Abigaíl, una mujer de treinta años, quien es una escritora de novelas de amor, se encuentra en una encrucijada cuando su historia, la cual la lanzó al estrellato, al sacar su último volumen se queda en blanco. Un repentino bloqueo literario la lleva a buscar a su hombre misterioso e intentar escribir el final de su maravillosa historia.
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capítulo 19
**Al día siguiente en la empresa**
Desde temprano, los murmullos en los pasillos no pasaron desapercibidos para nadie.
La transformación de Abigaíl era el principal tema de conversación.
Ya no llevaba aquellos trajes discretos, ni escondía su rostro tras gafas opacas.
Ahora su cabello caía en ondas brillantes sobre sus hombros, y su falda lápiz ajustada, junto con unos tacones discretamente provocadores, la hacían ver como una mujer segura de sí misma, peligrosa... y absolutamente deslumbrante.
Erick, sentado en su oficina, apenas podía concentrarse. Cada vez que levantaba la vista hacia el ventanal que separaba su espacio del resto del piso, veía a Abigaíl moverse de un lado a otro con una elegancia que rozaba lo criminal.
Nicolás entró en ese momento, con una carpeta en la mano y una sonrisa socarrona en el rostro.
—¿Te pasa algo, jefe? —preguntó, dejando caer el expediente sobre su escritorio con un golpe seco.
Erick alzó una ceja, fingiendo indiferencia.
—¿Por qué lo dices?
Nicolás soltó una carcajada.
—Vamos, Black. Media empresa ya se dio cuenta de que *cierta asistente* se ha quitado la armadura y anda por aquí como un misil teledirigido... —bajó la voz, acercándose—. Y tú la miras como si quisieras comértela viva.
Erick negó, exasperado.
—No exageres.
Pero sabía que era verdad.
Lo peor era que, durante todo el día, Abigaíl había mantenido una distancia fría y profesional. Ni una mirada sostenida, ni una sonrisa privada, ni un roce accidental.
Nada.
La estaba volviendo loco.
La noche cayó,y poco a poco, los empleados fueron marchándose. La oficina se vació, quedando apenas algunas luces encendidas y el sonido lejano de la limpieza nocturna.
Erick continuaba trabajando, aunque cada dos minutos miraba la hora, impaciente. Parte de él esperaba —ansiaba— que Abigaíl viniera a despedirse al menos... pero nada.
Soltó un suspiro frustrado y se hundió en su silla, dispuesto a resignarse.
Hasta que escuchó el sonido de la puerta.
Alzó la vista y la vio entrar.
Abigaíl cerró suavemente detrás de ella, giró la llave con un clic sordo, y sin decir una palabra comenzó a caminar hacia él.
Erick se enderezó, tensándose. Había enojo en sus ojos, sí. Pero también sorpresa. ¿Ahora venía?
—¿Se te ofrece algo, señorita...? —empezó a decir, sarcástico.
Pero no pudo terminar.
Abigaíl llegó hasta él, lo miró por un instante como si dudara… y luego, con una determinación que lo dejó sin aire, se inclinó y lo besó.
Un beso directo, firme, cargado de todo lo que no se había permitido mostrar en horas.
De todas las miradas evitadas, de todos los roces reprimidos, de todo lo que su cuerpo gritaba en silencio.
Erick quedó paralizado solo por un segundo.
Luego, como si la sangre le hirviera, la atrajo hacia él con ambas manos, profundizando el beso, buscando con desesperación el calor que solo ella podía darle.
Cuando finalmente se separaron, Abigaíl tenía las mejillas encendidas y una sonrisa traviesa bailando en sus labios.
—Solo vine a recordarte que… —susurró, rozándole los labios— no me has ganado la partida todavía.
Y sin darle tiempo a reaccionar, se apartó, giró sobre sus tacones y salió de la oficina, dejando a Erick sentado, jadeando ligeramente, con una sonrisa torcida de pura rendición.
Porque lo sabía.
La partida apenas comenzaba.
Y ella estaba jugando tan peligrosamente como él.
Erick se quedó inmóvil en su silla, sintiendo todavía el calor de los labios de Abigaíl en los suyos.
Parpadeó lentamente, como si su cerebro intentara asimilar lo que acababa de pasar.
