Víctor, un escritor fracasado, sigue un mapa hacia una ciudad imposible. En su camino, enfrenta espejos rotos, bibliotecas de hueso y circos delirantes, descubriendo que su peor enemigo es él mismo. Un viaje oscuro entre la locura, la creación y el vacío.
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Capítulo XII: El Archivo de los Olvidados
El viento era un lamento antiguo que empujaba a Víctor hacia un edificio de piedra negra, erguido como un monolito en medio de un páramo sin fin. Las ventanas, rejas de hueso tallado, parecían murmurar secretos al pasar el aire. Cada hendidura en los huesos formaba rostros que lo observaban, algunos con súplica, otros con reproche. Sobre la puerta, un letrero oxidado colgaba de un clavo torcido, balanceándose con un chirrido que perforaba el silencio: ARCHIVO DE LOS OLVIDADOS. Las letras, gastadas por el tiempo, parecían sangrar herrumbre, como si el propio edificio llorara por lo que albergaba.
Víctor dudó antes de empujar la puerta. Sus manos temblaban, no por el frío, sino por una certeza que no podía nombrar. La madera cedió con un gemido grave, y el interior lo recibió con un olor a papel viejo y cera derretida. Pasillos infinitos se abrían ante él, iluminados por un techo de cristal ahumado que filtraba una luz cenicienta. Los estantes, que se alzaban hasta perderse en la penumbra, estaban repletos de libros que parecían vivos. Sus cubiertas de piel marchita se hinchaban y desinflaban, como si respiraran. Cada volumen tenía un título grabado en letras que parecían cicatrices: El hombre que perdió su sombra, La mujer que se convirtió en metáfora, El niño que escribió su nombre en el viento. Los nombres evocaban historias que Víctor sentía conocer, aunque no recordaba haberlas escrito.
Un crujido lo sacó de su trance. Desde las sombras emergió un bibliotecario, una figura encorvada cuyos ojos estaban velados por telarañas que se movían como si estuvieran tejidas por arañas invisibles. Sus dedos eran etiquetas de pergamino, amarillentas y quebradizas, con palabras ilegibles que se desprendían al moverse. En lugar de lengua, un sello de cera ocupaba su boca, goteando letras que formaban charcos de tinta en el suelo.
—Busca tu sección —dijo, su voz un susurro que parecía venir de los propios estantes—. Todos terminan aquí.
Víctor avanzó, sintiendo el peso de esas palabras como grilletes. Los pasillos se retorcían, algunos bifurcándose en espirales imposibles, otros terminando en espejos que devolvían su reflejo distorsionado. Finalmente, un letrero tallado en hueso señaló un corredor: Obras Abandonadas. Los libros aquí eran más delgados, sus lomos polvorientos marcados con su nombre en una caligrafía que reconoció como suya, aunque no recordaba haberla trazado. Tomó uno titulado El poema que nunca terminó. Al abrirlo, las páginas crujieron como hojas secas, y una voz rota emergió:
—¿Por qué me dejaste pudrirme? —susurró el libro, escupiendo versos enmohecidos que olían a humedad y arrepentimiento—. Podría haber sido hermoso. Podría haber sido eterno.
Víctor retrocedió, pero el libro seguía hablando, sus palabras formando nubes de polvo que le irritaban los ojos. En un rincón del pasillo, una figura se materializó. Tenía su rostro, pero su cuerpo estaba hecho de papel arrugado, con bordes rasgados como heridas. Se arrodilló, extendiendo un brazo que sostenía un párrafo incompleto. Las palabras se desvanecían en la página, como si la tinta huyera de la existencia.
—Por favor —rogó la figura, su voz un eco de la suya propia—. Dame un final. Cualquiera. No me dejes atrapado en este vacío.
Víctor buscó algo con qué escribir. De un cordel en el estante colgaba una pluma de hierro oxidado, su punta manchada de tinta seca. La tomó, y al hacerlo, sintió un pinchazo en el dedo, como si el instrumento exigiera sangre a cambio de su uso. Escribió en la página: "Y vivieron felices para siempre". Las palabras brillaron un instante antes de que la figura gritara. Su cuerpo de papel se deshizo en polvo, y el libro se cerró con un golpe que resonó como un portazo en su alma.
—Las mentiras duelen más que el olvido —dijo el bibliotecario, apareciendo tras él. Sus etiquetas-dedos se agitaban como mariposas atrapadas—. Aquí, la verdad es un lujo que pocos pueden pagar.
