Cathanna creció creyendo que su destino residía únicamente en convertirse en la esposa perfecta y una madre ejemplar para los hijos que tendría con aquel hombre dispuesto a pagar una gran fortuna de oro por ella. Y, sobre todo, jamás ser como las brujas: mujeres rebeldes, descaradas e indomables, que gozaban desatarse en la impudencia dentro de una sociedad atrancada en sus pensamientos machistas, cuya única ambición era poder controlarlas y, así evitar la imperfección entre su gente.
Pero todo eso cambió cuando esas mujeres marginadas por la sociedad aparecieron delante de ella: brujas que la reclamaron como una de las suyas. Porque Cathanna D'Allessandre no era solo la hija de un importante miembro del consejo del emperador de Valtheria, también era la clave para un retorno que el imperio siempre creyó una simple leyenda.
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CAPÍTULO DIECINUEVE
060 del Mes de Maerythys, Diosa del Agua
Día del Viento Susurrante, Ciclo III
Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria
Cathanna soltó una risa irónica, pues ya esperaba que sus compañeros la lanzaran de primera a aquel pantano, pero en lugar de ponerse a pelear, simplemente pasó entre todos y caminó hasta llegar al borde del agua, que, de solo verla, las náuseas le treparon por la garganta. Respiró pesadamente, cerrando los ojos por unos segundos. Luego dio un paso, y después otro, obligando a su cuerpo a continuar a pesar del ardor de sus músculos, hasta que la mitad de su cuerpo estaba bajo el agua.
Levantó la mirada al frente, ya le faltaba poco para salir de esa asquerosa agua, cuyo olor la mareaba. Sus ojos se clavaron en la escalada empinada que se alzaba a solo unos metros, y desde esa posición el muro parecía mucho más alto y amenazante de lo que tenía previsto. Maldijo de manera interna y mordió su lengua. Aun así, decidió no retroceder. Se impulsó hacia la orilla, arrastrándose sobre las piedras húmedas, dejando que el agua resbalara por su cuerpo mientras se ponía de pie con la mirada en el muro oscuro.
Al llegar a la base, levantó la mirada y colocó sus manos vendadas en las presas para comenzar a subir, pero de inmediato cayó de espaldas, soltando un fuerte chillido de dolor y elevando las manos como si eso pudiera aliviar el martirio que las golpeaban. Tras lo que pareció una eternidad para ella, logró ponerse de pie. No tenía prisa, pues sabía que ese hombre no la sacaría del castillo, aunque levantaría muchas sospechas sí sé tardaba demasiado y después caminara por los pasillos como si nada. Colocó las manos en las presas, aguantándose las ganas de gritar y escaló.
Cuando llegó al filo de la escalada, se resbaló y, en un parpadeo, su cuerpo cayó del otro lado, golpeándose la espalda y la cabeza. Dejó escapar un gemido tan fuerte que sintió vergüenza de escucharse a sí misma. Tardó mucho para incorporarse, pero lo hizo, se tambaleó unos segundos, tratando de recuperar el equilibrio mientras la mente le daba vueltas. Llevó la mano detrás de su cabeza y sintió el líquido espeso pegarse a sus dedos.
Miró de reojo a sus compañeros, y luego a Zareth, quien se encontraba con los brazos cruzados y la mirada tensa. Volvió la vista al frente, preparándose para el nuevo desafío que tenía delante de ella: arrastrarse como serpiente bajo una serie de troncos giratorios en llamas. Caminó de forma torpe y se agachó sin pensarlo mucho. Avanzó, sintiendo como la humedad se le metía por todo el uniforme y el olor a quemado por la nariz. Quiso detenerse, dejarse caer ahí mismo y rendirse. Pero sabía que no era una opción. No con todos esos ojos encima, esperando verla fracasar. No les daría el gusto.
—¡Tú puedes hacerlo, Cathanna! —le gritó Riven, ganándose un golpe por parte de Shahina—. ¿Qué?
—Por su culpa nuestra estabilidad en el castillo está colgando de un hilo, Riven —le dijo Shahina, cruzando los brazos mientras torcía los labios—. Deja de animarla.
—¿Y qué? —Pasó el brazo alrededor de sus hombros, como si fueran amigos de toda la vida—. Eso lo hace mucho más divertido, ¿no lo crees, Shahina?
—Tal vez para aquellos que no tienen nada que perder. —Quitó su brazo con desdén—. Como tú, Riven.
—Créeme que tengo mucho que perder si termino fuera de la academia —dijo, llevando la vista al frente—. Pero quejarme no me hará pasar ese desafío. Solo relájate, Shahina. Si entras con miedo, terminarás perdiendo.
