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Entre Líneas

Entre Líneas

Status: En proceso
Genre:Amor prohibido / Amor tras matrimonio / Intrigante / Maltrato Emocional / Padre soltero / Diferencia de edad
Popularitas:1.1k
Nilai: 5
nombre de autor: @AuraScript

"No todo lo importante se dice en voz alta. Algunas verdades, los sentimientos más incómodos y las decisiones que cambian todo, se esconden justo ahí: entre líneas."

©AuraScript

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Culpa.

La mañana arranca con un sol pálido que apenas rasga las persianas de mi oficina, un espacio compacto en la fiscalía donde el orden reina con una precisión casi obsesiva. El aire lleva un aroma limpio, a desinfectante suave y madera pulida, y cada superficie brilla bajo la luz tenue: ni un papel fuera de lugar, ni un rastro de polvo. Me levanto de la silla, el cuero gastado crujiendo bajo mi peso, y un pinchazo en la espalda me recuerda las horas que llevo encorvado. El reloj marca las 7:15 de la mañana. El día ya pesa como una sentencia que no he pronunciado. Mi escritorio está impecable, los expedientes alineados en pilas perfectas, cada carpeta etiquetada con precisión quirúrgica. Una taza de café, ya fría, reposa sobre un posavasos, su cerco marrón contenido, mientras un informe espera mi revisión para el tribunal en unas horas. Respiro hondo, el aire fresco de la oficina llenándome los pulmones, y me pongo en marcha. No hay espacio para quejas.

Agarro mi maletín, el cuero áspero rozándome la palma, y salgo al pasillo con pasos firmes, el eco de mis zapatos resonando contra las baldosas pulidas. La fiscalía bulle de actividad a esta hora: teléfonos que suenan con urgencia, el murmullo de conversaciones rápidas, pero el ambiente permanece impecable, sin un solo mal olor, todo bajo control. Me dirijo a la sala de juntas para una reunión con el equipo de investigación, esquivando a un asistente que avanza con un carrito de archivos. —Cuidado— digo, mi voz afilada pero contenida, mientras paso a su lado. El chico balbucea una disculpa que no me detengo a escuchar. Entro a la sala, el aire fresco y limpio, con un leve aroma a café recién hecho, mientras un proyector zumba en la penumbra. Mis colegas ya están ahí, rostros tensos y ojeras marcadas, y me siento en la silla más cercana, el plástico frío contra mis piernas mientras abro mi maletín y extraigo un cuaderno.

La reunión es un torbellino de datos y estrategias: analizamos un caso de fraude que lleva meses estancado, un empresario que ha estado moviendo dinero sucio bajo nuestras narices. —No tenemos suficiente— digo, mi tono seco mientras hojeo el informe, las páginas ásperas bajo mis dedos. —Con conjeturas no ganamos, y el juez no nos va a dar más tiempo. Necesitamos hechos, no suposiciones—. Mis palabras cortan el aire, y un investigador joven, con lentes que resbalan por su nariz, asiente con nerviosismo, su pluma temblando sobre el cuaderno. Asigno tareas con precisión: uno rastreará registros bancarios, otro interrogará a un testigo clave, y yo prepararé la acusación formal. —No quiero errores— añado, mi mirada fija en cada uno, un peso que no deja espacio para la duda. La reunión termina en 40 minutos, pero el reloj en mi cabeza no se detiene.

Salgo disparado hacia el tribunal, el maletín golpeándome la cadera mientras bajo las escaleras a zancadas, el sudor pegándose a mi camisa. El trayecto es un caos: el tráfico de la ciudad ruge, los cláxones retumbando en mis oídos, el olor a gasolina colándose por la ventana entreabierta. Llego al juzgado justo a tiempo, el edificio de piedra gris reluciendo con un aroma a cera para pisos y orden institucional. Me dirijo a la sala 3, donde tengo una audiencia por un caso de robo agravado. El acusado, un tipo flaco con tatuajes trepándole por el cuello, me lanza una mirada cargada de desprecio desde el banquillo, pero no me inmuta. Presento mi argumento con una voz que no vacila, cada palabra un golpe seco contra el silencio de la sala: —Dos testigos lo identificaron en la escena, y las pruebas forenses confirman que el arma estaba en su poder—. El juez, una mujer de rostro afilado que parece tallada en granito, asiente mientras escribe, y consigo una sentencia favorable en menos de una hora. No hay tiempo para celebrar.

