Camilo Quintero es un hombre arrogante, que no tiene reparos en hacer sentir mal a los demás. No cree en el amor y se niega rotundamente a casarse. Sin embargo, su vida da un giro inesperado cuando su abuelo lo destituye del cargo de CEO, le quita todas las tarjetas de crédito, su dinero y le da un año para que consiga un trabajo digno y cambie su forma de ser.
En medio de su nueva realidad, Camilo conoce a Lucía Fernández, una joven humilde, sencilla y amorosa, todo lo contrario a él. Por circunstancias del destino, terminan conviviendo juntos y, poco a poco, se enamoran. Sin embargo, la familia de Lucía no lo acepta, convencida de que su hija merece a alguien mejor y no a un “bueno para nada” como Camilo.
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CAPITULO 17
El avión aterrizó suavemente en la pista, y el leve chirrido de las llantas marcó el final de un viaje que había sido todo menos ordinario para Lucía y Camilo. De la mano, bajaron por la escalerilla con una mezcla de cansancio y felicidad. La luna de miel en Paris había sido un sueño, frente a la Torre Iffel, atardeceres eternos y noches en las que apenas dormían… por motivos que no hace falta explicar.
Camilo, como siempre protector, le pasó un brazo por los hombros a Lucía mientras caminaban por el aeropuerto.
—Vámonos en taxi, princesa. Ya es muy tarde para agarrar el bus —dijo, dándole un beso suave en los labios.
Lucía sonrió, aún con la brisa de París en su espalda.
—Está bien, mi amor. No es bueno caminar a esta hora… quién sabe qué locos están sueltos.
Media hora más tarde, llegaron a la pensión donde vivían con Angie, la abuela de Lucía, y Lucrecia unas mujeres que eran toda una institución en el vecindario.
Angie tenía opiniones fuertes, una lengua afilada y un radar sobrenatural para detectar si algo “picante” había pasado entre su nieta y su yerno. La casa estaba en penumbras, apenas iluminada por el resplandor azúl de la televisión que proyectaba los últimos suspiros de una telenovela turca.
Allí estaba Angie, sentada en el sillón con una cobija de tigre hasta las rodillas y una caja de pañuelos a su lado. Lloraba con esa mezcla de sufrimiento y dramatismo que solo una mujer que ha vivido lo suyo puede producir.
Lucía dejó las maletas en la entrada y se acercó con cuidado.
—¿Abuela? ¿Qué haces despierta a esta hora?
Angie alzó la vista con los ojos brillosos por las lágrimas y una sonrisa que no tardó en brotarle del rostro.
—¡Mi niña! Ya volviste de tu luna de miel —exclamó emocionada, como si hubiera regresado de la guerra en lugar de Paris—. ¡Ay, por fin! Mira que esta casa sin ti es más triste que cumpleaños sin torta.
Lucía se rió y le dio un beso en la mejilla.
—Ya estamos aquí, abue.
Camilo, que venía detrás con más maletas de las necesarias para un viaje de una semana, también se acercó y la saludó con respeto.
—Buenas noches, señora Angie —le dijo mientras le daba un beso en la mejilla.
—Buenas noches, Camilo… —respondió Angie, entrecerrando los ojos como una inspectora en medio de un interrogatorio—. A ver… ¿Y qué? ¿Este inútil sí respondió en la cama o lo tiene chiquito?
Camilo se quedó paralizado, como si le hubieran tirado una cubeta de agua helada en la espalda.
—¡Abuela! —exclamó Lucía, roja como un tomate—. ¡De verdad que te pasas!
Angie soltó una carcajada pero luego fingió seriedad, como si no hubiera dicho nada fuera de lugar.
—¿Qué? Una tiene que preguntar esas cosas, mi amor. Uno no puede dejar que una nieta tan bonita se case con un mueble. Mira que después uno termina criando nietos imaginarios porque el otro ni fu ni fa.
Lucía lo jaló de la mano hacia la habitación.
—Vamos, amor. Ignorarla… está en modo abuela desatada.
—No me ignoren, ¿ah? —gritó Angie desde la sala—. Y si oyen que la cama no suena, vayan al médico, ¡urgente!
Camilo murmuró algo inteligible, mientras cerraba la puerta de la habitación. Por dentro, el cuarto estaba decorado con guirnaldas de papel, flores artificiales y una sábana nueva con corazones. Lucrecia, la hija de Angie y madre de Lucia , lo había organizado todo con mucho amor… y muy poco sentido estético.
—Bueno, esto parece más una habitación de quince años que de recién casados —bromeó Camilo, sacando una camiseta de la maleta.
Lucía se tiró en la cama con un suspiro.
—Solo espero que podamos dormir. Después de todo lo que hemos viajado y de soportar tus ronquidos...
—Mis ronquidos son canciones de cuna, mujer —dijo Camilo con una sonrisa—. Lo que pasa es que eres muy delicada.