—Sí, Shahina —añadió Loraine, inclinando la cabeza un poco para poder verla, ya que Riven estaba entre ambas—. No hemos visto a Cathanna ser grosera con nadie en el castillo. Posiblemente el comandante solo quería usarla como excusa para arrastrarnos al pantano. No lo tomes personal contra ella. No sacarás nada de eso.
—No quiero que me saquen de Rivernum —dijo Shahina, mordiendo levemente su labio—. Sufrí demasiado en el Finit como para salir por esta estupidez.
—No lo harás —animó Loraine—. Confía en tus habilidades. Eres una Elementista de fuego, ¿no? Puedo jurar que tienes mucho poder en tu cuerpo. Esto será pan comido para ti. Tienes que creértelo, Shahina.
—Bien —respondió, entre dientes.
Al terminar de arrastrarse, Cathanna levantó la mirada y sintió la poca sangre que aún le quedaba en el cuerpo volverse tan fría como un árbol en invierno. Chistó con los labios, viendo las cuerdas suspendidas en el aire sobre un río cubierto de una lava tan espesa que le recordó a las babas de fuego que soltaban los Blazefire.
Tragó saliva, respiró hondo y se aferró con ambas manos a una de ellas, avanzando poco a poco. De pronto un calambre brutal le recorrió el músculo y quedó colgando de una sola mano. Un jadeo de puro pánico escapó de sus labios mientras cerraba los ojos, luchando contra el impulso de soltarse y caer a una muerte segura.
—Vamos, Heartvern —dijo Zareth, con los brazos cruzados y una expresión serena que no engañaba a nadie—. Así como tienes de afilada la lengua, deberías tener cada maldito músculo de tu cuerpo. ¡No seas una maldita debilucha y continúa esa mierda!
—Por si no lo recuerda, comandante —soltó ella entre dientes, mientras intentaba enganchar de nuevo la otra mano a la cuerda—, hace cuatro días estaba en un maldito bosque, enfrentándome al Finit y a unos dementes que querían matarme. Estoy más que agotada y llena de heridas por todas partes. —Abrió los ojos y le lanzó una mirada de reojo—. Y por si tampoco lo recuerda, fue usted quien curó cada una de las heridas en mi cuerpo.
Zareth cerró los ojos con fuerza, maldiciendo internamente la forma en que Cathanna no tenía filtro para soltar todo lo que se le cruzaba por la cabeza. Sintió sin pudor todas esas miradas clavarse en su espalda. Abrió los ojos de nuevo y los mantuvo fijos en ella, con toda la rabia y el desprecio que un hombre podía acumular hacia una mujer como ella.
—Zareth —llamó Louie, con disimulo—. Ven conmigo un momento. Necesito hablarte de algo.
Ambos se alejaron de las miradas curiosas de los reclutas, que no tardaron en murmurar entre ellos como un enjambre inquieto. Se detuvieron a una distancia prudente, lo suficiente para que nadie pudiera escuchar ni una sílaba de lo que se iban a decir. En cuestión de segundos, los demás se acercaron, formando un círculo.
—¿Acaso te involucraste con una asquerosa recluta, Zareth? —le reclamó Edil, tensando la mandíbula mientras cerraba sus manos en puños—. No lleva ni un mes el castillo, Zareth. ¡Ni un mes en este lugar!
—Es más que obvio que se conocen desde antes de que esa chica, Heartvern llegara al castillo —soltó Louie, con un tono demasiado irónico, pasando una mano por su cabello suelto con frustración—. ¿Con qué tiempo se habrían conocido para tener ese nivel tan grande de confianza? —Clavó la mirada en Zareth—. No puedes estar con una niñata como esa. No puedes arruinar tu reputación de esa manera al involucrarte con una estudiante que, para el colmo, no sabe cerrar la boca.
—Están dramatizando mucho la situación —dijo Zareth—. Solo cuidé sus heridas porque estaba muy lastimada.
—¿Y por qué lo hiciste, cuando nunca lo haces por nadie? —intervino el hombre, Odysseus, mirándolo con los ojos entrecerrados—. Ni siquiera cuidas a Louie, y eso que la conoces desde que era una niña con mierda en los pantalones. ¿Por qué ese cambio de personalidad tan rápido, Zareth? ¿Qué pasa?
