Soy Eros Montalbán. A simple vista, un estudiante brillante de medicina. Pero por dentro, soy otra cosa. Algo que no encaja. Algo que no se puede domar.
Desde niño he sentido esa pulsión: el cosquilleo en los dedos, la sed, la oscuridad. Mi madre me enseñó a mantenerla bajo control, a domar la bestia… pero incluso ella sabe que es cuestión de tiempo. Porque la sangre de Lucas Santori corre por mis venas, y su legado me pertenece.
Mientras el mundo celebra mi genialidad, yo observo desde la sombra. No busco amor, ni redención. Busco respuestas. Y si el precio es desatar lo que llevo dentro… entonces que el mundo arda.
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CAPITULO 22
LUCAS.
La fotografía temblaba entre mis dedos, no por nervios, sino por la maldita incomodidad que me provocaba mirarla durante tanto tiempo. Esa mujer… esa Valeria. No recordaba su voz, ni su olor, ni siquiera su tacto, pero había algo en su mirada que me inquietaba. Algo que me jodía la cabeza sin piedad. No era amor, eso lo tenía claro. El amor era un concepto barato para gente débil, emocionalmente arrastrada, necesitada. Y yo nunca había sido eso.
Apoyé la espalda contra el cabecero de la cama mientras volvía a estudiar cada línea de su rostro en esa imagen desgastada. Se notaba que habían pasado años… y aún así seguía teniendo esa maldita presencia que me removía algo en el estómago. ¿Quién carajos era para desarmarme sin siquiera hablarme?
Sobre la mesa descansaba la carta. La reconocí apenas la vi: mi letra. Aunque ni de cerca parecía haber salido de mi mente. Era ridícula, patética… una rendición escrita con palabras que jamás habría dicho en voz alta:“Te amé. Te amo. Y me voy amándote.” Decía. Me reí. Un sonido seco, hueco, como si me burlara de un desconocido. ¿Yo, escribiendo eso? ¿Yo, suplicando que me perdonaran, que me recordaran, que me esperaran? Imposible.
Lo releí por cuarta vez. Intentaba entender en qué momento me convertí en esa caricatura de hombre débil. Porque eso era lo que parecía: débil. Vulnerable. Expuesto. Sentí un cosquilleo en la nuca. Asco. Rechazo. Rabia.
Me levanté de golpe, empujando la silla hacia atrás, y caminé en círculos como una fiera enjaulada. Esa carta no podía ser yo. O no el yo que era ahora. Tal vez sí lo fui… tal vez algo me rompió. Pero no me importaba. No quería recordarlo. No quería saber cómo se sentía eso. No quería que esa parte… esa basura emocional me contaminara otra vez.
Pero era tarde. La imagen de Valeria seguía ahí, grabada bajo mis párpados como un tatuaje involuntario. Y lo peor era que, aunque me juraba no sentir nada, una maldita punzada me recorría el pecho cada vez que la miraba.
Odiaba esa sensación.
Odiaba a ese Lucas que alguna vez fue capaz de escribir esas palabras.
Odiaba no poder matarlo del todo.
Me acerqué al espejo sin prisa, arrastrando los pies por la alfombra como si el tiempo pesara más de lo normal. Frente a mí, ese rostro nuevo... aún me resultaba ajeno. Lo observé con detenimiento, escaneando cada línea, cada sombra, como si intentara encontrarme en algún rincón oculto de él. La cicatriz era casi imperceptible, pero yo la conocía bien. Nacía en mi cuero cabelludo y descendía hasta la barbilla, cruzando el costado mi cara como una marca maldita que me decía, cada vez que me miraba, que aquel hombre atractivo que tenía enfrente no era yo.
No me sentía parte de esa imagen. Era como si alguien más hubiera vivido una vida que me robaron, o como si me hubieran devuelto al mundo en un cuerpo que no me pertenecía.
Pensé en Dante. En lo fácil que sería odiarlo. Por todo lo que ocultó. Por las mentiras. Por haberme arrebatado una vida que, aparentemente, era mía. Pero no lo hice. No podía. Porque en el fondo, lo entendía.