De vuelta a la fiscalía, el día sigue su curso implacable. Me encierro en mi oficina, el teclado resonando bajo mis dedos mientras redacto un recurso de apelación, el café frío dejando un sabor amargo en mi lengua. El teléfono no para, cada llamada un nuevo incendio: un detective necesita mi autorización para un allanamiento, un abogado defensor intenta negociar un acuerdo, una asistente me recuerda la reunión con el fiscal jefe a las 3:00. —Dile que ya voy— digo, mi voz cortante mientras cuelgo con un golpe seco, agarro mi chaqueta y salgo de nuevo, los pasillos de la fiscalía un flujo ordenado de voces y pasos rápidos.

La reunión con el fiscal jefe es tensa, su oficina un espacio impecable que huele a cuero nuevo y tabaco caro, un contraste con el ritmo frenético del edificio. Me exige resultados en el caso de fraude, su voz grave mientras golpea un bolígrafo contra el escritorio, un tic que me crispa los nervios. —No quiero excusas, Marshall. Esto tiene que cerrarse pronto— dice, sus ojos clavándose en mí como clavos. —No las habrá— respondo, la mandíbula tensa, mientras salgo con una presión que me aplasta los hombros. El resto de la tarde es un borrón: interrogo a un testigo en una sala limpia y ordenada, el aire fresco a pesar de la tensión; reviso pruebas en el laboratorio forense, donde el aroma químico del formol es lo único que rompe la pulcritud; y preparo un discurso para una audiencia mañana. Mis manos tiemblan ligeramente mientras anoto fechas en mi agenda, el papel crujiendo bajo mi pluma, y el agotamiento se cuela por mis huesos, un cansancio que no puedo permitirme.

Son las 5:30 de la tarde cuando bajo al archivo en el sótano, un lugar que parece un mausoleo de papel: estanterías metálicas cargadas de expedientes polvorientos, el aire húmedo con un olor a moho que se pega a la garganta, y una bombilla desnuda que parpadea con un zumbido irritante. Busco un expediente viejo, mis dedos rozando las carpetas ásperas mientras murmuro una maldición por lo desorganizado que está todo aquí abajo. Estoy tan concentrado que no veo al tipo que viene en sentido contrario hasta que chocamos, mi maletín cayendo al suelo con un golpe seco, los papeles desparramándose como hojas en un vendaval. —Carajo— gruño, mi voz afilada mientras me agacho a recogerlos, las rodillas crujiendo, el sudor pegándose a mi frente.

El tipo se detiene en seco, su pila de carpetas tambaleándose en sus brazos. Es alto, más de lo que esperaba, con una figura esguía que parece ocupar más espacio del que debería. Su piel es pálida, casi translúcida bajo la luz mortecina, y su cabello negro, liso como la tinta, cae en mechones perfectamente ordenados sobre su frente. Sus ojos, de un gris helado, tienen una intensidad que me eriza la piel, y su traje oscuro, impecable, parece fuera de lugar en este sótano lleno de polvo y caos. Hay una calma en su postura, una serenidad casi sobrenatural, que me pone en guardia de inmediato. Me mira con una expresión que no logro descifrar, una mezcla de curiosidad y algo más profundo, como si estuviera midiendo cada rincón de mi alma.

—Mira por dónde caminas— digo, mi tono cortante mientras recojo los últimos papeles, mis dedos temblando de irritación mientras los meto en el maletín sin cuidado. No estoy de humor para esto, no después de un día que me ha exprimido hasta el último aliento. Él no responde de inmediato, solo se agacha con un movimiento fluido, casi elegante, y recoge una carpeta que se había deslizado bajo una estantería, el polvo flotando a su alrededor como una nube gris.

