Katerina murió por salvar a una joven. No esperaba despertar en una historia que no era suya... con un destino aún más cruel.
Cuando abre los ojos, ya no está en su mundo. Ha reencarnado como Avery, una noble ignorada por su padre, despreciada por su hermana y condenada a morir junto a su madre en una historia que no escribió. Pero Katerina conoce ese final: lo leyó. Sabe quién mata, quién sobrevive… y quién sufre en silencio.
Solo que esta vez, ella no va a permitirlo.
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Capítulo 18
El Emperador se levantó.
El movimiento fue tan inesperado que el murmullo del salón pareció detenerse. Los músicos dudaron por un segundo, como si las cuerdas mismas se preguntaran si debían seguir. Él descendió los escalones del estrado con la autoridad serena de quien no necesita anunciarse, y caminó directamente hacia ellas.
Cada paso era una declaración. Nadie se atrevía a interponerse. El silencio a su alrededor era absoluto. Sus ojos, grises como las nubes antes de la tormenta, se posaron suavemente en la figura de Eliana.
—Bella dama—dijo, con una voz tan profunda y armoniosa que parecía envolverla como un abrigo cálido en medio del invierno—. ¿Me concedería este baile?
Eliana parpadeó, como si no creyera lo que acababa de oír. Había pasado tanto tiempo relegada a las sombras, silenciada por la etiqueta, olvidada entre los nobles, que no recordaba cómo era sentirse... vista.
—Yo… Majestad, no sería apropiado… —susurró, ladeando el rostro, más por vergüenza que por recato.
—Y sin embargo, sería un honor para mí —interrumpió él, ofreciendo su mano con una sonrisa tan serena como firme.
Avery, maravillada, clavó sus ojos en su madre. En su interior, algo se iluminó. No era solo orgullo… era esperanza.
Con manos temblorosas, Eliana aceptó la invitación.
El Emperador la condujo al centro del salón, y por primera vez en muchos años, ella volvió a sentir que flotaba.
La música comenzó de nuevo. Violines suaves como el susurro del viento acompañaron sus pasos. Él la guiaba con elegancia impecable, sin prisas, como si el tiempo hubiese decidido ralentizarse para no interrumpir aquel instante.
Avery alzó su abanico para ocultar la sonrisa que se dibujaba en sus labios. Desde donde estaba, el Emperador se parecía más a un cazador experimentado que a un noble caballero. Y su madre… un corderito a punto de entrar en la guarida del lobo.
De algo me estoy perdiendo, pensó mientras sus ojos se movían, instintivos, hacia la mesa del Archiduque.
La expresión de su padre era una máscara de sombra y veneno. A su lado, la Archiduquesa mostraba una sonrisa torcida, satisfecha como quien acaba de encender la mecha de una bomba.
—Mírala —susurraba ella con voz untuosa—. En los brazos de otro hombre, sin vergüenza alguna. Fíjate cómo coquetea… es una descarada. Estoy segura que busca calentar la alcoba de Su Majestad. Esposo mío, debe ser castigada.
El Archiduque apretó los dientes. El odio hervía en su interior, oscuro e hirviente. Si bien nunca había apreciado a su esposa, le pertenecía. Era suya. La castigaría por esta humillación. Le recordaría a quién debía temer.
Avery sintió el pánico abrirse paso como una marea helada. Si no actuaba pronto, su madre caería en manos de esos monstruos. No lo permitiré. Jamás permitiría que le arrebataran ese poco de luz que había ganado. Por primera vez en mi vida, sé lo que es el amor de una madre. Y lucharé por protegerlo.
Mientras tanto, en el centro del salón, el Emperador la guiaba con la misma seguridad con la que se conduce a un barco en medio de una tormenta. Sus manos, grandes y cálidas, sujetaban con cuidado las de Eliana, que apenas podían seguir el ritmo de la música.
—No temas —murmuró él, su voz apenas un roce de aire en su oído—. Solo quiero saber cómo te llamas.
Ella lo miró de reojo, sin atreverse a sostener su mirada.
—Perdóneme, no es apropiado que una mujer como yo le hable, Su Majestad.
—¿Una mujer como tú?
Eliana asintió, con la cabeza gacha.
—Soy una plebeya convertida en noble. No soy digna de estar frente a usted.
El ceño del Emperador se frunció, pero su voz se mantuvo suave.
—Eso no lo decido yo… ni tú. Pero si algo te puedo asegurar, es que en esta sala no hay nadie más digno que tú. Has hecho algo que yo sólo he podido soñar: devolverme la esperanza.
Eliana lo miró, sin aliento.
—¿Esperanza?
—Sí —asintió él con seriedad—. Fe de que las cosas cambiarán… de que mi hijo aún puede encontrar la luz.
Ella sintió cómo el aire se atascaba en su garganta. Las palabras no salían.
—No diga nada —añadió él, con una ternura inesperada—. Solo… baila conmigo.
Y por un instante, Eliana deseó rendirse. Apoyar la cabeza en ese pecho que parecía tallado en piedra, y escuchar sus latidos. Preguntarse si esa música, la de un corazón noble, sería la melodía que ella nunca se permitió imaginar.
Entonces, él preguntó, como quien lanza una piedra al estanque y observa las ondas expandirse:
—¿Lo amas?
—¿Ah? —El desconcierto se reflejó en sus ojos como una pregunta sin respuesta.
—A tu esposo —aclaró él—. ¿Lo amas?
Eliana bajó la mirada. No podía confesar lo que ocultaba su matrimonio. No aquí. No así. Pero tampoco quería mentirle.
