Los Hermanos Casasola

Ya más relajados, después de hablar, al llegar a acuerdos con los socios y bajar la tensión, Augusto Jr. se apoyó en el marco de la puerta y miró a su hermano con una sonrisa pícara.

—Me invitaron a una fiesta hoy. Chicas lindas, buena música… aunque, hay un detallito —dijo con un tono de misterio.

Emiliano arrugó la frente, sin quitar la vista del informe que revisaba.

—¿Qué detalle?

—Hay que ir disfrazado —respondió Augusto, cruzándose de brazos de forma divertida—. Nada muy serio, algo elegante, con un poco de misterio. ¿Te animas o te quedas aquí entre estos papeles?

Emiliano soltó una risita, cerró el informe y lo puso en el escritorio.

—No sé qué ponerme, pero después del día que tuvimos… creo que lo necesito.

Augusto asintió contento.

—¡Eso es! Vamos, hay que cambiarnos.

Los dos hermanos salieron del edificio de la empresa, escapando un poco del mundo de los negocios, entraron al carro de Augusto y fueron al apartamento que compartían. Cada uno fue a su cuarto y empezó a arreglarse.

Emiliano, que siempre vestía formal, se tomó su tiempo mirando la ropa que Augusto había llevado. Al final escogió un disfraz de veneciano elegante, con una máscara negra que le tapaba media cara. Augusto, como siempre audaz, escogió un disfraz de pirata moderno, con una chaqueta larga, cadenas doradas y una mirada segura.

Estando listos, bajaron al estacionamiento. Augusto se volteó mientras se acomodaban en el carro.

—Hoy no somos los herederos de Casasola ni los empresarios… somos dos chicos buscando pasarla bien. Olvídate de todo, ¿ok?

Emiliano asintió, contagiado por la buena onda de su hermano.

Llegaron a la fiesta justo cuando la noche agarraba el ambiente. El lugar era una casa enorme con luces doradas, faroles y velas que creaban sombras finas en las paredes de piedra. Una alfombra roja llegaba a la entrada, y la música, alegre y prendida, se escuchaba desde el jardín.

Al salir del coche, un valet parking tomó las llaves haciendo una reverencia. Augusto silbó.

—Esto va a estar genial…

Entraron entre gente disfrazada con trajes raros y máscaras brillantes. Todo el lugar brillaba con lujos: candelabros, fuentes con luces, mesas con comida rica y copas de champán en las manos de todos.

Emiliano caminó lento, mirando todo. Nunca se había sentido cómodo en lugares con tanta gente, pero esa noche era diferente. Quizás era la música, la máscara que lo hacía verse diferente o la idea de que por unas horas no tenía que demostrar nada.

—¿Ves? —dijo Augusto, codeándolo suavemente—. Míralas… todas guapas y sin saber quién eres. Esa es la magia.

Caminaron entre los invitados y saludaron. De pronto, una mujer vestida de Cleopatra se acercó a Augusto, con una copa y una sonrisa coqueta.

—Pirata… ¿vienes a robar corazones?

Augusto se rió feliz.

—Solo si me dejas robarte el tuyo primero.

Emiliano se alejó buscando un lugar tranquilo. Se apoyó en una columna del jardín interior y una mujer le llamó la atención. Llevaba un vestido largo rojo, una careta de encaje y se veía muy elegante. No sabía por qué, pero no podía dejar de verla. Ella se dio cuenta, volteó despacio y lo miró fijamente… luego caminó hacia él.

—¿Caballero oscuro? —preguntó suavemente.

—¿Dama de fuego? —respondió él, inclinando un poco la cabeza.

Ella sonrió, jugando con su copa.

—¿Bailas?

Emiliano dudó un segundo antes de darle la mano.

—Hoy… sí.

Mientras bailaban, olvidó el estrés del trabajo, la presión de su apellido, y por primera vez en mucho tiempo… se permitió sentir.

Desde lejos, Augusto los veía bailar sonriendo. Estaba apoyado en una baranda, hablando con otras invitadas, pero estaba feliz por su hermano.

—Te veía más difícil —le dijo una mujer disfrazada de diablo.

Augusto se rió.

—Solo abro puertas… él decide si entra.

La fiesta siguió con luces, risas y una buena vibra. Emiliano y la chica bailaron y hablaron.

—¿Qué haces normalmente? —ella preguntó.

—Trabajo mucho. A veces demasiado. ¿Tú?

—Desaparezco después de las fiestas —dijo guiñándole un ojo, y se fue.