—No fue mi intención— murmura, su voz baja, con un timbre que resuena como si viniera de un lugar antiguo, un eco que me pone los nervios en punta. Me tiende la carpeta, sus dedos largos y pálidos rozando los míos por un instante, un contacto frío que me hace retroceder por instinto. Me pongo de pie, el maletín colgando de mi mano, y lo miro con desconfianza, mi mandíbula tensa mientras ajusto mi chaqueta con un movimiento brusco.

—No te he visto antes— digo, mi voz fría mientras lo observo con más atención, intentando descifrar a este hombre que parece sacado de un sueño en blanco y negro. Él sonríe, una curva leve en los labios que no llega a sus ojos, y hay algo en esa sonrisa que me incomoda, como si supiera más de lo que debería.

—Soy Zhen Carter— dice, su tono pausado, cada palabra pronunciada con una precisión que me descoloca. —Llegué hace un par de semanas. Estoy en delitos financieros—. Hace una pausa, inclinando la cabeza ligeramente, sus ojos grises recorriéndome con una intensidad que me hace sentir expuesto. —Y tú eres Blake, ¿cierto? He escuchado de ti. Dicen que no das tregua, que eres un hueso duro de roer—. Su voz tiene un matiz extraño, casi divertido, pero no hay burla en ella, solo una curiosidad que me pone en guardia.

—Tonterías— respondo, mi tono seco mientras doy un paso atrás, el maletín golpeándome la cadera. No tengo tiempo para esto, no para un tipo que parece más un enigma que un colega. Pero Zhen no se inmuta, su expresión sigue serena, casi etérea, mientras se endereza y ajusta su pila de carpetas con un movimiento que parece ensayado.

—Tienes razón— dice, su voz suave, pero hay un brillo en sus ojos que me hace sentir que está jugando conmigo, que ve más de lo que deja entrever. —Aunque, ya que estamos aquí, ¿necesitas ayuda con ese expediente? Puedo buscarlo por ti. Este lugar es un laberinto, y no parece que tengas paciencia para perder el tiempo—. Su oferta me toma desprevenido, y por un segundo me quedo inmóvil, mis dedos apretando el asa del maletín con más fuerza de la necesaria.

—No, gracias— digo, mi voz cortante mientras lo miro con ojos que no titubean. —Puedo manejarlo solo—. Estoy agotado, pero no soy un inútil, y no necesito que un extraño con aires de superioridad me saque las castañas del fuego.

Zhen no se inmuta, solo asiente con esa misma sonrisa leve, sus ojos grises brillando con algo que no logro descifrar. —Como desees— dice, dando un paso atrás con un movimiento casi teatral, sus manos levantándose en un gesto de rendición que parece más calculado que sincero. —Pero si cambias de opinión, estaré por aquí. No es tan difícil encontrarme—. Su voz tiene un matiz que me eriza la piel, y mientras se da la vuelta y se pierde entre las estanterías, siento un escalofrío que no puedo explicar.

Me quedo parado un momento, el maletín colgando de mi mano, el aire húmedo del sótano pegándose a mi piel como una segunda capa. El zumbido de la bombilla parpadea sobre mi cabeza, un sonido que me taladra los nervios.

Pasa el dia cuando finalmente el reloj de pared en mi oficina marca las 8:47 de la noche cuando cierro el último expediente, los dedos entumecidos de tanto escribir y el cansancio calándome hasta los huesos. La fiscalía está casi vacía, un silencio opresivo reemplazando el bullicio del día, roto solo por el zumbido tenue de las luces fluorescentes y el eco de mis pasos mientras guardo mis cosas. La pantalla de la computadora se apaga con un parpadeo, agarro mi maletín, el cuero gastado rozándome la palma, y salgo al pasillo, mis pasos resonando contra las baldosas impecables. Mi mente está en blanco, agotada de tantas horas de tensiones y decisiones. Solo quiero llegar a casa.

