La llegada de la joven institutriz Elaiza al imponente castillo del Marqués del Robledo irrumpe en la severa atmósfera que lo envuelve. Viudo y respetado por su autoridad, el Marqués encuentra en la vitalidad y dulzura de Elaiza un inesperado contraste con su mundo. Será a través de sus tres hijos que Elaiza descubrirá una faceta más tierna del Marqués, mientras un sentimiento inesperado comienza a crecer en ellos. Sin embargo, la creciente atracción del marqués por su institutriz se verá ensombrecida por las barreras del estatus y las convenciones sociales. Para el Marqués, este amor se convierte en una lucha interna entre el deseo y el deber. ¿Podrá el Márquez derribar las murallas que protegen su corazón y atreverse a desafiar las normas que prohíben este amor naciente?
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un invitado un inesperado
hacia meses que aquel rostro familiar no se había acercado a la mansion, cuando el carte apareció por el sendero bordeado de margaritas, agitando un sobre pequeño y rectangular. No era una carta habitual; el papel amarillento y el sello oficial gritaban su procedencia: un telegrama.
La señora Jenkins, siempre atenta a cualquier novedad, salió a recibirlo con su habitual compostura. Tras leer el breve mensaje, su rostro, generalmente imperturbable, se tensó ligeramente antes de volverse hacia Elaiza, que se había acercado con curiosidad.
—Señorita Medina —anunció la señora Jenkins, con un tono que intentaba ser neutral—, es un telegrama del Marqués.
Elaiza tomó el papel entre sus dedos, sintiendo un ligero temblor. Las pocas palabras impresas en él contrastaban con la exuberancia de la primavera que las rodeaba:
Llegaré siguiente semana.
Rafael Robledo.
Los días que siguieron a la recepción del telegrama se llenaron de una actividad frenética en la finca.
La señora Jenkins, con su eficiencia característica, orquestó una limpieza a fondo de cada rincón de la mansión. Los muebles fueron lustrados hasta brillar, las alfombras sacudidas con vigor y las cortinas de terciopelo descolgadas para airearse bajo el sol primaveral. Incluso el aire parecía vibrar con una energía renovada.
Los niños, contagiados por el ajetreo general, se involucraron en los preparativos con entusiasmo desigual. Rosaura, ayudó a Elaiza a organizar la biblioteca, desempolvando los volúmenes encuadernados en cuero y asegurándose de que cada libro estuviera en su lugar. Tomás, se unió a regañadientes a Marcello y Alessandro para arreglar los senderos del jardín, esparciendo grava fresca, mientras los otros niños retiraban las malas hierbas. Emanuel, el más pequeño, seguía a la señora cocinera como una sombra, ofreciéndose a llevar especias y cucharas, aunque su atención solía desviarse hacia cualquier cosa que llamara su atención. Jorge por su parte limpiaba el granero y el establo, dejando a todos lo caballos y el carruaje listos para el gran día.
la señora jenkins, por su parte, supervisaba todo con una calma aparente, aunque en su interior una mezcla de anticipación e incertidumbre comenzaba a crecer. Se aseguró de que las habitaciones del Marqués estuvieran impecables, eligiendo cuidadosamente la ropa de cama y disponiendo un jarrón con las primeras rosas de la temporada sobre la mesa de noche.
Elaiza también dedicó tiempo a repasar las lecciones de los niños, consciente de que el Marqués querría ver sus progresos.
En las noches tranquilas, después de que los niños se acostaran, Elaiza, la cocinera y la señora Jenkins compartían silenciosas tazas de té en la cocina, repasando mentalmente la lista de tareas pendientes.
Los días se acortaban en la cuenta regresiva hacia la llegada. La finca, reluciente y ordenada, aguardaba en una expectación silenciosa, como si contuviera la respiración ante el inminente retorno de su señor.
El aire primaveral, antes lleno de promesas, ahora parecía cargado de una expectación casi palpable. Los últimos detalles habían sido cuidadosamente atendidos: el brillo de la plata pulida, el aroma sutil de los arreglos florales frescos, la impecable rectitud de los manteles. Incluso los niños, vestidos con sus mejores ropas y con los nervios a flor de piel, se movían con una compostura inusual. La señora Jenkins supervisaba los últimos preparativos con su habitual estoicismo, pero una leve tensión en sus labios delataba su propia incertidumbre.
El regreso del Marqués a la finca, después de largos y silenciosos meses de ausencia, estuvo marcado por la alegría efusiva de sus hijos que habían esperado ansiosos, seguido por el personal de la finca. El carruaje dirigido como siempre por Jorge, se detuvo frente a la imponente fachada con una solemnidad casi lúgubre. Del interior descendió primero el Marqués aún convaleciente, con una rigidez en los hombros que no recordaba nadie haber visto antes. Tras él, con una sonrisa amplia y sus penetrantes ojos color grises y un elegante vestido de viaje color amatista que parecía demasiado inmaculado para el polvo del camino, apareció una dama de porte distinguido, apenas unos años mayor que la propia Elaiza.
