dijo mientras se acercaba—. Cuando te conocí, jamás pensé que serías este hombre. Un padre maravilloso, un esposo increíble…

Alejandro lo miró, aún sosteniendo a Gabriela, que descansaba sobre su hombro.

—Y yo jamás pensé que podría ser tan feliz. Pero todo esto —dijo, señalando a las niñas— es gracias a ti. Tú me enseñaste a amar sin miedo, y me diste el regalo más grande de mi vida: esta familia.

Gabriel sonrió, con los ojos brillando.

—No fue solo yo. Lo construimos juntos.

Esa noche, cuando las niñas ya dormían, Alejandro y Gabriel salieron al jardín con dos copas de vino. Se sentaron en la terraza, mirando el cielo estrellado.

—¿Recuerdas nuestra luna de miel? —preguntó Gabriel, recostándose sobre el hombro de Alejandro.

—Claro —respondió Alejandro—. Prometimos que nada nos separaría. Y aquí estamos, cumpliendo esa promesa.

—Sí… —susurró Gabriel—. Y ahora tenemos dos razones más para mantenerla.

Alejandro besó la frente de Gabriel, en silencio, disfrutando de ese instante de paz. El sonido del mar a lo lejos, la brisa suave y la certeza de que lo tenían todo.

Porque el verdadero éxito de Alejandro no estaba en su empresa, ni en sus logros como CEO. Estaba allí, en su hogar, en las risas de sus hijas, en los abrazos de Gabriel, en el amor que habían construido contra todo pronóstico.

Y así, con Catalina y Gabriela creciendo rodeadas de amor, con un hogar sólido y una pareja que había aprendido a luchar y a cuidarse, Alejandro y Gabriel vivieron el mejor final: uno que no parecía un final, sino el comienzo eterno de una vida plena en familia.

... FINAL...