—No… —susurró, y cada sílaba le cortó la lengua como un cristal—. No lo amo.
Los ojos del Emperador se abrieron, sólo un poco.
—¿Fue por obligación?
Ella asintió, con lágrimas silenciosas en los ojos. Él no volvió a preguntar. Solo la sostuvo con más firmeza. La música siguió, suave, como si también supiera que ese momento debía durar un poco más.
Eliana se mordió el labio. Una mezcla de emociones se arremolinaba dentro de ella: vergüenza, gratitud, miedo… y algo más. Algo tibio, dulce, que comenzaba a crecer como una semilla plantada en tierra fértil.
Giraron. El vestido de Eliana se elevó como un soplo de seda alrededor de sus piernas. Sus ojos se encontraron de nuevo, y por un instante, los aplausos, los cuchicheos, las miradas, todo desapareció.
Sólo estaban ellos dos.
Dos almas cansadas, que se reconocían en el silencio.
El baile terminó, y el Emperador se inclinó ante ella con una reverencia impecable.
—Gracias, mi señora. ¿Me podrías decir tu nombre?
—Eliana —contestó con dificultad.
Cuando volvió junto a Avery, no pudo evitar reír, bajito, como una niña sorprendida en una travesura.
—Creo que acabo de bailar con el Emperador —dijo, incrédula.
—No, madre —respondió Avery con una sonrisa suave—. El Emperador acaba de bailar con usted.
En otro lugar del salón, el segundo príncipe Ossian, por fin libre del enjambre de nobles ansiosas por una mirada suya, escaneó el salón con la inquietud de un animal que ha perdido de vista a su presa.
¿Dónde se ha metido Avery?
Recordaba vagamente haberla visto deslizarse hacia una de las esquinas más apartadas del salón, oculta entre abanicos, telas vaporosas y chismorreos disfrazados de cortesía.
Pero antes de dar un paso, una figura lo interceptó. Ágata.
—Príncipe —dijo ella, con una sonrisa pulida como una joya recién tallada—. Ansiaba mucho poder hablar con usted.
Ossian apenas la miró, sus ojos ya buscaban detrás de ella, inquietos, en dirección a su prometida.
—Príncipe, por favor —insistió Ágata, inclinándose con estudiada modestia—. Acompáñeme. Solo unos minutos de su tiempo.
Volvió su mirada hacia la muchacha. Era bonita. No tanto como Avery, claro, pero había algo en su expresión... una mezcla entre ambición y necesidad que le llamó la atención.
Podría servirme, pensó. Al menos para pasar el rato. O quizás para algo más útil.
—Está bien —dijo finalmente—. Sígueme.
Salieron del salón sin que nadie pareciera notarlo. Nadie... excepto la Archiduquesa, que al verlos desaparecer entre las cortinas bebió de su copa con deleite, como quien ya saborea el triunfo.
En un corredor lateral, resguardado del bullicio, Ossian se apoyó contra la pared de mármol y la observó en silencio. Sus ojos se posaron, sin pudor, en el escote bien acomodado del vestido de Ágata.
—¿Y bien? —preguntó, sin molestarse en disimular su aburrimiento.
—Yo… —empezó ella, colocándose un mechón de cabello tras la oreja—. Tengo que advertirle algo… sobre mi hermana.
—¿Mi prometida?
—Sí. Avery.
Ossian arqueó una ceja, divertido.
—¿Qué tienes que decirme?
—Si se casa con ella, su reputación quedará manchada. Es conocida por ser la hija de una plebeya. No tiene modales, ni educación. Es una carga, una inútil.
Él no respondió de inmediato. La dejó hablar, mientras la estudiaba como un estratega analiza un mapa antes de atacar.
—¿Y tú crees que yo necesito a otro tipo de mujer?
Ágata asintió de inmediato, creyendo ver en esa pregunta una rendija hacia el poder.
—Una mujer que esté a su altura. Noble de nacimiento, refinada, fuerte… leal.
Ossian se enderezó, caminando hacia ella con pasos lentos y peligrosamente medidos. Cuando estuvo lo bastante cerca, inclinó el rostro y murmuró:
—¿Y conoces a alguien así?
—Yo —dijo ella sin dudar, su voz apenas temblando—. Soy hija del Archiduque y la Archiduquesa. Tengo influencia, riqueza, sangre noble. Estoy dispuesta a servirle en todo.
Él sonrió, pero no con calidez. Su sonrisa era afilada, casi cruel.
—¿Estás dispuesta a hacer todo lo que te pida?
—Sí, su alteza. Lo que sea.
—¿Incluso matar?
El corazón de Ágata se detuvo un instante. Tragó saliva con esfuerzo, pero sostuvo la mirada.
—Sí —susurró. Creía con fervor que él sería el futuro emperador. Si lo que él deseaba era un crimen, ella lo cometería. Con gusto, si eso le garantizaba una vida a su lado.
Ossian la observó con creciente interés. No era tan hermosa como Avery, ni tan inteligente, pero era... útil. Fácil de manipular. Hambrienta.
Un peón perfecto.
—¿Cómo dijiste que te llamabas?
—Ágata.
—Bien, Ágata —dijo él, acercando sus labios a su oído—. Más te vale estar a la altura de alguien como yo.
La rubia sonrió con satisfacción, convencida de que acababa de destronar a su hermana. El poder, el estatus, la corona… todo sería para ella.
Y mientras regresaban al salón con apariencias intactas, en sus cabezas ya se tejían conspiraciones que, tarde o temprano, harían estallar el imperio desde dentro.