Víctor siguió adelante, cada paso un recordatorio de su propia fragilidad. En otra sección, Personajes No Amados, las páginas se agitaban como aves enjauladas, sus bordes cortantes rozando el aire. Voces conocidas lo llamaron desde los estantes:
Clara, la chica de cabello rojo, ahora una nota al margen en un diario quemado, su risa reducida a cenizas que flotaban entre las páginas.
El pianista tuerto, atrapado en una metáfora mal escrita en el capítulo dos, sus dedos aún intentando tocar una melodía que nadie recordaba.
Lilith, su nombre tachado con ira, sus diálogos reemplazados por manchas de vino que parecían lágrimas de una noche de excesos.
Un libro cayó del estante, golpeando el suelo con un thud que hizo eco en su pecho. Su título: El Autor y sus Mentiras. Al abrirlo, Víctor vio ilustraciones de sí mismo: quemando manuscritos en una hoguera que olía a remordimientos, ahogando personajes en tinta negra, vendiendo sueños por monedas de vergüenza que se deshacían al tocarlas. Las imágenes se movían, repitiendo sus traiciones en un bucle infinito.
—Eres peor que el Autor —acusó el libro, sus páginas temblando de furia—. Él nos olvidó. Tú nos traicionaste.
Víctor arrojó el libro al suelo, pero las páginas se dispersaron, formando un círculo de fuego verde que iluminó el pasillo con un resplandor enfermizo. De las llamas emergió una niña con trenzas de hilo negro y ojos de agujas, su piel cubierta de cicatrices que parecían tachones de pluma. Era pequeña, pero su presencia llenaba el espacio como una tormenta contenida.
—Soy la que comes en los márgenes —dijo, señalando las marcas en su cuerpo—. La que sobrevivió a tus borradores, a tus tachones, a tus promesas rotas.
Víctor la reconoció al instante. Era la niña fantasma de la biblioteca de huesos, pero ahora sus rasgos eran más claros, casi un reflejo de los suyos. Cada cicatriz en su piel era una historia que él había abandonado.
—¿Qué quieres? —preguntó, retrocediendo hasta chocar con un estante.
—Lo que me debes —respondió ella, abriendo la boca para revelar un vacío donde brillaban estrellas muertas, como faros de un universo olvidado—. Un final verdadero. No una mentira para calmar tu conciencia.
Víctor levantó la pluma oxidada, sus manos temblando. Escribió en el aire: "La niña escapó del libro. Nadie sabe cómo, pero lo hizo". Las palabras se materializaron como cuchillas, cortando el cuello de la niña en un instante. Su cuerpo se deshizo en ceniza, pero su risa permaneció, un eco que se clavó en su mente:
—Mentiroso. Siempre mentiroso.
El Archivo comenzó a colapsar. Los estantes se inclinaron, arrojando libros que se transformaban en aves de papel, sus picos afilados picoteando su piel. Víctor corrió, el suelo temblando bajo sus pies, hasta encontrar una salida que no había visto antes: una puerta de luz cegadora que parecía prometer redención o condena. No tenía tiempo para elegir.
—No vuelvas —rugió el bibliotecario, sus etiquetas-dedos ardiendo como antorchas—. Los olvidados nunca perdonan.
Víctor cruzó la puerta y cayó en un vacío sin tiempo, un espacio donde los recuerdos se deshacían como arena entre sus dedos. La cadena en su tobillo, grabada con palabras que eran tanto juicios como destinos —Culpable, Autor, Silencio, Fábrica, Banquete, Relojero, Teatro, Mercado, Laberinto, Ópera—, añadió un nuevo eslabón: Archivo. Cada eslabón pesaba más, tirando de él hacia un abismo que aún no comprendía.
En su mano, un fragmento de espejo del laberinto brilló. Al mirarlo, vio a Lilith en una habitación llena de relojes detenidos, sus agujas congeladas en un instante que nunca avanzaba. Ella alzó la vista, como si supiera que la observaba.
—Pronto —susurró, su voz atravesando el cristal—. El jardín nos espera.
Víctor cerró los ojos, pero la imagen de Lilith permaneció, grabada en su mente como una promesa o una amenaza. El viento seguía susurrando, llevándolo hacia un destino que no podía evitar. Sabía que el Archivo no era el final, sino otro capítulo en una historia que él mismo había comenzado a escribir, pero que ya no controlaba.