El trayecto pasa como un sueño borroso. Subo al coche, el motor rugiendo con un gruñido cansado, y conduzco por las calles de la ciudad sin fijarme en los semáforos que brillan como brasas en la penumbra ni en el murmullo lejano de los cláxones. El aire que se cuela por la ventana entreabierta huele a asfalto húmedo y gasolina, pero no me molesto en cerrarla; el frío que me roza la piel es lo único que me mantiene despierto. No pienso en nada. Solo conduzco, el volante firme bajo mis manos, hasta que las luces de mi calle emergen frente a mí, un resplandor tenue que me guía como un faro.

Estaciono frente a la casa, el motor apagándose con un suspiro final, y salgo del coche. La noche está fría, el aire cortante rozándome el rostro mientras subo los escalones del porche, las tablas crujiendo bajo mis pies. Abro la puerta con un movimiento mecánico, y el silencio de la casa me envuelve como un manto vacío. Damon no está; la sala está oscura, salvo por el resplandor plateado de la luna que se cuela por las rendijas de las persianas, proyectando sombras afiladas sobre el suelo de madera. Dejo el maletín junto a la entrada, el golpe sordo resonando en el silencio, y me dirijo al sillón con pasos lentos, las piernas pesadas como si arrastraran cadenas. Me dejo caer sobre los cojines, el cuero frío contra mi espalda, y suelto un suspiro que parece arrancado de lo más profundo de mi pecho. Cierro los ojos por un instante, solo un instante, pero el agotamiento me atrapa como una corriente, y sin darme cuenta, me hundo en un sueño pesado, un abismo negro donde el tiempo se disuelve.

No sé cuánto pasa. Podrían ser minutos u horas. El sonido de la puerta al abrirse me arranca del sueño, un chirrido que corta el silencio como un filo. Mi cuerpo se tensa, pero mi mente tarda en despertar, atrapada aún en la bruma del cansancio. Parpadeo con dificultad, los párpados pesados, mientras intento enfocar la figura que entra por el umbral. La luz de la calle se cuela por la puerta abierta, dibujando una silueta alta y encorvada, y solo cuando la figura avanza y la luz de la luna ilumina su rostro, reconozco a Damon. Su rostro está pálido, surcado por ojeras profundas que parecen talladas en su piel. Sus ojos, apagados y vidriosos, no reflejan ninguna emoción, solo un vacío que me aprieta el pecho. Está devastado, un cascarón hueco que apenas se sostiene, su cuerpo encorvado como si cargara un peso invisible.

Me enderezo en el sillón, el cuero crujiendo bajo mi peso, y me froto los ojos con el dorso de la mano, intentando sacudirme el sueño. —Damon— digo, mi voz ronca por el cansancio, mientras lo observo con atención, buscando alguna chispa de vida en su expresión. —¿Encontraste a Heather?—. Mi tono es directo, pero hay una decepción que se cuela en mis palabras, una sombra que no puedo ocultar porque, aunque sé dónde está mi hija, una parte de mí esperaba que él tuviera algo, cualquier cosa, que me diera una excusa para romper mi silencio.

Damon niega con la cabeza, un movimiento lento y pesado, como si le costara incluso ese gesto. Sus manos cuelgan a sus costados, los dedos temblando ligeramente, y su rostro permanece inexpresivo, una máscara de dolor que no se molesta en ocultar. —No— murmura, su voz tan baja que apenas lo escucho, un hilo de sonido que se pierde en el silencio de la sala. —Una semana entera buscando, y nada—. Se queda parado en el umbral, los hombros desplomados, y el aire a su alrededor parece cargado de una tristeza tan densa que casi puedo sentirla en la piel. Da un paso hacia el interior, cerrando la puerta con un golpe suave, y el sonido me saca de mi trance.

