Abril Ganoza Arias, un torbellino de arrogancia y dulzura. Heredera que siempre vivió rodeada de lujos, nunca imaginó que la vida la pondría frente a su mayor desafío: Alfonso Brescia, el CEO más temido y respetado de la ciudad. Entre miradas que hieren y palabras que arden, descubrirán que el amor no entiende de orgullo ni de barreras sociales… porque cuando dos corazones se encuentran, ni el destino puede detenerlos.
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CAPITULO 22: Muerte de Abril Ganoza Arias
En el centro de la ciudad, la anciana María miraba tranquila su programa de espectáculos cuando, de pronto, la transmisión fue interrumpida por una noticia de último minuto.
—“Terrible accidente de tránsito. Se confirma la identidad de la víctima: Abril Ganoza Arias ha perdido la vida” —anunció la presentadora, mientras la cámara enfocaba a la reportera desde el lugar del siniestro.
El té resbaló de las manos de la anciana y la porcelana se estrelló contra el suelo, pero ella ni lo notó.
Lagrimas gruesas comenzaron a recorrer sus mejillas. Esa niña, a la que había tomado tanto cariño desde pequeña, ahora estaba muerta.
María se llevó ambas manos al pecho, sintiendo que el aire le faltaba.
—Mi niña… —susurró en un hilo de voz, rota por dentro—. Mi pequeña Abril…
La mujer que ayudaba en las labores del hogar, al verla en semejante estado, corrió a tomar el teléfono. Con voz apresurada y preocupada llamó a Alfonso.
—Señor Brescia, venga de inmediato. La señora María está mal…
Alfonso, sentado en su oficina, aún sumido en la rutina de trabajo y en la rabia contenida que lo perseguía, se levantó de golpe al escuchar aquello. Tomó su saco y salió sin responder, solo con un pensamiento: “¿Qué le pasa a mi abuela?”
En el auto, mientras el chofer conducía, Alfonso abrió distraídamente sus redes sociales. La primera publicación que vio fue la confirmación oficial de la muerte de Abril Ganoza. Siguió deslizando y, en otra nota, apareció una foto antigua: Abril, de 15 años, al lado de Arturo Ganoza.
Alfonso frunció el ceño. El parecido era innegable.
—¿Estoy enloqueciendo…? No, basta… —se dijo, guardando el celular con brusquedad, intentando convencerse de que todo era una ilusión nacida de la nostalgia y del dolor.
Al llegar al departamento, corrió hasta la sala y encontró a su abuela llorando desconsolada. Se arrodilló frente a ella, tomándole las manos.
—Abuela, ¿qué pasa? ¿Te duele algo? —preguntó con la voz entrecortada, aterrado de verla así.
María lo miró con los ojos enrojecidos y le acarició el rostro con ternura.
—Mi niño… Abril tuvo un accidente. Murió.
El mundo de Alfonso se vino abajo. Sintió un nudo en la garganta, un dolor que lo dejó clavado en el suelo. Una parte de él quería seguir odiándola por lo que creía que había hecho, pero escuchar de la boca de su abuela esa cruel verdad le arrancó hasta el último suspiro. Se desplomó, temblando, incapaz de contener las lágrimas.
María continuó, entre sollozos:
—No quiero imaginar cómo estarán sus padres y su hermano. Ella era la luz de los Ganoza, su princesa. Dereck la adoraba tanto, incluso llegó a enfrentarse con su padre cuando él le retiró las tarjetas para obligarla a madurar.
Alfonso, hundido en el dolor, escuchó a su abuela con el corazón hecho pedazos.
—Ella se estaba volviendo arrogante, sí… una niña mimada. Pero por eso su padre pidió ayuda, no quería que su hija se perdiera. Me buscó para que intercediera y por eso la puse a trabajar contigo. Abril tenía miedo de confesarte quién era en verdad… pero conmigo planeaba contártelo todo en una cena. Quería que conocieras a su familia, que la aceptaras con sus defectos y virtudes. Porque sí, Alfonso… esa niña te amaba con el alma.
Alfonso no pudo más. Lloró como nunca antes, con el rostro escondido en el regazo de su abuela.
—¡Por mi culpa, abuela! —gritaba entre sollozos—. ¡Yo la maté con mis palabras! La traté como basura, la rechacé, y ahora ya no está.
María acariciaba su cabello, intentando consolarlo mientras también lloraba.
—No digas eso, hijo. No fue tu culpa…
Pero Alfonso no la escuchaba. Estaba destruido. La imagen de Abril sonriéndole, la dulzura de su voz, sus caprichos, sus miradas llenas de vida… todo se mezclaba con la crudeza de la noticia. El impacto lo quebró por completo. El hombre arrogante, frío y prepotente se desmoronó.
Ese dia, Alfonso Brescia, el CEO temido, dejó de ser invencible: se convirtió en un hombre roto, destrozado por el amor que creyó haber perdido para siempre.
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En la mansión Brescia, Aurora descansaba en su elegante sala, hojeando una revista de sociedad, cuando la voz de la televisión captó su atención.
—“Último minuto: confirmada la identidad de la víctima del accidente automovilístico. Se trata de Abril Ganoza Arias, de 19 años, hija menor del reconocido empresario Arturo Ganoza”.
El mundo se le vino abajo. La revista cayó de sus manos y el té que tenía sobre la mesa tembló al chocar contra el piso.