Mientras se desvestían para acostarse, Angie gritó desde la sala.
—¡No se vayan a olvidar de usar protección! ¡Que uno muy rápido pasa de luna de miel a pañales y trasnochos!
Lucía se puso una almohada en la cara y gimió de vergüenza.
—No puedo creer que esto sea mi vida…
Camilo se echó a reír.
—Tu abuela es una joya. Medio salvaje, pero tiene estilo.
A la mañana siguiente, Lucía se despertó con el olor a café y arepas. Angie estaba en la cocina, cantando boleros, vallenatos y hablando sola mientras preparaba el desayuno.
—¡Despierten, que no viven solo del amor! ¡Aquí hay café y queso fresco!
Lucía se asomó por la puerta.
—Abue, buenos días. ¿Dormiste algo?
—¡Ay, niña! Dormí como un ángel. Aunque estuve pendiente de si hacían ruido, pero nada… silencio sepulcral. ¿O Camilo solo prende el motor, pero no lo arranca?
—¡Abuela! —gritó Lucía, otra vez roja.
Camilo, que venía entrando con el cabello alborotado, saludó con una sonrisa incómoda.
—Buenos días, doña Angie.
—Buenos días, mijo… Aunque sinceramente, no pareces recién casado. Uno esperaría que llegaras sin poder caminar del cansancio, pero te veo entero.
Lucía escupió el café de la risa. Camilo solo suspiró.
—Le juro que hice mi mejor esfuerzo.
Angie lo miró de arriba abajo, levantando una ceja.
—Eso dicen todos, hasta que uno se queda mirando el techo mientras el otro duerme como un tronco. Pero bueno, mientras la niña esté contenta...
—Estoy feliz, abue —interrumpió Lucía, intentando cambiar el tema—. ¿Y tú cómo has estado?
—Aquí, viendo mi novela turca. Esa gente sufre más que yo cuando me toca pagar el recibo de la luz. Pero me entretiene. Aunque tengo que decir que ese protagonista… ¡ay, Dios mío! Eso sí, sabe cómo tratar a una mujer. No como algunos que apenas saben abrir una botella de gaseosa.
Camilo levantó las manos.
—Bueno, bueno, ya entendí. Tengo que ganarme su respeto.
—No mi amor, ya lo ganaste. Pero mantenerlo… eso es otro precio.
El desayuno continuó con risas, bromas y alguna que otra indirecta de Angie. Pero más allá de las burlas, en sus ojos había ternura. Ella solo quería asegurarse de que su nieta fuera feliz. Y si tenía que meterle miedo a Camilo para lograrlo, lo haría sin remordimientos.
Pasaron los días, y la convivencia con Angie se convirtió en una comedia constante. Cada vez que Camilo salía del baño con el torso desnudo, ella hacía comentarios como.
—¡Ay, mijito! Si fueras un poquito más fornido, podrías modelar en la feria del pueblo.
O cuando lo veía lavando los platos.
—¡Miren esto! ¡El espécimen raro! Un hombre que lava sin que lo amenace con la chancla. Lucía, cuídalo, que no hay dos.
Y por supuesto, no podían faltar las escenas en las que Angie fingía escuchar cosas por la noche.
—¡Anoche escuché algo! Creo que fue un grito de pasión… o tal vez se te cayó una almohada. ¡Pero igual, bien hecho!
Camilo ya no se molestaba. Al contrario, aprendió a devolverle las bromas.
—Doña Angie, tenga cuidado. Un día de estos me va a encontrar en toalla y va a tener que ir a confesarse.
—¡Bah! A mi edad, ver carne no me asusta. Lo que me asusta es que esté mal cocida.
La convivencia en la pensión, aunque llena de bromas, también trajo momentos de unión. Angie se volvió una especie de guía espiritual, aunque con consejos que a veces rozaban lo absurdo.
—Para tener un matrimonio feliz hay que tener tres cosas paciencia, buen humor y una puerta que cierre bien, por si hay que echarlo algún día.
Lucía y Camilo la escuchaban, reían, y la abrazaban. Sabían que bajo esa fachada de mujer ruda, había un corazón inmenso que latía por ellos.
Una noche, mientras cenaban juntos, Angie alzó su taza de café.
—Brindo por ustedes, por este par de tortolitos. Que su amor dure mucho, que aprendan a pelear con gracia y a reconciliarse con ganas. Y sobre todo… que me den nietos antes de que me vuelva ceniza.
—¡Abuela! —dijeron al unísono.
—¿Qué? ¡Una ya está en tiempo de descuento!
Todos rieron hasta que les dolió el estómago.
Y así, entre bromas, café y novelas turcas, Lucía y Camilo aprendieron que el amor se construye día a día… y que tener a alguien como Angie cerca, aunque sea una fábrica de vergüenzas, es una bendición disfrazada de sarcasmo...
Continuara ...
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