Ayanos jamas aspiro a ser un heroe.
trasportado por error a un mundo donde la hechicería y la fantasía son moneda corriente, solo quiere tener una vivir plena y a su propio ritmo. Con la bendición de Fildi, la diosa de paso, aprovechara para embarcarse en las aventuras, con las que todo fan del isekai sueña.
Pero la oscuridad no descansa.
Cuando el Rey Oscuro despierta y los "heroes" invocados para salvar ese mundo resultan mas problemáticos que utiles, Ayanos se enfrenta a una crucial decicion: intervenir o ver a su nuevo hogar caer junto a sus deseos de una vida plena y satisfactoria. Sin fama, ni profecías se alza como la unica esperanza.
porque a veces, solo quien no busca ser un heroe...termina siendolo.
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CAP 19
UN VIEJO, UN ATAQUE Y UN MENSAJE
Ayanos caminaba sin rumbo fijo, dejando que sus pasos lo llevaran a donde el cuerpo lo guiara. Tras una larga caminata, decidió detenerse en la plaza principal de Nilsen. El sol estaba en su punto más alto, y la vida urbana bullía a su alrededor.
Puestos de comida, vendedores ambulantes, niños corriendo, músicos callejeros. Todo formaba parte de una sinfonía caótica pero armoniosa. Ayanos no tenía hambre, pero se dejó caer en un banco solitario, a la sombra de un árbol de hojas verdes que se mecían suavemente con la brisa.
Frente a él, una gran fuente redonda captaba los rayos solares como si guardara un fragmento del cielo. En el centro de la fuente, un monolito de piedra, cubierto por inscripciones desgastadas, parecía observarlo todo en silencio.
Ayanos cerró los ojos un momento. Respiró profundo. Aquella paz le resultaba reconfortante… similar, en cierto modo, a la que había sentido en Pilati. Pero esta era distinta. Más efímera. Más frágil.
Pensó en Beatriz.
—Espero que le esté yendo bien… —murmuró con una sonrisa tenue, mientras el reflejo del agua danzaba en su mirada.
Pero la calma fue arrancada de raíz.
Un grito agudo desgarró el aire.
Seguido por un estruendo, como una explosión que hizo temblar las ventanas más cercanas.
La plaza se sumió en caos de inmediato. Gente corriendo, bandejas cayendo al suelo, gritos y confusión. Ayanos se levantó sin titubear. Su cuerpo reaccionó antes que su mente: corrió en dirección contraria a la multitud, hacia el norte, donde parecía haberse originado el desastre.
Dobló una esquina. Y allí los vio.
Siete figuras encapuchadas, vestidas con túnicas negras y dagas curvas en mano, rodeaban a un anciano de aspecto imponente. Su túnica elegante ondeaba como una bandera, y su larga barba blanca contrastaba con la sangre que goteaba de una herida leve en su brazo. Pero sus ojos... eran como brasas.
Ayanos se detuvo. Ese hombre no necesitaba ser salvado.
Podía sentirlo. La presión mágica que irradiaba no era la de un anciano indefenso. Era un titán dormido.
Entonces, cambió de objetivo.
Giró bruscamente al oír llanto: una joven se aferraba a la pared de una casa, temblando, demasiado cerca del enfrentamiento. Sin pensarlo, Ayanos corrió hacia ella. La alzó con firmeza —pero sin brusquedad— y, cargándola entre sus brazos, se alejó de la escena a toda velocidad.
Mientras lo hacía, sintió la mirada del anciano clavada en él. Y luego, una voz susurrada como un viento entre ruinas:
—Gracias, joven.
Como si ese simple gesto hubiese sido lo que le permitió al viejo desatar su poder sin preocuparse por los daños colaterales.
Ayanos llegó hasta una calle lateral y dejó a la joven en el suelo con cuidado.
Solo entonces reparó en quién era.
—¿Vos otra vez? —susurró para sí.
Ella abrió los ojos, aliviada pero aún temblorosa. Lo miró como si viera a un ángel descendido del cielo. No podía creerlo. Era él. El chico con el que había chocado esa misma mañana. El que no dejo su mente desde la mañana.
—¿Estás herida? —preguntó Ayanos con voz suave, pero firme.
Ana tragó saliva. Sus mejillas estaban encendidas, su corazón fuera de control.
—E-estoy bien... gracias —logró responder.