Me pongo de pie y lo miro con una mezcla de frustración y compasión que me quema el pecho. —Una semana, Damon— digo, mi voz más firme ahora, aunque cargada de un agotamiento que no puedo disimular. —Una semana entera, y no tienes nada? ¿Ni una pista, ni una maldita pista? ¿Qué has estado haciendo todo este tiempo?—. Mis palabras son cortantes, pero no crueles, un intento de sacarlo de ese estado de letargo, de obligarlo a reaccionar, aunque sea con enojo. Me acerco a él, mis pasos resonando contra el suelo, y me detengo a pocos centímetros, mis manos apretándose en puños a mis costados mientras lo miro fijamente, buscando alguna reacción en su rostro vacío.

Damon alza la mirada hacia mí, su mirada brillando con un dolor tan crudo que me hace retroceder un paso. —He hecho todo lo que puedo— dice, su voz temblando mientras da un paso hacia mí, sus manos apretándose en puños hasta que los nudillos palidecen. —He ido a cada lugar donde pensé que podría estar. Hablé con sus amigos, con sus compañeros de trabajo, con extraños en la calle. Fui a ese bar donde solía ir los viernes, ese donde siempre pedía un trago de tequila con limón. Nadie sabe nada, o no quieren decirlo—. Hace una pausa, su respiración entrecortada resonando en el silencio, y luego añade, con un tono que se quiebra como vidrio: —Pero usted... usted debe tener que saber algo, señor. No me diga que no. No puedo creer que no sepa nada—. Su voz sube un tono, un filo de desconfianza cortando el aire, y por un momento, parece que vamos a discutir, que este dolor que nos une está a punto de estallar en algo más.

Me quedo inmóvil, mis manos temblando mientras las paso por mi cabello, un gesto que busca calmarme pero que no logra apagar el fuego que arde en mi pecho. —Ya te dije lo que sé, Damon— digo, mi voz baja pero firme, aunque el peso de mi mentira me aprieta el pecho como una prensa. —Te dije que no la encuentro, que he buscado por mi cuenta. ¿Qué más quieres de mí? ¿Qué más puedo hacer?—. Mi tono es tajante, un intento de mantener el control, pero hay una vulnerabilidad en él que no puedo ocultar, una grieta que se abre con cada palabra. Lo miro fijamente, mis ojos clavándose en los suyos, y aunque quiero contarle la verdad, siento que algo le detiene.

Damon me sostiene la mirada, sus labios temblando como si quisiera gritar, pero luego baja la cabeza, sus hombros desplomándose como si el peso de su tristeza lo hubiera vencido. —No sé— murmura, su voz apenas un susurro, mientras se pasa una mano por el rostro, los dedos temblando contra su piel pálida. —No sé qué más hacer. Estoy tan cansado, señor. Tan cansado—. Sus palabras son un lamento, un eco de desesperación que me atraviesa como un cuchillo, y por un instante, siento que estoy viendo a un hombre roto, un alma que se desmorona frente a mí, y no sé cómo sostenerlo.

Suspiro, el aire saliendo de mis pulmones con un sonido áspero, y me acerco a él, mis pasos lentos pero seguros. —Ven aquí— digo, mi voz más suave ahora, aunque sigue cargada de una autoridad que no puedo evitar. Lo guío hacia el sillón con un gesto de la mano, y él se deja llevar, sus movimientos torpes mientras se sienta, el cuero crujiendo bajo su peso. Me dirijo al escritorio en la esquina de la sala, la madera reluciendo bajo la luz tenue de la lámpara, y abro un cajón, sacando una libreta de tapas negras y una pluma que pesa en mi mano como un ancla. Regreso junto a él, mis pasos resonando contra el suelo, y me siento a su lado, el sillón hundiéndose ligeramente bajo nuestro peso.

—Escucha— digo, mi voz baja pero firme, mientras le tiendo la libreta y la pluma, mis dedos rozando los suyos por un instante, un contacto que me hace tensarme pero que no evito. —Ya te pedí que laves los platos cada noche, y lo estás haciendo. Ahora quiero que hagas algo más—. Hago una pausa, mirándolo con atención, y añado: —Todas las noches, después de lavar los platos, vas a sentarte y escribir lo que sientes. Todo lo que te pesa, todo lo que te quema por dentro. Y luego me lo vas a leer en voz alta. Necesito que saques eso, Damon, que lo dejes salir—. Mi tono no admite réplicas, pero hay una calidez en él, un intento de ofrecerle un refugio en medio de su tormenta.

