La Emperatriz Bruja.

Una vez que todos tomaron asiento, comenzaron a servir los platos. Maximus, mirando con desconfianza la comida, comentó:

—Yo ya cené, estoy satisfecho.

Mauricio sonrió con cortesía venenosa y respondió:

—Por supuesto, con razón lo veo más robusto que la última vez que lo vi. Tal vez comer a deshoras le está afectando.

—¿Acabas de llamarme gordo? —espetó Maximus, frunciendo el ceño.

—Y tú despreciaste la comida que mi esposa preparó con sus propias manos...

Leonor miró mal a su padre y dijo con firmeza:

—Suficiente. ¿Así será cada vez que nos reunamos? Recuerden que en un futuro no muy lejano tendrán que compartir cenas familiares, eventos, y todo lo que las familias comunes hacen. No pienso tolerar este comportamiento infantil. Si no aprenden a llevarse bien, no los invitaré a la boda ni permitiré que nuestros futuros hijos los reconozcan como parte de la familia.

Sus palabras cayeron como un balde de agua fría. Los emperadores, Mauricio y hasta las reinas la miraron boquiabiertos, hasta que la reina y la emperatriz preguntaron casi al unísono:

—¿Estás embarazada?

—¿¿Qué?? —exclamaron Mauricio y Maximus al mismo tiempo.

Antes de que pudiera aclarar el malentendido, Maximus se levantó furioso e intentó abalanzarse sobre Mauricio, mientras que el emperador Ariel se puso en pie para defender a su hijo. Las reinas corrieron a proteger a Leonor del caos que se desataba. Todo era un completo desorden, hasta que Leonor, harta, gritó tan agudo que todos se detuvieron.

—¡Suficiente! ¡Vuelvan a sus lugares!

Al ver que no obedecían, usó su magia para hacer levitar a los dos emperadores y sentarlos con brusquedad en sus asientos. Luego, alisó su vestido y retomó su postura elegante.

—Muy bien. Ahora, escúchenme. Pero antes, madre, emperatriz, por favor vuelvan a sus asientos.

Todavía en shock, ambas mujeres regresaron a su lugar, y Leonor continuó:

—No estoy embarazada. Solo dije que en el futuro es lógico que tengamos un heredero, y si ustedes siguen comportándose de esta manera, ese niño no los reconocerá como abuelos.

Los emperadores, avergonzados, se calmaron. Mauricio volvió a sentarse junto a Leonor y comentó en voz baja:

—Casi haces que tu padre me mate.

—Tranquilo —dijo ella, sonriendo—. Mi padre sabe que no puede herirte... a menos que quiera matarme en el proceso.

Mauricio no supo si eso era un consuelo o una amenaza. De pronto, vio cómo Leonor murmuraba un hechizo discreto.

—Padre, por favor, come. —Luego añadió con una sonrisa cortés—. Ya me aseguré de que la comida no tiene nada. Emperatriz, gracias por estos platillos. La próxima vez, los invito a comer al palacio.

La emperatriz asintió con una sonrisa y dijo:

—Así lo haremos. Veo que eres muy hábil en el dominio de la magia. No solo por esto que acabas de hacer, sino también porque has marcado a mi hijo.

Leonor sonrió, tranquila:

—Él no confiaba en mí, y yo tampoco en él. Ambos tenemos algo que el otro necesita, y me pareció la forma más práctica de resolverlo.

El emperador Ariel, curioso, preguntó:

—¿Y qué tiene mi hijo que tú quieres?

—Poder. ¿Qué más podría ser? —Leonor habló sin rodeos, dejando a todos en la mesa mirándola con atención—. Ambos queremos terminar con esta estúpida enemistad entre nuestros imperios y mejorar la calidad de vida de nuestros habitantes.

—Padres —intervino Mauricio, reafirmando—: Esto es un ganar-ganar. Y sin derramar una gota de sangre.

La reina miró a su hija, preocupada:

—¿Y qué hay del amor? Hija, ¿cómo planean tener un heredero si ven todo esto como un simple negocio?

Antes de que Mauricio pudiera contestar, Leonor se adelantó:

—Madre, el amor no resolverá la pobreza ni hará florecer la economía. Esto es un negocio. Y bastardos han nacido por razones menos nobles.

—¡Leonor! —exclamó la reina, horrorizada.

Mauricio, divertido, añadió:

—Yo creo lo mismo. Ambos sabemos a qué venimos. Queremos gobernar juntos.

La emperatriz Silvia suspiró y dijo:

—Muy bien, si eso es lo que desean. Pero deben saber que seguirán las tradiciones de ambos imperios. Y una es inamovible: ninguno podrá tener concubinos.

Mauricio frunció el ceño, pero Leonor apenas le dio importancia.

Entonces Maximus, hasta ahora en silencio, habló:

—De hecho, preparé un contrato matrimonial que quiero que firmen.

Leonor y Mauricio se miraron, confundidos.

—¿De qué están hablando?

Maximus sacó dos pergaminos de su traje y los extendió a Silvia. Ariel también se acercó, curioso. Cuando terminaron de leer, la emperatriz declaró:

—Aceptamos.

—¿Madre? ¿Qué cosa estás aceptando? —preguntó Mauricio, desconfiado.

Silvia sonrió con astucia:

—Si en el plazo de dos años no logran concebir un heredero, o si hay infidelidad, el matrimonio quedará anulado. Cada uno deberá ceder su derecho al trono al siguiente en la línea de sucesión.

—¿¡Qué!?

Leonor y Mauricio miraron furiosos a sus padres, pero, luego de unos segundos de tensa reflexión, contestaron al unísono:

—Acepto.