Ayanos soltó un suspiro contenido. Se puso de pie, girando hacia el punto del conflicto. Su cuerpo se interponía ahora entre ella y el caos.
—Mejor entonces —dijo con serenidad, sin volverse—. Quedate detrás de mí, ¿sí?
Y en ese momento, mientras la sombra de Ayanos se proyectaba sobre ella como un escudo cálido, Ana supo que aquella frase jamás se borraría de su memoria.
El ambiente se volvió denso. Vibrante. Como si una corriente eléctrica invisible lo atravesara todo.
Los siete atacantes rodeaban al anciano con dagas en mano, sus túnicas negras agitadas por el viento que comenzaba a levantarse sin explicación. Y, aunque sus ojos denotaban decisión y violencia, no eran necios: sabían que ese hombre no era un civil indefenso.
Aún así, no dudaron.
El anciano permanecía inmóvil. Sereno. Como si ni siquiera estuviera allí. Solo alzó lentamente un brazo, extendiendo la palma hacia el cielo.
Fue suficiente.
Una señal muda.
Los siete encapuchados se lanzaron al unísono como lobos hambrientos.
Y entonces, el anciano habló.
Su voz no fue un grito, ni una advertencia. Fue un susurro grave, profundo, como el eco de una puerta milenaria abriéndose lentamente liberando algo que jamás debió liberarse.
—Destrain.
El cielo se oscureció en un parpadeo. La tierra tembló bajo los pies de todos los presentes. Y del suelo mismo, como si respondiera a una orden ancestral, siete columnas de relámpagos surgieron con violencia quirúrgica, golpeando a cada atacante con una descarga brutal.
El impacto fue inmediato.
Los siete cuerpos cayeron, uno tras otro, como marionetas sin hilos.
Silencio absoluto.
El anciano se tomó un segundo. Observó con serenidad los cuerpos inconscientes. No había odio en su mirada. Solo una resignación silenciosa, como quien termina una tarea desagradable pero necesaria.
Y entonces giró.
Buscó con la mirada a la joven de orejas de zorro. Y a su inesperado salvador.
Pero Ayanos ya no estaba allí.
Ni siquiera Ana se había percatado del momento exacto en que desapareció. Era como si se hubiese desvanecido en el aire, dejándola con los brazos cruzados sobre el pecho, aún temblorosa y sin palabras.
El anciano se acercó lentamente.
—Hola, jovencita. Parecés estar bien —dijo con gentileza, su voz recobrando un tono más cálido.
Ana parpadeó, sacudiendo la cabeza como si despertara de un sueño.
—Sí… sí, gracias a usted… —respondió con torpeza, aunque su mirada seguía recorriendo la calle, buscando a Ayanos entre la gente.
El anciano notó su inquietud, pero no la cuestionó.
—Le deberías agradecer al muchacho que te sacó de ahí. Si no fuese por él, yo habría tenido que contenerme un poco más —añadió con una leve sonrisa.
Ana lo miró, confundida, y el hombre, con calma, se inclinó apenas y le ofreció la mano con cortesía caballeresca.
—Mi nombre es Gregory. Gregory Santinn. Hechicero de su majestad, Serid Meldion tercero.
Ana estrechó su mano con algo de timidez.
El aire aún olía a ozono, y el humo tenue de la descarga mágica se disipaba entre los muros de piedra.
Los cuerpos de los encapuchados seguían desparramados en el suelo, inconscientes, cuando un grupo de soldados irrumpió por la calle con paso firme. Llevaban armaduras livianas de tono plateado, reforzadas con cuero negro, y empuñaban largas lanzas de punta bruñida. Su presencia era discreta pero efectiva, como si supieran exactamente qué hacer en situaciones como esta.
Uno de ellos, de porte firme y voz segura, se adelantó al resto. Se quitó el casco y reveló un rostro joven pero curtido por el deber. De cabello oscuro y recogido, y ojos que no disimulaban la mezcla de respeto y sorpresa al ver al anciano mago de pie entre los cuerpos derrotados.
—Señor Gregory —dijo, inclinando ligeramente la cabeza en una reverencia militar—. Gracias por su intervención, y bienvenido a la ciudad de Nilsen.
Gregory Santinn se limitó a asentir, con ese aire sereno que parecía envolverlo como un abrigo invisible. No necesitaba demostrar autoridad. Su mera presencia la imponía.
