Para Maximiliano Santos la idea de tener una madrastra después de tantos años era absurdo , el dolor por la perdida de su madre seguía en su pecho como el primer día , aquella idea que tenía su padre de casarse otra vez marcaría algo de distancia entre ellos , el estaba convencido de que la mujer que se convertiría en la nueva señora Santos era una cazafortunas sinvergüenza por ello se había planteado hacer lo posible para sacarla de sus vidas en cuánto la mujer llegará a la vida de su padre como su señora .
Pero todo cambio cuando la vio por primera vez , unos enormes ojos color miel con una mirada tan profunda hizo despertar en el una pasión que no había sentido antes , desde ese momento una lucha de atracción , tentación , deseo , desconfianza y orgullo crecía dentro de el .
Para la dulce chica el tener que casarse con alguien que no conocía representaba un gran reto pero en su interior prefería eso a pasar otra vez por el maltrato que recibió por parte de su padre alcohólico.
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CAPITULO 21
El Precio del Deseo"
Eda.
La luz comienza a molestarme en la cara. Aun con los ojos cerrados, intento darme la vuelta para cubrirme, pero lo que consigo es chocar con algo duro y suave a la vez.
Abro los ojos y me encuentro con la piel cubierta de tinta, el olor masculino, tan característico del último hombre en el que debo fijarme, se cuela por mis fosas nasales, embriagándome por completo.
Sus brazos fuertes están sobre mi cintura; aun dormido, me estrecha contra él, como si temiera perderme. Recuerdos de todo lo que pasó durante la madrugada inundan mi mente sin contemplación alguna.
El cuerpo lo tengo adolorido, pero, ¿cómo no? Max no dejó un centímetro de mi cuerpo sin tocar, lamer y apretar. Nuestro encuentro fue diferente al primero: fue rudo, pero placentero, eso no puedo negarlo. Lo que hicimos me hizo sentir otra vez al borde de la locura, de un abismo que me tienta a lanzarme en su vacío.
Levanto la vista hacia la pared del frente y lo que veo me espabila del todo: el reloj marca las diez y media de la mañana. Sin más, me aparto de él y salgo de la cama con la velocidad de un rayo. Max comienza a moverse y a abrir los ojos; el azul intenso de estos parece más claro con el reflejo de la luz que entra por la ventana. En los segundos siguientes, ninguno de los dos dice nada; solo nos quedamos allí mirándonos, como si el simple hecho de hacerlo pudiera aclarar todo.
—No nos pueden ver juntos —es lo único que alcanzo a decir, mi voz temblando con la urgencia de la situación.
Cojo la bata que está en el suelo y corro hacia el baño, envuelta en la sábana. Cierro la puerta y apoyo mi espalda contra la superficie dura, mi pecho sube y baja con prisa, mis ojos se encuentran con mi propio reflejo en el espejo.
Dejo caer la sábana; la piel de mis pechos tiene marcas rojas, al igual que mis muslos y mi abdomen. Ni siquiera mis cicatrices se notan tanto como estas marcas, que son muestra de lo que ocurrió entre nosotros.
Me echo un poco de agua en la cara y enjuago mi boca. Tomo el cepillo que está sobre el lavabo y me peino, intentando arreglarme lo más que pueda para poder salir de aquí.
Tomo la bata que traía y, cuando la deslizo sobre mi cuerpo, me doy cuenta de la ruptura que tiene en un costado. El recuerdo de las manos de Max rompiéndola sin previo aviso me golpea de frente.
Así mismo me la pongo, sobre el albornoz que apenas me llega a las rodillas. La cobardía se apodera de mí cuando coloco la mano en el pomo de la puerta para salir e irme a mi habitación.
Me hago de todo mi valor y la giro, pero lo que me encuentro de frente me hace cuestionarme por qué no he salido por la ventana.
Maximiliano está de pie frente a la puerta, los brazos en jarra, sus músculos definidos en todo su cuerpo, que solo va cubierto por unos boxers negros ajustados que no dejan nada a la imaginación. Su cabello oscuro está alborotado, y la sombra de la barba cubre su mentón, mientras los tatuajes brillan bajo la luz que entra, incluso las marcas que le hice con mis uñas cuando nos estábamos consumiendo.
Pero nada de eso me altera tanto como lo hacen sus ojos, un azul profundo, ese mismo que anuncia la próxima llegada de la tormenta.
—No quiero hablar ahora mismo, Max —digo, intentando evitar volver a caer en su trampa.
Comienzo a andar, pero cuando paso a su lado, su mano me sujeta por el brazo con algo de fuerza.
—No siempre podrás escapar de esto, Eda —suelta, su voz grave resonando en el aire—. Llegará el día en que no te dejaré huir.
Un cosquilleo me recorre la médula completa, siento mi pecho subir y bajar con descontrol. Fundo mi mirada en la suya, intentando vislumbrar algún rasgo de juego en él, pero es absurdo; no hay nada.
