Briagni Oriacne es una mujer como mucha fuerza mental, llega a un momento de colapso donde su felicidad se ve vista en declive ¿Qué hará para alcanzar la felicidad ?
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Una Felicidad Fugaz
El lugar vibraba con luces tenues, música envolvente y un aire espeso de deseo flotando en el ambiente. Briagni se movía entre la gente con elegancia, como si el vestido no fuera ropa, sino parte de su piel. No necesitaba hablar para llamar la atención: bastaba con verla caminar, con la espalda descubierta y la mirada serena, para que muchos se giraran. La deseaban sin saber siquiera por qué. Pero ella… ella solo estaba disfrutando de sí misma.
Por primera vez en mucho tiempo, se sentía ligera. El ritmo de la música le recorría los hombros, la cintura, los dedos. No bailaba para seducir, ni para agradar. Bailaba porque quería. Porque ese era su momento. Sonreía. Brillaba.
Mientras tanto, Micaela se había evaporado entre la multitud hacía ya rato. Briagni la vio, a lo lejos, riéndose con un hombre de esos que parecen haber sido tallados por los dioses, alto, piel canela, sonrisa de infarto, una seguridad arrolladora que se notaba desde la entrada. Micaela estaba fascinada. Y aunque Briagni sonrió al verla tan feliz, no se sintió desplazada. Estaba bien sola. Estaba bien consigo misma.
Unas horas más tarde, Micaela reapareció entre las luces, jadeando levemente, con el maquillaje intacto pero los ojos brillando.
—¡Amiga! ¡Este hombre es el pecado hecho persona! —gritó sobre la música mientras se acercaba.
Briagni se rio, girando la copa entre sus dedos.
—¿Tan así?
—¡Bri! Es que no tienes idea. Es de esos que uno no encuentra dos veces. Me invitó a su casa.
Briagni alzó una ceja con una sonrisa suave, pero sin perder la sensatez.
—¿Estás segura?
Micaela asintió con entusiasmo, pero bajó un poco la voz.
—Sí… o sea, no es que me lance sin pensar. Hemos hablado casi toda la noche, y hay química, hay respeto. Pero igual… me siento un poco mal dejándote aquí sola.
—Ey, mírame —dijo Briagni, tomándola de la mano—. Estoy bien, en serio. Esta noche me ha hecho bien. De verdad. Pero por favor, antes de irte… compárteme tu ubicación.
Micaela sonrió con cariño, con esa expresión que mezcla ternura y admiración.
—Sabía que me lo ibas a decir. Ya la estoy enviando —dijo, mientras abría el celular y compartía la ubicación en tiempo real—. Si me desaparezco, sabrás en qué lugar buscar mi cadáver.
—Muy graciosa —rió Briagni—. No es por desconfiar, es solo… ya sabes.
—Lo sé. Por eso te amo. Y si me da mala espina en algún momento, salgo corriendo y te llamo.
—Perfecto. Diviértete. Solo cuídate, ¿sí? Mañana me cuentas todo… con detalles, obvio.
Micaela la abrazó fuerte.
—Gracias por dejarme ir, me sientas relajada. Esto me hacía falta.
—si jumm a ti te hacía falta alguien que te acomode el utero así sea por una noche, Ahora ve, que yo en un rato también me voy.
—¿Estás segura?
—Segurísima. Estoy disfrutando mucho, créeme.
Micaela sonrió por última vez, como solo una amiga sabe sonreír cuando se despide de alguien que la conoce por dentro. Y entonces se fue. No sin antes lanzar un beso al aire.
Briagni se quedó ahí, sintiendo el eco del momento.
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El cielo ya estaba comenzando a ceder ante el amanecer cuando Briagni entró en casa. Las luces tenues del pasillo le dieron la bienvenida como un suspiro cálido. Cerró la puerta con suavidad, como si no quisiera despertar ni al silencio.
Se apoyó un instante contra la madera, sonrió con los ojos entrecerrados y murmuró para sí misma, entre una risa suave y el agotamiento:
—Esta noche fue increíble.
Caminó descalza sobre el suelo frío, con los tacones en la mano, el vestido aún brillando con rastros de neón y perfume. La sensación de libertad la envolvía como un abrazo invisible. Estaba feliz, realmente feliz… pero no del tipo de felicidad que se instala, sino la que pasa como un cometa brillante: rápida, intensa, hermosa.
Al llegar a su habitación, dejó el vestido con cuidado sobre el respaldo de una silla y caminó hacia la bañera. Encendió las luces cálidas del baño y, sin prisa, abrió el grifo. Mientras la tina se llenaba, reprodujo una de sus playlists favoritas, música romántica antigua, esas canciones que siempre la habían acompañado, que la hacían pensar en la ternura amorosa de sus padres, en las tardes largas de infancia, en bailes lentos que nunca vivió, pero siempre sintió suyos.
Se sumergió en el agua espumosa, cerró los ojos y por primera vez en mucho tiempo no pensó en lo que faltaba. Solo agradeció. Agradeció por estar, por que bailó, por su risa que estalló, por las miradas que compartió, por no necesitar la validación de nadie. Solo por ser.
Permaneció ahí largo rato, como si el agua la acunara. Cuando salió, su cuerpo estaba tibio, relajado, renovado. Sin apuros, sin miedo, sin vergüenza, caminó desnuda por su hogar, como quien por fin reconoce que el lugar le pertenece. Una casa para ella sola, conquistada con esfuerzo, con soledad, con amor propio.
Ya en su habitación, se colocó una de sus pijamas suaves, se recostó en la cama y, con una sonrisa apenas dibujada, cerró los ojos. La ciudad allá afuera comenzaba a despertar. Ella, en cambio, por fin descansaba.
El timbre sonó eran aproximadamente las 8:30 de la mañana
Micaela apareció radiante, despeinada, sin maquillaje pero con una luz contagiosa en el rostro. Llevaba un café en la mano y una sonrisa de escándalo.
—¡Tú no sabes la noche que tuve! —dijo, entrando como un rayo de sol.
Briagni rió desde la cocina, aún con el cabello mojado, sujetando una taza.
—Y tú no sabes la paz con la que dormí.
—¿te cuento todo?
—Obvio.
Se miraron, cómplices, y sin necesidad de más palabras, supieron que estaban viviendo una nueva etapa. De mujeres, de amigas, de vidas que se expanden.