Su espalda recta y su mirada que analizaba cada detalle del jardín y los rostros de los niños, contrastaban con la familiaridad relajada del ambiente.
"Hijos," anunció el Marqués, su voz más grave y formal de lo habitual, mientras Rosalba, Tomás y Emanuel se acercaban con cautela, guiados por una dubitativa señora Jenkins. "Permítanme presentarles a Lady Annelise Tremaine. Ella será… mi esposa."
Un silencio denso cayó sobre el grupo. Los ojos de los niños se abrieron con sorpresa, pasando de la elegante extraña a su padre con una mezcla de confusión e incredulidad. Emanuel, el más pequeño, se escondió tímidamente detrás de la falda de la señora Jenkins, aferrándose a su vestido con fuerza. Rosalba y Tomás intercambiaron miradas perplejas.
"¡Rosalba, Tomás! ¡Cuánto han crecido!" exclamó Lady Annelise con una voz sorprendentemente dulce y melodiosa, ofreciéndoles una sonrisa que ahora parecía intentar alcanzar sus ojos. "Los recuerdo tan pequeños cuando visitaba a su encantadora madre hace años. Y tú debes ser Emanuel... Es un placer conocerte finalmente," añadió, inclinándose ligeramente hacia el niño escondido, con una expresión amable. "Estoy deseando formar parte de esta familia y conocerlos a todos mejor." Su tono era cálido y lleno sinceridad, buscando la conexión con cada uno de ellos, sin embargo algo no encajaba del todo.
El Marqués carraspeó, interrumpiendo el incómodo silencio. "Espero que muestren a Lady Annelise el respeto que merece. No toleraré ninguna indisciplina ni falta de cortesía. Ella será la nueva señora de esta casa. después que nos casemos" Su mirada recorrió a sus hijos con una severidad inusual, antes de posarse brevemente en Elaiza, sin detenerse realmente a mirarla.
"Bienvenida a la Quinta Robledo, Lady Annelise," dijo la señora Jenkins con su voz firme pero cordial. "Espero sinceramente que su viaje haya sido placentero. Hemos preparado la casa con esmero para la llegada del Márquez y aunque no esperábamos su presencia, deseamos que se sienta cómoda entre nosotros." Su mirada se detuvo por un instante, evaluando a la recién llegada con una discreción imperceptible, antes de volver a posarse en el Marqués.
"Por supuesto, encarguese de que así sea, señora Jenkins" intervino el Marqués con una sequedad que no pasó desapercibida para quienes lo conocían bien. "Lady Annelise estará instalada en las habitaciones del ala este. Por favor, asegúrese que todo esté dispuesto para ella de inmediato."
La señora Jenkins asintió con una profesionalidad impecable, sin dejar traslucir ningún sentimiento personal. Luego, volviéndose hacia Anelise con una cortesía genuina, añadió: "Si me permite, Lady Annelise, la acompañaré personalmente para que pueda deshacer su equipaje y descansar después de su viaje. Estaré encantada de mostrarle sus aposentos y asegurarme de que tenga todo lo que necesite."
Anelise le ofreció una de sus sonrisas dulces. "Se lo agradezco muchísimo, señora Jenkins. Ha sido un viaje algo agotador, y su amabilidad es bienvenida. Estaré encantada de que me acompañe." Su mirada recorrió brevemente el rostro de Elaiza, deteniéndose por un instante con curiosidad, antes de seguir a la señora Jenkins hacia el interior de la mansión.
El Marqués permaneció inmóvil junto al carruaje, observando cómo las dos mujeres se alejaban. Los niños seguían observándolo con una mezcla de confusión y una incipiente sensación de extrañeza. El aire primaveral ya no parecía tan ligero como antes; una tensión palpable se había instalado en el jardín.
Con un tono de impaciencia apenas disimulado, el Marqués se dirigió a ellos: "Bien, ¿y qué esperan? Saluden a su padre."
Tomás fue el primero en reaccionar, dando un paso vacilante hacia adelante. "Bienvenido a casa, Padre," dijo con una voz que aún conservaba un tono infantil, su mirada fija en su progenitor, buscando en vano la calidez de antes. Rosalba lo siguió corriendo a abrazarlo, aferrándose a sus hombros con fuerza y lágrimas que de aferraban a sus grandes ojos, "¡Bienvenido, Papá!" el hombre hizo un gesto de dolor casi imperceptible, Emanuel, temeroso como un pequeño náufrago, lo observaba tímidamente con sus ojos llenos de incertidumbre. Elaiza tuvo que darle un suave empujón en la espalda para que caminara hacia su padre.