—No es lo mismo, Odysseus. Nunca lo será —respondió Zareth, con un gesto de aburrimiento tan fingido que resultaba evidente para los tres que lo observaban—. Louie sabe cómo manejarse, cómo cuidarse una simple herida. Esa mujer, por desgracia, no sabe ni cómo sostener un algodón. Es simplemente inútil. —Se pasó una mano por la nuca, incómodo—. Dejen de cuestionarme. No olviden que sigo siendo su superior. Vayan con los reclutas ya. Tengo cosas más importantes que perder el tiempo discutiendo esta estupidez.
Zareth lanzó un último vistazo a Cathanna, que al fin había alcanzado tierra firme a un minuto de cumplirse los diez. Entonces él se giró y chasqueó los dedos.
—¿Seguirás negando que lo conoces? —preguntó Shahina, caminando a su lado mientras se dirigían hacia la rotonda para ducharse—. No tiene sentido, Cathanna.
—No veo por qué les interesa —respondió Cathanna, desviando la mirada—. Es mi vida privada.
—¿Son amigos? —preguntó Loraine, curiosa.
—Solo fue quien me llevó a tomar el tren y me curó las heridas.
—¿Y te gusta? —insistió Shahina.
—¡Por los dioses! —Se llevó una mano a la frente y negó con la cabeza, atravesada por un dolor tan fuerte que creyó que volvería a desmayarse frente a ellos—. ¿Qué clase de preguntas son esas?
—No te hagas la inocente. ¿Te gustó o no?
—No me gustó.
—Entonces, ¿eres lesbiana?
—Mucho menos.
—Entonces, no entiendo cómo no te puede gustar semejante hombre.
—Shahina, ¿no puedes ser menos vulgar?
—¿En serio, Cathanna? ¿Nunca has mirado a un hombre y pensado “wow, quiero cogérmelo”? Vamos, no tienes que ocultarlo. Todos lo hemos hecho alguna vez.
—¡Dioses! ¿De dónde sacas esas ideas tan... explícitas? —protestó, moviendo las manos en el aire como si intentara disipar esas palabras—. Te juro que, si sigo escuchando más de eso, voy a terminar saltando al pantano de nuevo.
—Qué aburrida eres. —Shahina rodó los ojos—. Loraine, ¿tú lo has hecho?
—Por supuesto —respondió ella, con un gesto serio—. Con alguno de nuestros compañeros, y claro, con los de último año. Me encantaría probarme a cada uno. —Se encogió de hombros—. Aunque, sinceramente, no me interesa tener nada serio con un hombre de este lugar. No todo tiene que ser tan complicado. A veces es bueno darse uno que otro gusto... sin amarrarse a nada.
—Exactamente. No estamos aquí para ser unas chicas devotas y puras, Cathanna —dijo Shahina, soltando una risa—. Hay que aprovechar lo que la vida nos pone en bandeja de oro, ¿no? Y si tenemos la oportunidad de divertirnos con uno que otro chico... pues, a darle, sin remordimientos. ¿Qué es lo peor que podría pasar?
Cathanna se rio entre dientes, algo incómoda.
—Bueno... eso suena mucho a ... Libertinaje para mi gusto —respondió Cathanna, soltando una risa nerviosa, aun con la mirada desviada—. No sé si podría ser tan relajada con ese tipo de cosas tan extremas.
—Vas a tener que soltarte un poco, Cathanna —adicionó Riven, mirándola de reojo—. La vida en este tipo de lugares no es solo entrenamiento y reglas estrictas. Hay mucho más de lo que te imaginas, y créeme, a veces es lo único que lo hará muy soportable.
—Te pierdes muchas cosas —sumó Loraine.
Cathanna frunció el ceño, pero no dijo nada, tampoco hacía falta adicionar más a la conversación. Sabía que no pensaba igual que ellos, así como ellos jamás entenderían su forma de ver las cosas en el mundo. No estaba dispuesta a dejarse convencer de volverse una más en ese juego de libertinaje, aunque eso la hiciera ver como una persona aburrida o una mojigata. Prefería mil veces cargar con esa etiqueta que traicionarse a sí misma haciendo cosas solo para verse diferente.
Les dijo a los tres que necesitaba hacer algo, por lo que, sin esperar respuesta, se alejó rápido. Sus piernas se movían sin tener un destino claro, con una opresión que le estaba secuestrando el pecho. Quería estar sola, a pesar de que debería haberse quedado en la enfermería, como le indicó Claris, una de las enfermeras más nuevas.
A su alrededor, las personas se movían de un lado al otro con la tranquilidad que ella no poseía. Levantó la mirada, encontrándose con torres que se alzaban hacia el cielo, con pasillos suspendidos a gran altura.