—Llévenselos —ordenó con voz grave pero sin levantar el tono—. Más tarde me ocuparé de interrogarlos personalmente. Quiero saber para quién trabajan... y qué buscaban exactamente.
El soldado volvió a hacer una reverencia.
—A la orden —respondió, y de inmediato comenzó a dar indicaciones a los suyos.
Los soldados rodearon con eficiencia los cuerpos inmóviles y empezaron a cargarlos en improvisadas camillas de contención. Algunos curiosos miraban desde lejos, pero no se atrevían a acercarse.
Gregory, en cambio, se volvió hacia Ana.
La joven seguía en silencio. Aún no había dicho una palabra desde su apretón de manos. Su expresión era una mezcla entre desconcierto y desilusión. Buscaba con la mirada a Ayanos entre la multitud, como si se hubiese evaporado del mundo.
El hechicero respiró hondo, como si pudiera comprender más de lo que aparentaba.
—Acompañame, jovencita —dijo con amabilidad—. Esta ciudad no es segura hoy. Y además... quiero saber más sobre ese muchacho que te salvó.
Ana lo miró, y por primera vez en minutos asintió, aunque sin palabras. Aún tenía las mejillas levemente rojas. Tomó aire y empezó a caminar junto a él.
Gregory entrecerró los ojos, echando un último vistazo hacia la plaza devastada.
Una línea de pensamiento lo atravesó en silencio.
> “¿Quién sos realmente, chico? ¿Y por qué tu presencia me recuerda a algo... que debería haber quedado dormido?”
Sin decirlo en voz alta, lo supo: Ayanos no era un simple viajero.
Y el destino lo acababa de poner en el centro de algo mucho más grande.
El bullicio de la ciudad seguía presente, aunque con menos intensidad. La escena del ataque había quedado atrás, pero la tensión todavía flotaba en el aire.
Gregory caminaba con las manos cruzadas detrás de la espalda. Su andar era tranquilo, casi solemne, como el de alguien que no tenía apuro por llegar a ningún lado. A su lado, Ana avanzaba en silencio. Aunque ya estaba a salvo, sus pensamientos estaban en otra parte… o mejor dicho, en otra persona.
El rostro de Ayanos volvía una y otra vez a su mente. Su voz. La forma en que la sostuvo, con firmeza pero sin brusquedad. Y aquella frase…
> “Yo te voy a proteger.”
Solo recordarla le bastaba para que el rubor regresara a sus mejillas.
Gregory la miró de reojo. No necesitaba leer mentes para notar lo evidente. A lo largo de su vida había visto esa expresión muchas veces. Sonrió apenas, sin burla ni juicio, y rompió el silencio:
—Valiente el muchacho, ¿no lo creés, jovencita?
Ana, sobresaltada por la voz repentina, reaccionó con un suave “sí”, bajando un poco la cabeza, casi como si le diera vergüenza haber sido tan evidente.
Gregory continuó, con un tono ligeramente más directo, como tanteando el terreno:
—No pareció dudar en salvarte ni un segundo. Una decisión que… no todos tomarían en una situación así.
—…
—Lo curioso —añadió, con los ojos fijos al frente— es que no me dio la sensación de que su único motivo fuera salvarte.
Ana alzó la vista, algo intrigada por esa afirmación.
—¿A qué se refiere, señor Gregory?
El hechicero hizo una pequeña pausa antes de responder. Su tono seguía siendo sereno, pero ahora cargado de reflexión:
—No fue a buscar ayuda. Ni me pidió que lo acompañara. Tampoco pareció asustado. Fue como si… como si supiera que yo podría encargarme. Que no necesitaba protección. Como si hubiese despejado el camino para que yo pudiese pelear sin preocuparme por daños colaterales.
Ana frunció levemente el ceño, pensativa. No lo había visto así. Pero tenía sentido. La forma en que él se movió… esa calma. Esa precisión. Como si todo estuviese bajo control.
Sin darse cuenta, ya estaban frente a la gran puerta de roble del Gremio de Aventureros.
Gregory se detuvo y volvió a mirarla.
—Bueno, aquí me separo yo.
Ana asintió, pero no quería dejar el momento escapar sin preguntar:
—¿Usted… usted cree conocerlo? Lo digo por su reacción. Y a mí… a mí me gustaría poder agradecerle. Saber quién es.
Gregory entrecerró los ojos por un instante.
Se despidió con una leve inclinación y se alejó, sin apuro. Aunque su rostro no lo mostraba, su mente estaba encendida.