Aurora llevó ambas manos a su boca, sus ojos se abrieron con incredulidad. Sintió un nudo en la garganta, tan apretado que apenas podía respirar.
—No… no… esto no puede ser… —susurró con un hilo de voz.
Las imágenes en la pantalla mostraban el barranco, el humo, los restos irreconocibles del auto. Y el nombre de Abril se repetía una y otra vez en el cintillo informativo.
Aurora, que había urdido planes para desprestigiarla, se sintió por primera vez como una villana de su propia historia.
Las lágrimas comenzaron a correr por su rostro maquillado, arruinando su impecable apariencia.
—Dios mío… ¿Qué hice? —murmuró entre sollozos, recordando las palabras envenenadas, las trampas, las humillaciones. Todo lo que había hecho para alejarla de Alfonso.
De pronto sintió un vacío en el estómago y un escalofrío recorrerle el cuerpo.
—Yo… yo ayudé a destruirla… —se recriminaba, tapándose el rostro con ambas manos.
En su corazón, Aurora siempre creyó estar protegiendo a su hijo. Creía que Abril era un obstáculo, una amenaza. Pero ahora comprendía que quizá había arrancado la única felicidad genuina que Alfonso había conocido en toda su vida.
Un gemido desgarrador escapó de su pecho.
—Perdóname, Alfonso… perdóname, Abril… —susurró.
En ese instante entró Néstor, su esposo, sorprendido al verla de rodillas en medio de la sala, con la mirada perdida y el maquillaje corrido. Se apresuró a abrazarla.
—¿Qué ocurre, Aurora?
Ella lo miró con desesperación.
—La muchacha… Abril… murió. Y yo… yo la odié… yo la quise sacar de la vida de nuestro hijo… Néstor.
El empresario la abrazó en silencio, con el rostro sombrío. Él sintió que el castigo era demasiado cruel: ver a su hijo sumido en un dolor que ninguno de ellos podría reparar.
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La lluvia caía con furia sobre el camposanto, como si el cielo llorara junto a la familia Ganoza la pérdida de su hija. El viento agitaba los árboles y el sonido del trueno retumbaba en los corazones de todos los presentes.
Poco a poco, los allegados fueron retirándose, dejando solos a Arturo, Cori y Dereck frente a la nueva lápida, donde en letras delicadas y elegantes se leía:
“Abril Ganoza Arias”
Un nombre grabado en piedra, que parecía imposible de aceptar.
A lo lejos, oculto en la penumbra de los cipreses, Alfonso observaba. Vestía de negro absoluto, el rostro serio y devastado, como un espectro atrapado en su propio tormento. La visión de aquella familia rota lo atravesaba como un cuchillo, porque en su conciencia sabía que la muerte de Abril llevaba su firma.
La agonía lo consumía, pero sus pies, pesados como plomo, lo obligaron a avanzar cuando los padres y el hermano se alejaron.
Con manos temblorosas, rozó la fría superficie de la lápida, delineando cada letra como si quisiera grabarla en su piel.
—Perdóname, mi amor… —susurró, y su voz se quebró en un llanto amargo que solo el viento escuchó.
En silencio, se juró a sí mismo no volver a amar, no abrir jamás su corazón. “Serás mi único amor, mi pequeña celosa”, murmuró, sintiendo que su vida había quedado vacía para siempre.
De pronto, una mano firme se posó en su hombro. Alfonso se giró lentamente y se encontró con la mirada dura y enrojecida de Dereck. Los ojos del joven ardían de dolor, pero también de un rastro de compasión.
—Fuiste muy importante para ella —dijo con voz grave, intentando ordenar su rabia para poder hablar—. ¿Sabes? Cuando me hablaba de ti, sus ojos brillaban como nunca. No sé qué pasó entre ustedes… pero ese día llegó a casa llorando. Y en vez de encontrar consuelo, encontró a un padre que, cegado por el enojo, levantó la mano contra ella.
El aire se le escapó del pecho a Alfonso, cada palabra de Dereck era un puñal que hundía más su culpa. No pudo contenerse más y le confesó todo, palabra por palabra, lo mismo que ya le había dicho a su abuela. Su voz temblaba y sus lágrimas se mezclaban con la lluvia.
Entonces llegó el golpe. Dereck, sin poder evitarlo, le asestó un puñetazo directo al rostro.
Alfonso no se defendió, no levantó ni un dedo: lo aceptó como un castigo merecido. Cerró los ojos, esperando más golpes, pero lo que recibió fue diferente: Dereck lo sostuvo del brazo y apretó con fuerza su mano.
—No vuelvas a tocar a una mujer. Porque si lo haces… sentirás el espíritu de mi hermana. Ella era celosa, Alfonso, muy celosa y muy terca. Y te juro que no te lo perdonaría.
Una mueca amarga, casi una sonrisa, se formó en sus labios. Alfonso lo miró, con el rostro adolorido, y respondió con la voz quebrada:
—Tenlo por hecho, Dereck. Moriré soltero. Porque sé que, donde esté, Abril me estará vigilando. Quizá ahora esté furiosa conmigo… pero yo la amaré hasta mi último aliento.
Y volvió a clavar la mirada en la lápida, como si pudiera atravesar la piedra y alcanzar el alma de la mujer que lo había cambiado todo. El dolor de su ausencia lo acompañaría para siempre.