Bajó la mirada, continuando su caminata, hasta llegar a un sendero de lodo, el cual cruzó, manchando aún más sus botas de barro. Luego apareció un pequeño puente de madera, sostenido por dos árboles de cerezo. No era tan alto, así que pudo pasarlo con facilidad. Del otro lado, se encontró con un campo abierto. Se dejó caer a la hierba, y las lágrimas le recorrieron el rostro.
No quería estar ahí más. No quería, ni necesitaba formar parte de la academia, de sus normas y de su gente. Deseaba tanto volver al castillo, con su familia. Pero al mismo tiempo tenía mucho miedo de volver, porque sabía que tendría que cumplir con esas expectativas que la torturaban cada segundo de su existencia.
Sabía que, al regresar, se convertiría en un blanco fácil para las brujas, y que su madre aprovecharía cualquier excusa para amarrarla a una vida que no quería, junto a un detestable hombre. En una esposa obediente y sumisa. En solo una pieza sin derecho a reclamar nada.
Empezaba a odiar tanto a Zareth, de una manera que le quemaba las entrañas. Empezaba a odiar su voz, su mirada, la manera en que quería moldearla para que fuera uno más dentro de ese lugar, cuando ella ya había dejado claro que no quería ser un cadete militar. Odiaba, sobre todo, que su autonomía no fuera respetada por nadie.
Podía elegir lo que quería para su vida, dónde estar, pero nadie nunca le dio a escoger un lugar donde estaría realmente segura. Él simplemente decidió meterla en ese castillo sin pedirle permiso, y ella ni siquiera pudo objetar desde el primer momento en que la idea abandonó sus labios. Su mente asustada solo decidió callarse.
Repentinamente, escuchó pasos acercándose con rapidez. Se alarmó al instante y, sin pensarlo demasiado, corrió a esconderse detrás de un árbol. A los pocos segundos, aquellas figuras se hicieron visibles. Era el mismo hombre que había visto cuando Edil guiaba a los reclutas hacia la fortaleza; ese que parecía ser el de sus sueños. Lo acompañaban la mujer de antes y otro hombre, de cabello canoso y expresión seria, junto a un perro tenebroso, que miraba a todos lados.
Cathanna frunció el ceño al notar lo que aquel sujeto llevaba en las manos: una esfera de recuerdos, que los Blazefire habían creado hace miles de años con su aliento de fuego para conservar sus memorias más íntimas, y que, con el tiempo, habían caído en manos humanas, donde solo servían para fines oscuros.
Volvió a mirar al hombre, entrecerrando los ojos. Sintió esa punzada familiar en el estómago. No podía negar que era idéntico: mismo cabello rojo, misma marca del fénix en el rostro y los mismos ojos rojos que miraron con desprecio a la bruja de sus sueños. Pero ¿cómo podía ser el mismo hombre si ya habían pasado casi cuatrocientos años desde entonces?
Retrocedió, con la mente girando, y entonces, el crujido de una rama la traicionó. Todos voltearon al instante hacia el árbol. Su corazón se detuvo por un segundo. Pero, para su suerte, un animal salió corriendo desde los arbustos cercanos, distrayendo a los tres lo suficiente como para que ella pudiera recuperar el aliento.
—¿Qué haremos? —preguntó la mujer, con una voz suave, pero que al mismo tiempo dejaba distinguir el estrés que cargaba sobre sus hombros—. No podemos dejarla dentro del castillo. Podría ser más fácil que alguien la encuentre ahí. Aquí están los recuerdos de esa bruja, y ya casi se cumplen los cuatrocientos años de la maldición. Deberíamos intentar destruirla. Si alguien llega a descubrirla... podrían llevársela al emperador. Es un riesgo que no podemos correr.
Cathanna sintió cómo el rostro se le arrugaba, mirando la esfera una vez más, con mucha curiosidad. ¿Acaso hablaban de la misma bruja que necesitaba su sangre para volver a la vida? Todo le parecía un maldito juego de adivinanzas donde ni siquiera sabía por dónde empezar sin que la cabeza le quisiera estallar.
Ellos se fueron alejando poco a poco. Cuando estuvieron lo suficientemente lejos, comenzó a seguirlos. No sabía por qué lo hacía, solo tenía un mal presentimiento, y sus piernas, como si tuvieran vida propia, la llevaban hacia adelante, aun sabiendo perfectamente el peligro en el que se estaba metiendo.
Con cada paso que daba de manera suave detrás de ellos, la oscuridad se hacía más presente, lo cual la asustaba, pues apenas podía ver con claridad, pero no se detuvo.