Ella… lo había besado.
Ella había dado el primer paso esta vez.
Y luego lo había dejado allí, incendiado, sin posibilidad de reacción inmediata.
Un gruñido bajo escapó de su garganta.
—Muy bien, señorita Abigaíl —murmuró con una media sonrisa depredadora—. Si quieres jugar… entonces juguemos.
Se levantó de golpe, recogió sus cosas y abandonó su oficina con una sola idea en mente: *no la dejaría dormir tranquila esa noche.*
Antes de dirigirse hacia su departamento, hizo una parada estratégica: un restaurante elegante, donde pidió comida para llevar, y una tienda de vinos donde eligió una botella del mejor tinto que encontró.
Todo cuidadosamente seleccionado.
**Edificio de Abigaíl – Más tarde**
Abigaíl estaba acurrucada en su sofá, todavía con el corazón acelerado, cuando el sonido del portero eléctrico la sobresaltó.
Frunció el ceño. ¿Quién podía ser a esa hora?
—¿Sí? —preguntó, presionando el botón.
La imagen en la pequeña pantalla casi la hizo soltarlo.
Erick.
Erick Black, vestido casualmente pero igual de letal, con una bolsa de papel en una mano y una botella de vino en la otra.
—Buenas noches, Abigaíl —dijo su voz grave a través del altavoz—. ¿Me invitas a pasar?
Ella tragó saliva, sus dedos temblando ligeramente sobre el botón de abrir.
Su primer instinto fue negarse, decirle que era tarde, que no era apropiado.
Pero sus ojos… esos malditos ojos la miraban con una promesa muda, con un desafío imposible de ignorar.
Y, además, él no parecía dispuesto a marcharse.
Cerró los ojos un segundo, respiró hondo… y presionó el botón.
La puerta abajo se abrió con un clic.
**Dentro del departamento**
Cuando Erick cruzó la puerta, el ambiente se volvió espeso, casi tangible.
El perfume de ella, dulce y provocador, llenaba el aire.
—Traje algo para cenar —anunció con una sonrisa ladeada—. Y un poco de vino… por si tienes sed.
Ella lo miró desde el umbral, los brazos cruzados, intentando mantener la compostura.
—¿Y si hubiera dicho que no?
Erick dejó las cosas sobre la mesa y se encogió de hombros con una sonrisa peligrosa.
—Hubiera esperado aquí afuera toda la noche.
El rubor tiñó las mejillas de Abigaíl, pero su boca curvó una sonrisa cómplice.
—Supongo que entonces fue mejor dejarte entrar.
La cena transcurrió entre sonrisas, miradas furtivas y silencios cargados de tensión.
Cada vez que sus dedos se rozaban al pasar un plato o llenar una copa, una corriente eléctrica sacudía el aire entre ellos.
Cuando la última copa de vino fue vaciada, Abigaíl se levantó para recoger los platos, pero Erick se puso de pie detrás de ella, atrapándola suavemente contra la mesa.
—No te escapes esta vez —susurró contra su oído, haciéndola estremecer.
Ella giró lentamente para enfrentarlo.
Sus ojos se encontraron y, sin decir nada más, el mundo dejó de existir.
Se besaron.
Esta vez, no hubo juegos, no hubo titubeos.
Erick la levantó fácilmente en brazos, llevándola hasta su habitación mientras sus bocas no se separaban ni un segundo.
**En la habitación**
La ropa cayó al suelo, una prenda tras otra, como piezas de un rompecabezas que ya no tenía sentido.
Erick la recorrió con las manos, con la boca, con cada centímetro de su ser, como si quisiera memorizarla de nuevo.
Y Abigaíl se entregó a él sin barreras, sin miedo, sabiendo que esta vez estaba eligiendo quedarse.
Sus cuerpos se buscaron, se unieron con desesperación, redescubriendo una pasión que nunca se había extinguido realmente, solo había estado dormida, esperando el momento adecuado para despertar.
Cuando finalmente se fundieron en uno, con susurros entrecortados y gemidos contenidos, no hubo espacio para dudas, ni para juegos.
Solo para ellos dos, para lo que siempre había estado destinado a suceder.
Horas después, Abigaíl yacía acurrucada contra el pecho de Erick, ambos respirando acompasadamente, como si sus cuerpos todavía se negaran a separarse.
