Corazón De Cristal

Andrew estaba en el interior de la casa de Damián. Eran casi las ocho de la noche, por lo que lo más probable es que Damián no tardaría mucho en llegar, pero eso no le importaba. Aquel idiota no tenía derecho de prohibirle ver a su hija.

-Lo siento... -dijo una sirvienta en medio de un susurro-. La señorita no tiene permitido recibir visitas. El señor Damián dijo específicamente que nadie tenía permitido hablar con la señorita sin su consentimiento.

-Es mi hija, tengo derecho de verla. No me importa lo que tu amo haya ordenado. Solo necesito hablar con mi hija.

La sirvienta se sentía presionada. Si dejaba pasar a aquel hombre, lo más seguro sería que recibiría un gran regaño. Pero sentía pena. Todos los sirvientes habían notado lo reprimida y limitada que era su vida desde que llegó a la casa.

Para sorpresa de ambos, Anabel estaba bajando las escaleras con el ceño fruncido, un caminar lento y flojo, y la espalda levemente arqueada. Esta se sorprendió y acomodó su postura al cruzar su mirada con la de su padre.

-¿Qué haces aquí? -dijo Anabel sumamente atónita mientras miraba a su padre fijamente-. ¿Cómo supiste dónde estaba?

-Quiero hablar contigo...

-¿Sobre qué?

-Sobre todo. Entiendo que no quieras hablar conmigo. También entiendo que te sientas dolida. Pero quiero dejar todo claro.

Anabel soltó un suspiro ahogado y vio a su padre con cierta preocupación. No perdía nada escuchándolo. De todos modos, ya estaban frente a frente.

-Ven, vamos a la sala.

La sirvienta entró en pánico al escuchar eso. No debía permitir que Anabel recibiera a nadie.

-Señorita...

-No te preocupes. Yo me las veré con Damián.

La sirvienta asintió y dejó que Andrew y Anabel fueran juntos a la sala. Al estar sentados, Andrew no sabía cómo empezar y la mirada seria de su hija no lo ayudaba mucho.

-Lo siento... Sé que hice muchas cosas mal. Entiendo que no merezco tu perdón y, sobre todo, te abandoné muchas veces. Me fui por largos momentos sin decir a dónde ni mucho menos sin decir lo que hacía. Pero quiero que te quede claro que todo lo hacía por ti.

-¿Por mí? -exclamó con ironía-. No sabes nada de lo que he tenido que soportar. Odio mi vida, odio estar enferma, estoy cansada de todo. Yo solo quería estar contigo y sentir que todo estaría bien.

-Yo me fui a trabajar. Tu tía no quería seguir pagando por tus medicamentos. Yo no sabía qué hacer. Ella solo me humillaba y yo quería darte lo que necesitabas. No estoy orgulloso de mi trabajo. Es muy peligroso y asqueroso, pero es lo mejor que pude conseguir. No puedo usar teléfonos o algún aparato con cámara o grabadora. Creí que estarías bien... pero no fue así -las lágrimas comenzaron a deslizarse por su rostro-. Estás casada con un estúpido y Ana robó el dinero de tus citas médicas. ¿Qué he hecho mal? Yo solo busqué un buen futuro para ti, pero ellos no te respetaron, te usaron y ahora me odias. Soy un mal padre...

Anabel miraba a su padre. Esta se sentía confundida. Su padre estaba ahogado en llanto. Se veía destrozado, pero lo más importante, él también había sido pisoteado varias veces. Ella estaba confundida. Nada fue como ella pensó, pero seguía sintiéndose lastimada.

-Esto no es tu culpa, yo... yo lo decidí así.

La voz quebrada de su hija hizo que este se sintiera peor. Su hija estaba más rota que él. Lo veía en aquellos ojos celestes que ya no reflejaban colores como antes. El vacío en su mirada era tan intenso que parecía que podría regresarles la vida.

-Eso no es verdad. Si yo hubiese hablado, si no me hubiese guardado todo, ni siquiera has ido al doctor. No quiero que nada malo te pase. Si te pasa algo, ¿qué será de mí? Eres la única razón por la que sigo con vida. Eres lo único que me queda.

Anabel no soportó más y se lanzó a los brazos de su padre mientras lloraba. Por primera vez se sentía cálido. Aquella calidez solo le daba más ganas de llorar. Se sentía como una niña asustadiza. No deseaba soltar a su padre.