Los vio adentrarse en un santuario iluminado por velas flotantes. El perro se quedó afuera, haciendo guardia. Cathanna maldijo internamente, sin saber qué hacer. Se quedó detrás de un árbol. Tomó una piedra y la lanzó lejos, pero el perro ni se inmutó; solo se acostó y dejó caer la cabeza sobre sus patas.
Resopló con frustración, y entonces una idea cruzó su mente. Unió sus palmas y, aunque estaban lastimadas, solo cubiertas por las vendas, las frotó duro, concentrando su energía, mirando fijamente al perro, que poco a poco comenzaba a ponerse alerta, justo cuando un remolino de aire lo envolvió. Aprovechando el momento, Cathanna corrió hacia el santuario, que, por dentro, se veía impecable y mucho más grande de lo que parecía.
Comenzó a caminar con cuidado por un pasillo de piedra, repleto de flores de cristal que brillaban débilmente. Al llegar al final, los vio nuevamente: estaban colocando la esfera dentro del ojo de una enorme estatua de una mujer embarazada. Se ocultó rápido detrás de otra estatua cuando la mujer del grupo volteó la cabeza.
Cathanna se quedó ahí durante varios minutos, esperando a que ellos salieran. Cuando por fin lo hicieron, se acercó con cautela a la estatua de la mujer, fijando la mirada en su ojo derecho, donde estaba incrustada la esfera. Sabía cómo funcionaban esas cosas, y lo peligrosas que podían ser si ella no estaba protegida por un hechizo, de esos que solo los hechiceros podían formular.
La estatua se movió con un crujido seco, arrojando la esfera a sus pies, haciéndola retroceder de golpe. La esfera comenzó a brillar como si fuera fuego vivo, y sin previo aviso, ese fuego la envolvió, dándole paso a la oscuridad para que la reclamara como suya.
Al abrir los ojos, estaba en un lugar diferente que no supo reconocer. Escuchó el sonido de unas cadenas siendo arrastradas. De manera lenta, volteó la cabeza y lo que vio le revolvió el estómago de una vez, hasta hacerla caer al suelo.
Una mujer era arrastrada, tratada como si fuera una simple rata, un despojo sin valor humano. Sus ropas estaban rasgadas, sucias y llenas de su sangre. Los comerciantes observaban con morbo, los nobles con superioridad, y el propio emperador —sentado en su carruaje dorado al frente de la procesión— no apartaba la vista de ella. Para todos, no era más que un espectáculo. Nadie veía a una persona. Veían una sentencia pública.
—¡Pueblo cínico e indolente! —gritó con toda la fuerza que le quedaba, al terminar de ser amarrada a los palos detrás de ella—. Lo haría una y otra vez solo para que las mujeres de Valtheria conozcan el precio de la libertad. Porque no es un acto de amor entregarlas desde el nacimiento. Porque no es un acto de amor golpear para educar. ¡Porque nunca será un acto de amor callar para sobrevivir! ¡Porque nunca será mejor obedecer que liderar! —Las llamas comenzaron como lenguas tímidas, lamiendo la leña seca.
Cathanna abrió los ojos en grande, sintiendo la opresión en su estómago y el miedo amenazando con hacerla desmayar en cualquier momento. Buscó una salida, pero no había nada. Para su desgracia, si era un lugar real. Las personas eran reales. Ella era real.
—¿Por qué ustedes, varones, sí merecen la humanidad que a nosotras se nos niega desde el nacimiento? ¿Por qué debemos ser siempre las que se quedan atrás, en las sombras, por miedo a lo que sus miradas puedan hacernos? ¡No somos ni seremos jamás el pecado que los convierte en bestias! ¡Siempre lo han sido ustedes mismos! —vociferó, justo cuando el fuego comenzó a devorarle la piel—. ¡Que mi muerte esté viva en sus conciencias hasta el fin de los tiempos! ¡Que mis gritos sean lo último que escuchen antes de dormir! Y que mis lágrimas —susurró, mirando a todos—. Que mis lágrimas sean el agua que un día supliquen para poder seguir viviendo.
Cathanna volvió a abrir los ojos, encontrándose de pie en el santuario, como si nada hubiera pasado. Miró la esfera rozando su pie y se agachó para tomarla. Esa pequeña bola de cristal, hecha de fuego, tenía información que ella quería descubrir, pero no quería llevársela consigo; consideraba que era peligroso. La dejó en el ojo de la estatua, se dio la vuelta y corrió a la salida, con la respiración frenética.
—Me estoy volviendo loca —dijo, pasando una mano por la cabeza, mirando el santuario—. Rivernum, te estoy odiando.