Todo lo demás se desvanece, la cobardía se va a pique y no soy capaz de controlar nada, ni mi propio cuerpo. Max me lleva contra él y me besa, igual que en la madrugada, con vehemencia, sin piedad. Con hambre y lleno de lujuria.
Me toma por la cintura y me hace envolver mis piernas en su cintura; mi espalda impacta contra la pared. Y de repente, toda mi visión se nubla cuando lo siento entrar en mí con rudeza.
—Se te olvidó darme los buenos días, Eda —dice, con su cara enterrada en mi cuello, sin dejar de moverse dentro de mí.
.........
Hora de la comida
La mesa estaba servida. Las empleadas habían seguido la orden de Joseph de preparar una buena comida.
Ya se había notificado a Eda y a Max que la comida estaba lista.
Max fue el primero en bajar, y al hacerlo se encontró con su hermano ya sentado a la mesa.
—¿Se te han pegado las sábanas, hermanito? —preguntó el rubio con burla.
—No tenía humor para soportar a nadie —respondió el hombre de cabello oscuro, que aún tenía el pelo húmedo por la ducha que se había dado.
Después del encuentro que tuvo con Eda en su habitación, se vio obligado a bajar la temperatura que consumía su cuerpo bajo el agua fría. Pero a decir verdad, el frío no fue el único que lo afectó; Eda también se tuvo que quedar un buen rato en la bañera, intentando entender cómo pasó de no tener idea alguna de lo que era un momento de intimidad a desear muchos más como los que él le daba.
—He ido a la obra —soltó el rubio— y me encontré con la pesada de Emma —dijo
torciendo el gesto.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? —replicó Max, desinteresado.
—No sé cómo diablos la soportas —se quejó el otro, pero Max no dijo ni una sola palabra más.
Unas pisadas irrumpieron en el lugar. Cuando Max alzó la vista, sus ojos se posaron sobre la recién llegada, y su cuerpo se sacudió.
Eda entró vistiendo un sencillo pero hermoso vestido floreado, con colores vivos que resaltaban en su piel blanca. Su cabello suelto caía como una cascada sobre sus hombros. Había algo, algo casi imperceptible en ella, que demostraba que había dejado la inocencia atrás.
—¡Buen provecho! —dijo ella al tomar asiento en su sitio, justo enfrente de Max.
Quien, con disimulo, tuvo que aflojar los primeros botones de su camisa cuando sintió que el aire se ponía pesado al entrar en sus pulmones.
—Igualmente, Eda —respondió el rubio, mientras el otro seguía en silencio.
—Eda, quería comentarte algo que creo que te gustará —incluso Max posó los ojos sobre su hermano—. Habrá una fiesta en el pueblo, será benéfica. ¿Te apetece ir? —preguntó.
—¡Oh, sí, claro que sí! —respondió ella con claro entusiasmo, una sonrisa de oreja a oreja cubrió su rostro, desatando en Max una oleada de sensaciones que no había experimentado antes al ver un acto tan sencillo como ese en una mujer.
—¿También irás, Max? —preguntó mirando a su hermano.
El pelinegro levantó la vista hacia su hermano y no tardó en negar.
—No tengo mucho tiempo como para perderlo en eso —suelta mientras elevaba la copa de vino a la boca.
Joseph puso los ojos en blanco antes de seguir comiendo.
—Aún faltan dos días para el sábado —dijo con calma—. Tengo esperanza de que cambies de opinión.
Max no dijo nada, solo se limitó a comer, mientras los otros dos seguían platicando.
Después de la comida, el pelinegro se dirigió a la obra; la tensión que tenía en el cuerpo sentía que debía despojarla en el trabajo.
Eda, junto a Joseph, se dirigían a las caballerizas. Desde que la chica puso un pie dentro, una sonrisa cubrió su rostro.
—¡Está muy grande! —exclamó ella mientras se acercaba al potrillo que había ayudado a nacer meses antes.
—Sí, y todo gracias a ti —le dijo el rubio—. ¿Te gustan mucho los caballos? —preguntó, y ella no dudó en asentir.
—Muchísimo —aseguró—. Hay días en los que lo único que me gustaría hacer es montar, hacerlo con tanta libertad que...
Eda se calló de golpe, pues se dio cuenta de que quizás aquello no fuera de la importancia del chico.
—Lo siento, me he emocionado —dijo apenada, mientras seguía acariciando el lomo del animal.
—No tienes por qué disculparte, Eda. Es bueno saber que te gustan —le aseguró él.
—Bien, pero sí, Joseph, me gustan muchísimo los animales —aseguró ella.
Mike llegó junto a ellos y, con sutileza, se unió a la conversación. Eda sonrió con disimulo, pues sabía lo que él intentaba hacer: traer a la yegua que era de su hermano.