Madelein una madre soltera que está pasando por la separación y mucho dolor
Alan D’Agostino carga en su sangre una maldición: ser el único híbrido nacido de una antigua familia de vampiros. Una profecía lo marcó desde el nacimiento —cuando encontrara a su tuacantante, su alma predestinada, se convertiría en un vampiro completo. Y ya la encontró… pero ella lo rechazó. Lo llamó monstruo. Y entonces, el reloj comenzó a correr.
Herido, debilitado y casi al borde de la muerte, Alan llega por azar —o destino— a la casa de Madeleine, una mujer con cicatrices invisibles, y su hija Valentina, demasiado perceptiva para su edad. Lo que parecía un encuentro accidental se transforma en una conexión profunda y peligrosa. En medio del dolor y la ternura, Alan comienza a experimentar algo que jamás imaginó: el deseo de quedarse, aún sabiendo que su mundo no le permite amar como humano.
Cada latido lo arrastra hacia una verdad que no quiere aceptar…
¿Y si su destino son ellas?
¿Madelein podrá dejar
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Capitulo 18
Era como las siete de la noche cuando todo terminó. La casa estaba en calma, apenas iluminada por las luces tenues que provenían del pasillo.
El silencio llenaba el espacio, pero en mi pecho sentía un ruido constante, un latido acelerado cada vez que pensaba en Alan. No sabía por qué, pero lo encontraba más atractivo, más imponente que antes. Cada vez que lo veía, mi corazón se apresuraba, aunque debería ser al revés; todavía amaba al papá de mi hija, y sin embargo, él no había preguntado por ella en días.
Entonces, el timbre sonó interrumpiendo mis pensamientos.
—Din don, din don...
—¿Quién podrá ser a esta hora? —me pregunté en voz baja.
—Mi niña, voy a hacer tus deberes. Yo me encargo de la puerta —dije para tranquilizarla, mientras me dirigía hacia la entrada.
Abrí la puerta y saludé:
—Buenas tardes, ¿quién es?
—Hola, vengo a ver a la niña —respondió un hombre con voz firme.
—Vaya, hasta que por fin apareces —le dije con un dejo de reproche.
—Pasa a la sala, ya te la llamo —añadí, mientras cerraba la puerta y caminaba hacia el interior.
—Mi niña, ven a ver a tu papá, acaba de llegar —llamé.
—Voy, mamá —respondió con rapidez la voz dulce de mi hija.
—¿Por qué has demorado tanto en venir a ver a la niña? —pregunté, intentando mantener la calma.
—Eso no te incumbe. Lo que importa es que estoy aquí —contestó sin titubear.
En la sala, los saludos fueron breves.
—Hola, papi, ¿cómo estás? —mi hija preguntó con timidez.
—Ya bien, papi, ¿y tú? —respondió con una sonrisa.
—Bien también, mi niña —dijo él, con un tono más cálido.
—Mami, ¿puedes ir a ver? lo que deje en el cuarto yo me quedo con papá conversando —pidió mi hija, tratando de ayudar.
—¿Qué pasa? ¿Qué tienes que ir a ver tu mamá? —preguntó él.
—Nada, papá, solo los cuadernos que dejé tirados —respondió sin importancia.
—Está bien, mi niña, pórtate bien —dijo él, con cierta ternura.
Salí de la sala y me quedé detrás de la puerta del cuarto, queriendo escuchar lo que decían.
—Papá, ¿tú ya no quieres a mi mamá, verdad? —preguntó mi hija con sinceridad.
—No, mi niña, por eso la dejé ser libre. Tal vez encuentre a alguien que la quiera como es —respondió él con voz firme.
—Pero mi mamá es buena, es cariñosa, a veces se enoja, pero es normal, ¿no? Tú también le dabas motivos para enojarla —dijo ella, con esa inocencia que hiere.
—Ya no quiero hablar de eso. Ella sabe que no quiero nada con ella —sentenció.
Esas palabras me rompieron el alma. Las lágrimas rodaron por mis mejillas sin poder contenerlas. Mi corazón se apretó como nunca antes.
Aunque intentaba respirar hondo, pensé que el dolor ya no me afectaría. Pero me equivoqué, todavía la quería.
De pronto, una brisa fría acarició mi mejilla y limpió mis lágrimas, lo que me hizo estremecer.
Una voz ronca y profunda susurró:
—No llores más. Sí, duele, pero no llores.
Aquella voz me sorprendió, y por un momento, sentí que no estaba sola.