> “Ese chico… ¿quién sera?"
Y mientras tanto, Ana se quedó frente a la puerta del gremio, mirando un instante hacia el cielo.
Y aunque sabía que no lo volvería a ver ese día…
…deseó, con todo el corazón, que no pasara mucho tiempo hasta que lo hiciera.
Desde el tejado de una posada, con una pierna colgando y la mirada hacia el atardecer de Nilsen, Ayanos observaba el ir y venir de la ciudad. Su expresión era tranquila, casi indiferente, pero por dentro, algo se removía. No el miedo, ni siquiera la preocupación. Era… una sospecha.
El viejo hechizo y su poder,
Lo había escuchado antes.
Tal vez en un fragmento de memoria que no era del todo suyo… o en ese lugar de puro maná que había absorbido, donde los ecos no tenían voz pero sí intención.
Apretó los labios, pensativo.
—Eso no fue magia común… —murmuró, como para sí.
Cerró los ojos por un instante y respiró. El aire del tejado olía a pan tostado y carbón caliente. Por un segundo pensó en Leod. En Toico. En el calor sofocante de la herrería y el brillo incandescente de la trepita.
—Lo dejé ahí y me fui —pensó con una mueca—. Debo volver antes de que anochezca
Se puso de pie con elegancia y dio un paso para saltar, pero…
—Ggrrrrgl…
Un rugido. Pero no de una bestia, ni de una amenaza.
Fue su estómago.
Ayanos se detuvo en seco. Miró hacia abajo con cara de pocos amigos.
—¿En serio? Justo ahora…
Se cruzó de brazos, como regañándose a sí mismo, y dejó escapar una breve risa nasal.
—Está bien, está bien. Volvamos a casa… una buena comida no suena mal. Que Leod sude un poco más.
Y con un suave salto, desapareció del borde del tejado, deslizándose entre las sombras de los callejones con una ligereza que no pertenecía a un simple caminante.
En otra parte de la ciudad, lejos del bullicio y la música callejera, Gregory descendía por una escalera de piedra en espiral, flanqueado por antorchas que crepitaban en la humedad.
La prisión de Nilsen no era un lugar amable. Pero cumplía su función: silencio, vigilancia, y muchas cerraduras.
Un guardia lo esperaba en la base. Joven, pálido, sudoroso. Al ver al hechicero, se irguió rápidamente, pero los ojos delataban nerviosismo.
—Señor Gregory… lamento informarle que… los prisioneros… los de las túnicas negras…
Gregory se detuvo, alzando apenas una ceja.
—¿Qué pasa con ellos?
El joven traga saliva.
—Se suicidaron. Todos. Al mismo tiempo. Con… esto.
Le extendió una pequeña caja de madera negra, con un cierre de hilo metálico y un sello. Gregory la abrió con un simple gesto de dedos. Dentro, en un compartimento acolchado, descansaban tres pequeñas cápsulas oscuras, opacas como obsidiana.
—¿Ya analizaron qué son?
—No del todo, señor. Pero parecen algún tipo de veneno de activación automática. Estaban ocultas… en la base de la lengua. Cuando intentamos darles agua o hablarles, ya… ya estaban muertos.
Gregory no respondió de inmediato. Tomó una de las píldoras con guantes y la giró entre sus dedos.
—Autodestrucción sincronizada… sin conjuro, sin sello visible… —musitó—. Esto es entrenamiento. Fanatismo. Y planificación.
Sus ojos se endurecieron.
—¿Alguien los interrogó? ¿Dijeron algo antes de morir?
—Nada coherente… repitieron una frase una y otra vez. “el rey oscuro, fomenta mi cambio.”
Gregory cerró la caja de golpe. El sonido resonó como una sentencia.
> “el rey oscuro, fomenta mi cambio.”
Miró al guardia.
—Quiero un informe completo antes del amanecer. No dejes que nadie —repito, nadie— se acerque a esas cápsulas sin mi permiso.
—Sí, señor.
Gregory giró, y al subir de nuevo por la escalera, su mente se agitaba como un océano oscuro.
> “Ese chico… apareció hoy. Ellos también.
Él me dio espacio para luchar. Sabía lo que hacía.
Y si ellos estaban ahí por él...¿o sera un mensaje?”
Un mensaje.
Pero, ¿de quién?
Y sobre todo…
¿Para quién?