Anastasia Volkova, una joven de 24 años de una distinguida familia de la alta sociedad rusa vive en un mundo de lujos y privilegios. Su vida da un giro inesperado cuando la mala gestión empresarial de su padre lleva a la familia a tener grandes pérdidas. Desesperado y sin escrúpulos, su padre hace un trato con Nikolái Ivanov, el implacable jefe de la mafia de Moscú, entregando a su hija como garantía para saldar sus deudas.
Nikolái Ivanov es un hombre serio, frío y orgulloso, cuya vida gira en torno al poder y el control. Su hermano menor, Dmitri Ivanov, es su contraparte: detallista, relajado y más accesible. Juntos, gobiernan el submundo criminal de la ciudad con mano de hierro. Atrapada en este oscuro mundo, Anastasia se enfrenta a una realidad que nunca había imaginado.
A medida que se adapta a su nueva vida en la mansión de los Ivanov, Anastasia debe navegar entre la crueldad de Nikolái y la inesperada bondad de Dmitri.
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3; Papeles que huelen a sangre
No sé cuánto tiempo estuve allí parada, en esa habitación que olía a madera y menta. Solo sé que, en algún momento, alguien tocó a la puerta. Un golpe seco. Ni apresurado ni amable.
-Señorita Volkova -dijo la misma mujer de antes, sin emoción-. El señor Nikolái espera su presencia en el comedor. La cena está servida.
Me lavé la cara antes de salir. No porque quisiera verme bien, sino porque detestaba que él, que ellos, vieran la hinchazón en mis ojos. Si ya me habían roto por dentro, no iba a regalarles también lo que quedaba por fuera.
El pasillo era igual de frío que todo lo demás. Mármol, madera oscura, cuadros antiguos y silencio. Un silencio que pesaba. Cada paso mío resonaba en todo el lugar.
La puerta del comedor estaba entreabierta. Empujé con suavidad. El primer rostro que vi fue el de Nikolái, sentado en la cabecera, No levantó la mirada. Estaba ocupado revisando algo en su teléfono.
Me senté sin preguntar.
Un par de minutos después, la puerta del comedor se abrió. No lo miré de inmediato. Solo noté un cambio en el ambiente, como una especie de presencia que exigía atención... aunque no dijera ni una palabra.
Entonces lo vi.
Él no era como Nikolái. Para empezar, vestía de forma más relajada. Una camisa blanca remangada, pantalón oscuro, sin chaqueta. Pero lo que más me llamó la atención fue su rostro. Dios era Hermoso, sí, pero... inquietante. de cabello casi blanco. No rubio. Blanco. Como nieve en penumbra. Su piel pálida y sus ojos-cuando alzó la mirada por un instante-eran de un gris tan claro que casi parecían plateados. Pero lo más perturbador era que no parecía sorprendido de verme. Como si ya supiera exactamente quién era yo.
Me miró. Solo un segundo. Nada más. Pero fue suficiente para que algo en mí se tensara.
-Llegas tarde -dijo Nikolái, sin levantar mucho la voz.
-Tú dijiste a las ocho. Son las ocho en punto -respondió el otro con una media sonrisa, sentándose con calma.
La silla era demasiado firme, la luz demasiado blanca, y el mantel... bueno, digamos que el mantel probablemente costaba más que todo mi armario.
-Ella será la nueva encargada de los registros médicos y el inventario farmacéutico -dijo Nikolái, como si hablar de mí fuera igual que mencionar el clima.
-¿Registros médicos? -pregunté antes de pensarlo.
-Aquí no solo se maneja dinero -respondió él, partiendo el pan con esa calma que me sacaba de quicio-. También tenemos instalaciones. Clínicas privadas. Laboratorios. Farmacias. Y tú... ayudarás a mantener todo eso funcionando. Tus estudios sirven de algo, después de todo.
Ahí estaba. Mi castigo disfrazado de utilidad.
-¿Y si no quiero? -pregunté, mirando mi plato vacío.
Silencio.
-Entonces tendrás que enfrentar las consecuencias-dijo finalmente, sin una pizca de humor.
Una carcajada baja salió del otro extremo de la mesa. El hombre de cabello blanco se había reclinado, observándome con una expresión que no supe leer.
-No seas tan drástico, hermano -dijo con voz grave, profunda pero suave-. La chica apenas llegó. Déjala digerir el infierno en pequeñas dosis.
¿Hermano?
Parpadeé.
¿Ese era Dmitri?
-Anastasia, el es Dmitri. Mi hermano menor -dijo Nikolái, como quien presenta un objeto de decoración exótica-. Él supervisará parte de tu trabajo. No me hagas quedar mal.