Y en ese silencio dulce y cómodo, supieron que algo había cambiado.
Esta vez... no habría escapatoria para ninguno.
**Departamento de Abigaíl – Mañana siguiente**
La luz dorada de la mañana entraba tímidamente por las cortinas semiabiertas, envolviendo la habitación en un cálido resplandor.
Erick despertó primero, con la cabeza aún embotada por el peso de una noche demasiado intensa, demasiado real.
Sin moverse demasiado, bajó la vista.
Abigaíl dormía junto a él, el rostro relajado, su cabello suelto extendido sobre la almohada como un halo oscuro. Una de sus manos descansaba sobre su pecho, como si, incluso en sueños, necesitara aferrarse a algo que temía perder.
Erick sonrió, dejando que su mirada la recorriera, memorizando cada detalle.
Sin pensarlo, bajó el rostro y rozó su frente con un beso silencioso.
Ella se removió, sus pestañas temblaron, y al abrir los ojos lo encontró observándola en silencio.
—Buenos días —susurró ella, su voz ronca y dulce.
—Buenos días, preciosa —respondió él, acariciando un mechón de su cabello.
Se quedaron así, un momento suspendido en el tiempo. Hasta que Abigaíl, con una expresión más seria, se incorporó ligeramente, cubriéndose con la sábana.
Respiró hondo, como reuniendo coraje.
—Erick… —dijo al fin—. Quiero que… que mantengamos las cosas profesionales dentro de la empresa.
Sus palabras cayeron entre ellos con un peso inesperado.
Él parpadeó, serio, pero no dijo nada, permitiéndole continuar.
—No porque me arrepienta de lo que pasó —añadió rápidamente, viendo el destello de dolor fugaz en sus ojos—. Sino porque sé lo que implica estar involucrada con alguien como tú en el trabajo.
Mi experiencia previa… —hizo una pausa, trémula—. Me enseñó a ser más cauta.
Erick la observó en silencio, procesando cada palabra.
Después de un instante, asintió lentamente.
—Lo entiendo —dijo, su voz más grave que de costumbre—. No voy a presionarte.
Pero no voy a pretender que anoche no pasó. Y mucho menos… que no quiero que vuelva a pasar.
La sonrisa ladeada que acompañó sus palabras arrancó una risita nerviosa de Abigaíl, quien no pudo sostenerle la mirada mucho tiempo.
Hubo un breve silencio.
Y entonces, sin previo aviso, Erick habló, su voz teñida de una curiosidad cuidadosa:
—¿Esto… tiene algo que ver con Leonardo Dupont?
Abigaíl se tensó.
El nombre golpeó como un eco desagradable en su mente.
Sabía que Erick no había elegido mencionarlo al azar. Después de todo, él mismo había salido en su defensa durante el incómodo desayuno de negocios con el mismo Leonardo.
Suspiró, bajando la mirada a sus propias manos.
—En parte —admitió, su voz apenas un susurro—. Confiar… con el corazón, con la carrera, todo al mismo tiempo… fue un error que me costó caro.
Erick extendió una mano y, con una ternura desconcertante, atrapó la suya entre sus dedos.
—No soy Leonardo —dijo simplemente.
Abigaíl levantó la mirada, atrapada en esa honestidad sin adornos.
—Lo sé —susurró, con una mezcla de alivio y miedo.
Erick se inclinó y rozó su frente con la suya, un gesto íntimo, casi reverente.
—Entonces… no te voy a apresurar. Pero tampoco voy a alejarme, Abigaíl. No después de haberte encontrado.
Se quedaron así, respirando el uno contra el otro, en un pacto silencioso que no necesitaba promesas ni declaraciones apresuradas.
Solo la verdad de lo que sentían.
**Más tarde**
Se levantaron con calma, se ducharon por separado —aunque no sin miradas cómplices— y compartieron un desayuno sencillo que Erick improvisó en su cocina.
Luego, él se marchó, dejándola con un último beso lento en la frente y una sonrisa que prometía paciencia… pero también constancia.
Y Abigaíl, mientras cerraba la puerta tras de él, apoyó la espalda contra la madera y se permitió sonreír, por primera vez en mucho tiempo, sin miedo al futuro.