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Status: En proceso
Genre:Terror / Aventura / Viaje a un juego / Supersistema / Mitos y leyendas / Juegos y desafíos
Popularitas:455
Nilai: 5
nombre de autor: Ezequiel Gil

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Un juego perdido. Una leyenda urbana.
Pero cuando Franco - o Leo, para los amigos - logra iniciarlo, las reglas cambian.
Cada nivel exige más: micrófono, cámara, control.
Y cuanto más real se vuelve el juego...
más difícil es salir.

NovelToon tiene autorización de Ezequiel Gil para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capítulo 17: Inconsistencias.

La casa de Rocío me recibió con un silencio espeso, incómodo, casi molesto. Apenas crucé la puerta percibí el hervor del agua en la cocina y el olor seco y amargo de la yerba recién abierta.

No me saludó ni dijo nada; solo me señaló con un gesto de la cabeza la silla frente a la mesa, mientras ella se ocupaba de preparar los mates.

Me senté, rígido, con la vista fija en sus movimientos. Cada gesto suyo parecía medido, sin apuro, pero en esa calma había algo inquietante, como si el tiempo se hubiera detenido y me obligara a mirarla más de lo necesario.

Cuando dejó el mate sobre la mesa y se acomodó frente a mí, el silencio se volvió todavía más pesado, como si nos hubiera encerrado en una burbuja de incomodidad.

—Como te dije… —me animé al fin, aclarando la garganta— quería saber si habías borrado algunos archivos.

Ella levantó la vista. Su mirada se clavó en mí con una intensidad que me obligó a apartar los ojos. No contestó. Su silencio, bordeando el enojo, me golpeó más fuerte que cualquier reproche.

Sentí la pierna temblar sola debajo de la mesa; me mordí el labio, me rasqué la nuca, cualquier excusa para ocupar el vacío que crecía entre nosotros.

No aguanté más. Me levanté de golpe, la silla raspó contra el piso.

—Mejor me voy —dije, queriendo sonar firme, aunque la voz me salió débil.

Ella no me detuvo. No hizo ni un gesto. Caminé hasta la puerta, y justo cuando estaba por abrirla, su voz me alcanzó desde atrás:

—Vos ibas a la facultad con él, ¿verdad?

Me di vuelta despacio. Su tono me obligó a mirarla.

—Sí —respondí, casi sin aire.

Entonces levantó la mano y señaló un cuadro en la pared. Una foto grupal, tomada años atrás. Esteban estaba allí, sonriente. A su lado, entre varios, estaba yo, más joven, congelado en una expresión que no sabía si era alegría o incomodidad.

—Te reconozco de la foto —dijo ella, sin apartar la vista—. Él me hablaba mucho de vos.

El estómago me dio un vuelco.

—Me gustaría poder decir lo mismo… pero nunca me contó nada de vos. Se me hace raro.

Ella sonrió, amarga.

—Era complicado. Había muchas cosas de por medio.

No contesté. Sentí que cualquier palabra sonaría fuera de lugar. Entonces me lanzó la pregunta que me heló la sangre:

—¿Vos sabés por qué Esteban se suicidó?

El mundo se cerró de golpe. Apenas pude tragar saliva y negar con la cabeza.

—¿Y vos sí? —pregunté, forzando la voz.

—Sí.

El corazón me dio un vuelco.

—¿Cómo sabés? ¿Por qué?

Se levantó con calma y desapareció hacia su cuarto. Antes de cruzar el marco, me dijo:

—Porque dejó una carta.

Cuando volvió, traía en la mano un papel arrugado, doblado muchas veces, con manchas que parecían lágrimas secas. Me lo tendió sin decir nada. Lo recibí casi con miedo.

Era inconfundible: la letra era de Esteban.

Leí despacio:

"Me voy a ir pronto, a dónde no sé, pero seguro que va a ser mejor que acá. Y no sé, la verdad, a quién dirigir esta carta. Quizás a Leo, que siempre me acompañó, o a Rocío, que siempre fue mi luz. No sé. Solo quiero dejar constancia de que esto no es algo apresurado; años llevo pensando que quizás así es mejor. Me cansé de los gritos, de las peleas, de las críticas. Donde voy, solo veo que me juzgan, que hablan de mí como si me conocieran. Y últimamente es peor, más sofocante. Es difícil estar en espacios chicos. Y siempre encuentran una forma de observarme, de llegar a mí. ¿Qué les hice? ¿Por qué yo? Solo quería jugar tranquilo un rato.

Solo quiero estar en paz un rato."

Las palabras me atravesaron lento, como un cuchillo sin filo. El papel temblaba entre mis manos, y no sabía si era por lo que leía o porque el sudor me resbalaba por los dedos. Algo no cerraba. Había tristeza, sí, pero no la resignación de una despedida definitiva.

Rocío me observaba con paciencia.

—Rara, ¿verdad? —susurró.

No respondí.

—No parece una carta de suicidio —añadió.

Levanté la mirada, confundido.

—¿Cómo que no parece?

—Las cartas de los suicidas suelen ser un perdón, una acusación, una confesión. Algo que cierre el círculo. La de Esteban es distinta. Es más como… un desahogo. No parece querer terminar nada.

No dije nada. La cabeza me latía fuerte.

—Por eso no se la mostré a la familia —continuó—. Si esto no fue un suicidio, fue algo más. Y decime, ¿de verdad pensás que podrían soportar que reabran el caso?

Me quedé mudo.

—Quedátela. Pero si vas a mostrarla, no me metas a mí. Decí que la encontraste vos, en un cuaderno lleno de garabatos raros que había en su pieza. Ahí la encontré yo.

Asentí, guardando el papel. Sentía que me quemaba los dedos.

Salí de la casa. Apenas crucé la calle vi a Alana que llegaba en ese instante. Sonrió al verme, pero al acercarse notó la rigidez de mi cuerpo.

—¿Qué tenés ahí? —preguntó, señalando mi mano, que aún apretaba el borde del papel.

Lo escondí rápido, como si me hubieran sorprendido en un crimen.

—Nada… Rocío me anotó unas cosas.

Ella me miró con curiosidad, pero no insistió. Yo respiré hondo, agradecido de que su energía infantil estuviese contenida por una vez.

Me subí a la moto, apretando la carta contra el pecho y actuando como si nunca la hubiera leído, fuimos a comer.

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