Si la situación hubiera sido al revés, si él estuviera en peligro y yo tuviera el poder para protegerlo… probablemente habría actuado igual. O peor. No por amor —porque yo no amo—, sino por lealtad. Por ese vínculo retorcido que solo se entiende entre hermanos que han pasado por la mierda juntos.
Sí, habría mentido. Habría enterrado la verdad con mis propias manos y la hubiera sellado con fuego si eso significaba salvarlo.
Así que no, no lo odiaba. Lo que me jodía era no saber quién era realmente. Si el hombre de la carta. Si el animal que se despertaba en mí cuando alguien sangraba. Si el hermano traicionado. O si simplemente era un monstruo con cicatriz en la cara y un hueco en el alma.
Y lo peor… era que tal vez todas esas versiones eran verdad.
Los tiquetes estaban sobre la mesa. Tres pasajes de ida a Velmont.
Dante los había comprado en silencio, como si supiera que, llegado este punto, ya no habría marcha atrás. No necesitó pedirme permiso, ni preguntarme si estaba listo. Yo no estaba listo. Pero igual iba a ir.
Velmont. Un nombre que antes no me decía nada. Una ciudad cualquiera, un punto más en el mapa. Ahora, representaba respuestas. O quizás, más preguntas. Pero si había una mínima posibilidad de entender qué carajos estaba roto dentro de mí, entonces valía la pena.
Valeria. Ese maldito nombre me taladraba la cabeza desde que vi su rostro en esa fotografía. No recordaba su voz, su olor, ni cómo se sentía tenerla cerca, pero mi cuerpo reaccionaba como si lo supiera. Cada vez que veía esa imagen, algo se contraía en mi interior. No era nostalgia —yo no sentía nostalgia—. Era otra cosa, algo más oscuro, más denso. Como si una parte de mí estuviera golpeando la puerta desde adentro, intentando salir.
Leí esa carta más veces de las que puedo contar. La que había escrito con mi puño, pero con una mente que ya no reconocía como mía. Era patética. Había ternura en esas líneas, devoción… incluso amor. Ese Lucas me daba asco. Un hombre débil. Manipulable. Que se arrodillaba frente a una mujer. ¿Quién carajos era ese tipo? Porque no podía ser yo.
Y sin embargo… algo en mí quería saber por qué.
¿Qué tenía ella? ¿Qué tenía esa mujer para haber sido capaz de domesticar al demonio que soy? ¿Qué podía haber en una mirada, en un roce, que hiciera que yo me doblegara ante ella?
El instinto me decía que encontrarla no iba a curarme. Nada lo haría. Pero sí podía mostrarme qué parte de mí seguía siendo real. Si alguna vez fui ese hombre. Si Eros era realmente mi hijo. Si alguna parte de lo que Dante me contó tenía sentido… o si todo era otra puta mentira.
Así que sí, iría a Velmont. A ver a esa mujer que me temblaba en los huesos sin siquiera conocerla. A mirar a los ojos a ese muchacho que llamaban mi hijo. A enfrentar la verdad, aunque fuera una que no pidiera recordar.
Y si algo en todo esto no me gustaba… bueno.
Siempre había una forma de silenciar los recuerdos. A veces… con sangre.
...****************...
Los días en Velmont resultaron más confusos de lo que esperaba. Creí que con verla tendría todas las respuestas. O que el simple hecho de acercarme a ese muchacho, si realmente llevaba mi sangre, me daría algún tipo de certeza. Pero no fue así. Lo único que conseguí fue enredarme más.
Quería estar cerca de él. De ese supuesto hijo que, según Dante, era mío. No podía quedarme al margen, no era mi estilo. Así que hice lo que mejor se me da: eliminar al obstáculo. El imbécil del profesor de anatomía no solo tenía un historial sucio, sino que además era patético… merecía morir. Tomar su puesto fue demasiado sencillo. Como matar dos pájaros de un tiro. Lo saqué del camino y tomé su lugar en la universidad.