Damon toma la libreta con manos temblorosas, sus dedos apretándola como si fuera lo único que lo mantiene a flote. Me mira, sus ojos vidriosos brillando con lágrimas que no caen, y asiente lentamente, un gesto que parece costarle un esfuerzo inmenso. —Está bien— murmura, su voz temblando mientras abre la libreta, las páginas crujiendo bajo sus dedos. La pluma tiembla en su mano mientras empieza a escribir, su respiración entrecortada resonando en el silencio de la sala, un sonido que me aprieta el pecho como una garra.

Escribe durante lo que parece una eternidad, su mano moviéndose con una lentitud dolorosa, como si cada palabra fuera un peso que arranca de su alma. Finalmente, se detiene, la pluma cayendo sobre la libreta con un golpe suave, y alza la mirada hacia mí, su rostro pálido y surcado por el dolor. —Lo hice— dice, su voz quebrándose mientras se aclara la garganta, sus manos temblando mientras sostiene la libreta frente a él. —Aquí está—. Respira hondo, un sonido entrecortado que llena el silencio, y comienza a leer, su voz temblorosa pero clara, cada palabra cayendo como una piedra en el abismo que nos separa.

—Estoy perdido— dice, su voz temblando mientras lee, las palabras resonando en la sala como un eco de su alma. —No sé quién soy sin ella. Cada día que pasa siento que me hundo más, que el aire se me escapa, y no sé cómo seguir. La extraño tanto que duele, un dolor que no puedo tocar, que no puedo matar. No sé si alguna vez la encontraré, y eso me está matando—. Su voz se quiebra al final, un sollozo escapándose de su garganta mientras cierra los ojos con fuerza, las lágrimas finalmente cayendo por sus mejillas, dejando rastros brillantes sobre su piel. Su cuerpo tiembla, los hombros sacudiéndose con cada sollozo, y la libreta cae sobre su regazo, las páginas arrugándose bajo sus manos.

Me quedo en silencio, mi respiración atrapada en el pecho mientras lo miro, el peso de sus palabras aplastándome como una losa. Siento un nudo en la garganta, una mezcla de culpa y compasión que me quema por dentro, y extiendo una mano hacia él, posándola en su hombro con un gesto torpe pero firme. —Eso es suficiente por hoy— digo, mi voz suave mientras le quito la libreta de las manos, mis dedos rozando los suyos con una calidez que no esperaba. —Vas a seguir haciendo esto, Damon. Cada noche. Y vamos a salir de esto, aunque sea a pedazos—. Mis palabras son un murmullo, cargadas de una emoción que no puedo contener, y siento cómo su cuerpo tiembla bajo mi mano, un temblor que habla de un dolor que no tiene fin.

—Gracias— murmura Damon, su voz apenas un susurro mientras se limpia las lágrimas con el dorso de la mano, su nariz enrojecida por el llanto. —No sé si esto va a ayudar, pero... gracias—. Su mirada se encuentra con la mía, y por un momento, hay una conexión entre nosotros, un puente frágil construido sobre el dolor compartido, sobre las palabras que acaba de leer. Se inclina hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas, y entierra el rostro en sus manos, su respiración entrecortada resonando en el silencio.

—No tienes que agradecerme— digo, mi voz baja mientras dejo la libreta sobre la mesa, el golpe sordo resonando en la sala. Me inclino hacia él, mi mano deslizándose hasta su espalda, un gesto que me incomoda pero que no puedo evitar, y añado: —Solo sigue haciéndolo. Un día a la vez—. Mis dedos se detienen en su espalda, sintiendo el calor de su cuerpo a través de la camiseta, y por un instante, siento el peso de su tristeza como si fuera mía, un eco de mi propia culpa que me atraviesa como un cuchillo.

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