Dmitri me sostuvo la mirada un segundo. No era una mirada intimidante... pero tampoco indulgente. Había algo en él que parecía siempre estar a punto de esfumarse.
-Un gusto, señorita volkova-dijo, sin sonreír.
-Claro... encantada -respondí, aunque no lo estuviera.
El resto de la cena transcurrió en silencio. Pero no era un silencio incómodo. Era ese tipo de silencio donde se dicen más cosas que con palabras. Donde sabes que te están analizando. Pesando. Midieron cada gesto, cada respuesta. Y yo lo sentía. En los hombros, en la nuca, en el pecho.
Cuando todo terminó, me levanté sin esperar permiso.
-Mañana a las seis empieza tu primer día -dijo Nikolái antes de que saliera-. Espero que seas puntual.
No respondí. Solo asentí y caminé hacia la salida. Y mientras me alejaba, sentí la mirada de Dmitri en mi espalda. No era lasciva ni dura. Solo... intensa.
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Cuando dijeron que trabajaría con registros médicos, pensé que me darían un escritorio, una computadora y un jefe que me explicaría qué debía hacer.
Lo que no esperaba era que el edificio al que me llevaran pareciera un hospital privado de esos carísimos. De los que tienen vidrios polarizados, paredes impecables, y recepcionistas que te sonríen con los ojos muertos.
El cartel afuera decía: Centro Médico Volchya. Un nombre elegante para lo que parecía ser una clínica especializada en tratamientos de élite.
Entré sola. Nikolái me había dejado en la entrada con una sola frase:
-Hoy conocerás tu lugar. Sé puntual.
Después, el coche se fue como si me hubiera dejado en la escuela.
Cuando cruce las puertas de cristal, lo primero que me golpeó fue el olor. A limpio. Un desinfectante caro. Ese tipo de fragancia artificial que uno solo encuentra en clínicas privadas, donde una consulta cuesta más que el sueldo mensual de mucha gente. Por fuera parecía un hospital cualquiera. Moderno. Impersonal. Pero al entrar, me di cuenta de que no estaba en un lugar común.
Me guiaba una mujer de bata blanca, sujeta a una tablet, con paso firme y mirada que no dudaba. Me sorprendió que todos los que cruzábamos —doctores, asistentes, enfermeras— no eran matones disfrazados de personal médico, sino profesionales reales. Gente entrenada. Con diplomas y experiencia. Había un orden silencioso que imponía el respeto. Y eso lo hacía todavía más inquietante.
—Este es el ala de archivo clínico y farmacológico —explicó la mujer sin mirarme del todo—. Aquí es donde trabajarás. No necesitas saber todo. Solo lo que te corresponde. Te llegó por recomendación directa. ¿Sabes lo que eso significa, no?
Asentí, aunque no estaba segura de qué esperaba que entendiera. "Recomendación directa" en este contexto significaba que venía de parte de alguien con poder. Y todos aquí sabían a qué familia pertenecía ese poder.
El pasillo desembocaba en una sala climatizada, con estanterías llenas de carpetas codificadas, cajas selladas y refrigeradores especiales. Todo estaba clasificado y perfectamente ordenado. Demasiado ordenado.
—Tu función será revisar los registros de ingresos y distribución de medicamentos de uso restringido. Antibióticos, sedantes, anestésicos. Lo que salga o entre, pasa primero por ti. También tendrás acceso a los historiales de ciertos pacientes. —Se detuvo y por primera vez me miró directamente—. Algunos no tienen nombres. Solo códigos.
Tragué saliva. No era ingenua. Sabía qué significaba eso.
—¿Qué hago si hay algo que no cuadra?
La mujer sonrió apenas, sin humor.
—No habrá nada que no cuadre. Y si lo hubiera... no es asunto tuyo.
Asentí otra vez, aunque mi estómago se revolvía con una mezcla de adrenalina, miedo y una pizca —muy molesta— de curiosidad.
Ella me dejó sola en la oficina. A mi alrededor, solo hay archivos, carpetas y pantallas encendidas. Tomé asiento frente al computador central. La pantalla solicitaba una clave de acceso. Introduje la que me habían dado. Al entrar, lo supe: estaba oficialmente dentro.
El sistema estaba diseñado como cualquier otro que hubiera visto en hospitales reales. No había nada sospechoso a simple vista. Pero cuanto más exploraba, más notaba los detalles. Pacientes que aparecían y desaparecían sin explicación. Medicamentos marcados como "donación" que eran desviados en lotes cerrados. Nombres con más poder del que deberían tener en un archivo clínico.
Los Ivanov tenía su propio sistema de salud. Legal. Y al mismo tiempo, oscuro hasta la médula.
Y yo acababa de convertirme en una de las células que lo hacían funcionar.