Y cuando finalmente tuve de frente al chico, lo supe. No necesitaba pruebas. Bastó una mirada. Lo sentí en la piel. Me erizó los vellos del brazo como una descarga. Era mi sangre. Eso era incuestionable. Pero… también fue decepcionante.
Sí, era inteligente. Un cerebrito. Un nerd perdido entre libros y ecuaciones, pero débil. Débil como esos que suplican antes de morir. No era así como debía ser un hijo mío. Un hijo de Lucas Santori debía tener fuego en los ojos, y ese mocoso tenía dudas, miedo… ternura.
Por eso fui tosco. Por eso lo avergoncé delante de todos. Porque en mi cabeza, si realmente era mi descendencia, no podía permitirle ser frágil. No podía tolerarlo.
Pero nada de eso me sacudió tanto como ella.
Valeria.
Esa maldita mujer irrumpió en mi casa en medio de la noche como si el mundo le perteneciera. Como una sombra afilada que venía a reclamarme algo que ni siquiera sabía si era mío. Me vigiló. Me enfrentó. Me habló con rabia, como si me conociera mejor que yo mismo.
Verla… fue como sentir un puñal enterrarse en el pecho. Y no hablo de uno de esos cortes limpios. No. Fue uno de esos que arden, que se abren lentamente, que no sabes si duelen o si te están haciendo recordar algo que no quieres recordar.
Una parte de mí quiso decirle la verdad allí mismo, en ese maldito jardín donde me encaró. Decirle quién era yo. Todo. Pero otra parte… otra parte disfrutó ver la confusión en su rostro. El temblor de su voz. La forma en que se estremeció cuando me acerqué. La tensión en sus músculos. Ese gesto de deseo disfrazado de asco mezclado con algo que no se atrevía a aceptar.
Yo también temblé. Aunque no lo mostré. Aunque me mantuve firme. Sentí mi cuerpo reaccionar. Mi miembro se endureció con solo verla. Absurdo, ridículo… peligroso. Pero no podía evitarlo.
Mi mente quizás la había olvidado. Pero mi cuerpo… mi cuerpo parecía recordar perfectamente quién era ella.
Y eso me molestaba más que cualquier otra cosa.
La seguí esa noche. No sé por qué lo hice. Tal vez por curiosidad. Tal vez por esa maldita sensación incómoda que había dejado nuestro encuentro en el jardín. La observé desde la distancia, escondido entre sombras como el fantasma que, para ella, yo era. La vi caer de rodillas frente a esa tumba con mi nombre grabado en piedra. Lucas Santori. Qué jodida ironía. Yo no estaba ahí. Nunca estuve.
La escuché hablarle al supuesto cadáver que se pudría bajo esa lápida, reclamándole por haberla dejado sola, por no haber peleado por ellos, por haber muerto. Por haberla abandonado. Su voz se quebraba, y con ella, algo dentro de mí también.
Y eso me cabreó.
Me cabreó sentir algo. Me cabreó sentirme débil. Me cabreó verla tan jodidamente destruida… y que eso me importara. Yo no soy ese hombre. Yo no me rompo. Yo no me quedo en tumbas fingidas a escuchar lamentos por una vida que nunca tuve.
Preferí largarme antes de seguir inhalando esa atmósfera cargada de algo que no entendía. De algo que no quería entender. Me asfixiaba estar cerca de ella, de ese recuerdo que no era mío pero que mi cuerpo parecía reconocer. Maldita sea… sentía. Y eso no era normal. No en mí.
No sabía qué carajos me había hecho esa mujer. No sabía por qué el solo verla bastaba para que algo en mí se estremeciera como si estuviera a punto de romperse. Pero lo que sí sabía… era que no quería volver a repetirlo.
No quería ser ese imbécil que escribió una carta de despedida. Ese patético idiota que creyó, aunque fuera por un instante, que podía tener una vida normal junto a ella. Ese que soñó con una familia, con un hijo, con amaneceres sin sangre.
No. Ese no soy yo.
Ese Lucas murió. Si es que alguna vez existió.