La muerte llega para darte una segunda oportunidad
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Pidiendo piedad
Después de usar todos sus contactos, el señor Aguilar no pudo evitar que su hija pasara unas noches detenida mientras Regina despertaba para tomar su declaración.
—Esto no es posible. Mi hija tiene derecho a salir bajo fianza mientras se realizan las averiguaciones —argumentó con desesperación.
—Lo sentimos, señor —respondió el abogado—. El señor Carrasco ha puesto su mano sobre el caso. No hay manera de ayudarle.
Resignado, mandó a investigar el paradero de Manuel para suplicarle clemencia. Pronto descubrió que aún se encontraba en el hospital. Le habían asignado una habitación privada para su aseo personal, lo cual lo dejó sorprendido: era claro que Regina ocupaba un lugar especial en la vida del heredero Carrasco. Ahora comprendía por qué su hija no tenía posibilidad de conquistar a ese hombre.
Se presentó en el hospital con una canasta de frutas frescas y un ramo de flores, intentando halagar con su presencia, pero los guardias no le permitieron acercarse a la puerta. Por más que trató de razonar con ellos, fue ignorado. El mensaje era claro: Manuel exigía una disculpa real.
El señor Aguilar apretó tanto los dientes que se le marcó una vena en la frente. Dejó las cosas en el suelo y se arrodilló. Golpeó su frente contra el piso en señal de reverencia. Lo hizo una vez… dos veces… y al ver que los guardias no reaccionaban, aumentó la fuerza. Cada golpe lo hacía sangrar. Finalmente, uno de los guardias dio una señal y la puerta se abrió. Manuel apareció, con una media sonrisa de satisfacción.
—Señor Aguilar, no debió mostrar su respeto de esta manera —dijo con falsa preocupación—. Estos guardias claramente no fueron entrenados de forma correcta. Permítame ofrecerle mi ayuda.
Las palabras de Manuel dolían más que los golpes. Eran educadas… pero su mirada destilaba burla.
—Tome —le lanzó un pañuelo al suelo.
—No abuses… Tienes poder, pero aún soy tu mayor —gruñó Aguilar, con el rostro ensangrentado.
—Tan pronto olvida a qué ha venido. Usted está pidiendo ayuda… no yo.
—Lo siento —volvió a inclinarse, tragándose el orgullo.
—Por favor, deja ir a mi hija. Es joven, está enamorada y no midió sus acciones. Prometo mandarla lejos —suplicó.
—¿No fueron esas las mismas palabras que usaste cuando mandaste a tu hija mayor fuera del país? —preguntó Manuel, implacable.
—Ella es muy rebelde, no obedece mis órdenes…
—Entonces, por tu debilidad, Eylin ha cometido este crimen. Y como no confío en tu palabra, ella pagará como la ley lo indica.
El señor Aguilar bajó la mirada. No podía hacer más por su hija. Pero aún quedaba su empresa, en caída libre gracias a los escándalos y a que Manuel había suspendido toda cooperación con ellos.
—Está bien… ella debe pagar por sus errores. Pero podrías dejar en paz a Industrias Aguilar —pidió con humildad.
—Muy bien. Solo asegúrate de que tu familia se mantenga lejos de los Carrasco… o será el fin de los Aguilar.
La amenaza era clara: también incluía a Estela.
—Dalo por hecho. Estela no volverá a estar cerca de Óscar.
—¿¡Qué ha dicho!? —exclamó Óscar, que acababa de llegar al hospital. Necesitaba hablar con Regina para que intercediera por Eylin.
—Óscar… —dijo el señor Aguilar.
—Dígame que no es verdad lo que escuché.
El padre se puso de pie, apretando los puños, y habló con tono autoritario:
—Así es. Mi hija no tendrá nada que ver contigo en el futuro. Voy a buscarle un esposo adecuado.
Manuel, indiferente al drama de los hombres, regresó a la habitación donde descansaba su esposa.
—¡Pero ella y yo nos amamos! ¡No puede hacerme esto! —exclamó Óscar con desesperación.
—Es por su bien. ¿Qué futuro le espera contigo? Si ahora no puedes hacer nada por nuestra familia, el futuro será aún peor si te casas con ella.
Él lo sabía. Todo lo que intentó hacer por Eylin había fracasado. Su poder era minúsculo comparado con el de Manuel.
—Esto es solo hasta que encuentre una forma de ayudar… —intentó justificarse.
—No pierdas tu tiempo. No quiero verte cerca de ella. Y si lo haces… la mandaré tan lejos que no podrás encontrarla esta vez —sentenció el señor Aguilar.
Sin decir una palabra más, se marchó. Óscar, pálido y desorientado, vio desaparecer su figura… y en su mente solo quedó grabada la imagen de Manuel Carrasco, triunfante y dominante. Apretó los puños. La semilla de la venganza había germinado.