El Marqués tomó a sus hijos en brazos, sintiendo el pequeño cuerpo tembloroso de Emanuel y el fuerte abrazo de Rosalba. Por un instante, una sombra de la vieja calidez intentó asomar en sus ojos, pero se desvaneció rápidamente, reemplazada por una formalidad tensa. Su sonrisa no era aquella amplia y genuina que siempre los recibía tras una larga ausencia. "Han crecido demasiado," fue su único comentario, su mirada deteniéndose un instante más en Rosalba, notando la forma en que sus ojos lo observaban, buscando respuestas que él aún no estaba dispuesto a dar.
Elaiza, que solo se había acercado para invitar a emanuel a acercarse a su padre, observaba la escena en silencio, sintió una punzada de incomodidad ante la presenciar fria del Marqués. La alegría que se había anticipado por su regreso se había desvanecido, reemplazada por una sensación de inquietud ante la presencia de la elegante extraña. Finalmente, se acercó con una compostura serena, ofreciendo una sonrisa suave pero distante.
"Bienvenido, señor," dijo con su voz respetuosa, manteniendo una distancia apropiada, aunque su corazón latía con una velocidad inusual sin saber porque.
El Marqués asintió con un leve movimiento de cabeza hacia ella, sin detener su mirada por más de un instante. Evitaba conscientemente sus ojos, pero en ese breve segundo, una oleada de sensaciones contradictorias lo invadió. Su presencia, incluso en su sencilla vestimenta, evocaba pensamientos confusos, una mezcla de admiración por su fortaleza y una punzada de algo más... algo que se negaba a reconocer. Su corazón reaccionó a su cercanía de una manera que su mente luchaba por ignorar.
"gracias señorita medina" fue lo único que salió de sus labios antes de entrar a la mansión.
Siguiendo a la señora Jenkins por los amplios pasillos de la mansión, Lady Annelise observaba con una sonrisa nostálgica. "Cuánto tiempo, señora Jenkins," dijo con una voz suave, deteniéndose frente a un antiguo tapiz que observo detenidamente. "Esta casa no ha cambiado mucho desde que venía a visitar a Sofía."
La señora Jenkins asintió con una leve sonrisa. "Así es, Lady Annelise. El Marqués siempre ha valorado la tradición. Estas serán sus habitaciones," anunció, abriendo las puertas del ala este. "Las mismas que se preparaban para sus visitas de antaño."
Anelise recorrió la estancia lentamente, sus dedos acariciando el respaldo de una silla tallada. detrás de ellas dos criadas entraron apresuradas con sábanas limpias y sin decir nada comenzaron a limpiar y aerear la habitación "Cuántos recuerdos... Sofía siempre decía que estas eran las habitaciones con la mejor luz para leer." Se giró hacia la señora Jenkins con una mirada curiosa. "Y usted, Agnes, ¿cómo ha estado todo este tiempo? Han pasado tantos años desde la última vez que nos vimos."
"Bien, Lady Annelise," respondió la señora Jenkins con su habitual compostura. "Cuidando de la casa y de los niños. Han crecido mucho, como usted habrá notado."
"Sí, casi no los reconocí," admitió Anelise con una pequeña risa. "Especialmente el pequeño Emanuel, él aún no había nacido cuando me fui."
"Y usted, ¿qué me cuenta de sus años en el extranjero? ¿Dónde estuvo exactamente y qué la trajo de vuelta?" preguntó la señora Jenkins con un tono de genuina curiosidad, mientras Anelise observaba su reflejo en el espejo de la habitación.
Anelise sonrió vagamente. "Oh, aquí y allá, Agnes, en oriente principalmente. He estado... viajando desde que mis padres fallecieron... Ya sabe conociendo el mundo." Su respuesta era deliberadamente imprecisa,evitando detalles concretos, camino hacia la ventana y observo los jardines bellamente iluminados por la luz del sol que estaba en la cima del cielo en ese momento. "La vida es curiosa, ¿verdad? A veces te lleva por caminos inesperados... y luego te trae de vuelta a lugares que creías olvidados." dijo con una voz casi melancólica.
La señora Jenkins la observó con una atención discreta, percibiendo la evasión en sus palabras. Había algo en su tono, que no terminaba de convencerla. "Me alegra que esté de vuelta, Lady Annelise," dijo con una cortesía formal, conocía a la joven desde antes del matrimonio de sus amos. "Espero que encuentre su hogar aquí una vez más."
"Gracias, Agnes," respondió Anelise, volviéndose con una sonrisa carismática. "Yo también lo espero."