En un mundo donde la posición del ser humano en el planeta se ve amenazada por intrusos desconocidos que intentan ocupar su lugar, este diario que acabas de encontrar contiene en el las voces de aquellos que no quieren quedar en el olvido
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28/04/2026
Emily
Joel no escribió hoy. Dormía mucho.
Le canté una canción suave que mi madre solía tararear. No sé si la escuchó. Pero lo vi respirar con más calma.
Sé que está muriendo.
Lo he sabido desde hace días, aunque intentaba engañarme a mí misma. Me aferraba a sus sonrisas fingidas, a las veces que me decía que solo necesitaba descansar un poco más. Pero esta mañana, cuando cambió el vendaje de su herida, el olor era inconfundible. Un hedor agrio, profundo, que no se olvida. La infección se ha extendido demasiado. Sus manos tiemblan, y su mirada se pierde por momentos, como si una parte de él ya estuviera lejos.
En el mundo de antes, los médicos podrían haberlo salvado. En este mundo, solo puedo hacer que sus últimas horas sean menos dolorosas.
Salí temprano a buscar más hierbas.
La casa de campo estaba en silencio, salvo por el sonido pausado y débil de su respiración al otro lado de la puerta. El campo de maíz seco que nos rodea crujía con el viento. Caminé por la hierba amarilla y quebradiza como si pisara cristal. Mis pasos eran lentos. No quería alejarme demasiado, pero tampoco podía quedarme quieta. Tenía que hacer algo.
Recorrí los campos cercanos, desesperada por encontrar algo, cualquier cosa que pudiera ayudar. Me detuve junto a una hilera de árboles marchitos, donde el suelo aún conservaba algo de humedad. Reconocí algunas plantas que mi madre me había enseñado a identificar: corteza de sauce para la fiebre, manzanilla para calmar el dolor. También recogí menta, por si podía ayudar a calmarle el estómago, aunque no estaba segura de que pudiera tragar más.
No sería suficiente, lo sabía. Pero tenía que intentarlo.
No podía rendirme, no aún.
Cuando regresé, Joel estaba despierto, aunque apenas consciente.
Sus ojos brillaban con la fiebre, y su piel tenía un tono grisáceo que me aterrorizó. No era el rostro del Joel que conocí. Ese rostro ya estaba yéndose.
Preparé una infusión con las hierbas, aplastándolas con una cuchara sobre un pedazo de tela vieja y dejándolas reposar en agua tibia. Lo ayudé a beber unos sorbos. La mayor parte se derramó por su barbilla. Sus labios apenas se movían.
“Madison”, murmuró en algún momento. “La veo…”
No sé quién es Madison. Quizás alguien de su pasado, alguien a quien amó y perdió. Quizás fue una hermana, una hija, o una promesa que no logró cumplir. O tal vez solo un fantasma de su delirio. Lo observé en silencio, sintiendo cómo mis dedos temblaban al apartarle el sudor de la frente y acomodar la manta raída sobre su cuerpo tembloroso. No tenía fuerzas para preguntarle más. Solo podía quedarme.
Durante la tarde, su respiración se volvió más trabajosa. Era como si cada inhalación costara más que la anterior. Como si el aire mismo se resistiera a entrar. Me senté junto a él, sosteniendo su mano entre las mías. Era cálida, pero no con el calor de la vida. Era fiebre.
Comencé a cantar en voz baja, una nana que mi madre solía cantarme cuando estaba enferma. No recordaba todas las palabras, así que improvisé, mezclando fragmentos de recuerdos con nuevas frases nacidas del momento. Dejé que la melodía fluyera, sin pensar. Solo quería que sonara suave, que lo envolviera, que lo acompañara.
No sé si me escuchaba.
Sus ojos estaban cerrados, su respiración irregular. Pero a veces, cuando el dolor parecía intensificarse y su cuerpo se tensaba, mi voz parecía calmarlo. Como si le ofreciera una cuerda invisible a la que aferrarse mientras el resto del mundo se deshacía a su alrededor.
Así que seguí cantando hasta que mi garganta dolió. Y luego seguí un poco más.
Afuera, el sol comenzaba a ponerse.
La luz dorada entraba por la ventana, iluminando el rostro de Joel. Por un momento, las líneas de dolor se suavizaron y parecía más joven, en paz. Sus labios estaban entreabiertos, y su respiración era un susurro.
Seguí sosteniendo su mano, sintiendo cómo la vida se escapaba lentamente entre mis dedos.
Esta noche no dormiré.
Velaré por él hasta el final.
Le debo al menos eso.
Por todo lo que hizo por mí. Por las veces que me protegió. Por las veces que no dijo nada pero estuvo ahí.
El diario está sobre la mesa.
A veces lo miro y pienso en todas las historias que contiene. Las de Madison, las de Joel, y ahora las mías. Historias incompletas de un mundo roto. Fragmentos de una humanidad que se niega a desaparecer.
Quizá mañana ya no pueda escribir.
Pero hoy… hoy sigo aquí.