Él quiso seguirla, pero alguien lo detuvo.

—Déjala ir… si quiere verte, te encontrará.

Era Augusto, sin máscara, y con una copa en la mano.

—Esa chica te sacó una sonrisa. ¿Sabes lo que vale eso?

Emiliano respiró hondo, mirando hacia donde ella se había ido.

—No sé… pero necesitaba esta noche. Gracias.

Augusto le dio una palmada en la espalda.

—Siempre, hermano. Pero recuerda… a veces, el disfraz muestra más de lo que uno cree.

Emiliano lo miró, intrigado, mientras la música subía y los fuegos artificiales iluminaban el cielo.

Esa noche, entre luces, risas y máscaras, los hermanos Casasola recordaron que no todo es trabajo… que siempre hay tiempo para vivir, sentir y hasta… enamorarse.

Pero Emiliano, distraído, la buscó por horas. Revisó entre los disfraces, las máscaras y los vestidos. Pero la mujer de rojo había desaparecido.

Augusto, al verlo frustrado, le ofreció otra copa.

—Tranquilo. Quizás fue solo un momento... pero valió la pena, ¿no?

—Sí… —respondió Emiliano, mirando al cielo—. Pero algo en ella… sentí que ya la conocía.

Cuando pensaba en irse, sintió que lo tocaban. Se volteó.

Ahí estaba.

—¿Creías que me iría sin despedirme? —dijo ella, con la misma voz que lo había enamorado.

Emiliano se quedó mudo por un momento. Luego se acercó.

—Creí que eras un sueño.

Ella sonrió.

—Quizás lo soy… y hoy, quiero ser solo tu sueño —le dijo al oído de forma suave.

Él no dijo nada más. La tomó de la mano, y salieron de la fiesta. Entraron al carro en silencio, y él condujo sin saber a dónde, solo quería que ese momento durara más.

—¿Dónde vives? —preguntó él.

—Cerca… pero no quiero irme a casa. ¿Y tú?

—Mi apartamento está cerca.

Ella asintió. Y puso su mano sobre la de él.

Entraron al apartamento. Emiliano prendió una lámpara que iluminó la sala. Ella se quitó el abrigo rojo y él se quedó viéndola, con la máscara puesta todavía.

—¿Qué piensas? —preguntó ella, quitándose los tacones.

—Que no quiero que termine esta noche.

Ella se acercó, lo tomó por el saco y lo besó. Un beso suave que se hizo más intenso.

Él se quitó la chaqueta, y luego la camisa. Ella lo miró de forma intensa. Emiliano no era fácil de impresionar, pero sentía que perdía el control, y le gustaba.

La llevó a su cuarto, despacio. Ella se acostó en la cama, y él se sentó acariciándole la cara.

—Dime tu nombre, ya que no me dejas ver tu rostro —susurró.

—Después —respondió ella riendo—. Hoy... solo siente.

Y él obedeció.

La noche se llenó de susurros, caricias, besos y miradas. Con las máscaras puestas, pero sin importar quiénes eran. Solo dos personas disfrutando un momento.

Horas después, ella dormía sobre él. Emiliano no podía dormir. La abrazaba y no quería cerrar los ojos. Le acarició el pelo, sintiendo lo suave que era y su olor a vainilla.

—¿Quién eres… y por qué apareciste en mi vida?

Ella no respondió, solo se acurrucó más contra él.

Cuando amaneció, la luz del sol entró por las cortinas. Emiliano se despertó solo.

Se levantó rápido, con el corazón acelerado. Miró a su alrededor. En la mesa, había una nota:

Gracias por dejarme sentir. Nos veremos… quizás… V.

La agarró con fuerza y sonrió. No sabía su nombre. No tenía su número. Pero sabía que esto no había terminado.

Se sentó en la cama, sintiendo su olor. Esa noche lo había cambiado.

Augusto abrió la puerta de su cuarto sin tocar.

—¿Qué pasó aquí? —preguntó, viendo la ropa tirada y la cama desordenada—. ¿Pasó un huracán?

Emiliano se peinó con una sonrisa.

—No… pasó un misterio.

Augusto lo miró.

—¿Regresó?

—Regresó. Y se fue.

—¿Te dijo quién es?

Emiliano negó.

—Dejó una nota. Y muchas preguntas.

Augusto silbó.

—Hermano… eso significa algo.

—¿Qué?

—Estás impresionado, o... Te enamoraste

Emiliano se echó a reír.

—Quza... Y voy a buscarla y la encontraré.