Nabí es el producto de un amor prohibido, marcada por la tragedia desde su más tierna infancia. Huérfana a los tres años tras la muerte de su padre, el vacío que dejó en su vida la lleva a un mutismo total. Crece en un orfanato, donde encuentra consuelo en un niño sin nombre, rechazado por los demás, con quien comparte su dolor y soledad.
Cuando finalmente es adoptada por la familia de su madre, los mismos que la despreciaban, su vida se convierte en un verdadero infierno. Con cada año que pasa, el odio hacia ella crece, y Nabí se aferra a su silencio como única defensa.
A sus dieciocho años, todo cambia cuando un joven de veintitrés años, hijo del mafioso más poderoso de Europa, se obsesiona con ella. Lo que comienza como una atracción peligrosa se transforma en una espiral de violencia y sangre que arrastra a Nabí hacia un mundo oscuro y despiadado, donde deberá luchar no solo por su libertad, sino también por descubrir quién es realmente.
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CAPÍTULO 12: REBELDÍA
...Daemon...
Me desperté de golpe cuando las cortinas de la habitación se abrieron bruscamente, dejándome ciego por la luz del día que me quemaba los ojos recién abiertos. En medio de mi confusión, vi una silueta masculina erguida frente a mi cama.
—Es inusual verte dormir a esta hora —dijo una voz que reconocí al instante, sacándome de mi somnolencia.
La realidad me golpeó como un balde de agua fría: la persona que había estado a mi lado solo unas horas antes ya no estaba, y su lado de la cama se sentía frío y vacío. Me levanté rápidamente, mareado por el intento.
—La niña se fue —anunció el hombre, mientras lo miraba fijamente desde la orilla de la cama.
—¿Cuándo llegaste? —pregunté, aún luchando por despejar mi mente.
—A las 7:00 A.M. —dijo, echando un vistazo a su reloj—. Ahora son las 13:23 P.M. Ya es medio día; qué falta de respeto me has hecho esperar.
—Nunca avisaste que vendrías —respondí, frustrado, y me dirigí al baño sin darle más importancia.
Justo cuando me desnudé para entrar a la ducha, la puerta del baño se abrió de golpe, haciéndome saltar del susto.
—Acompáñame a la empresa —ordenó Robert con tono autoritario.
—¡Déjame ducharme al menos, joder! —exclamé mientras le lanzaba un frasco de shampoo en un intento desesperado por hacerle entender que necesitaba espacio. Él cerró la puerta como si fuera un reflejo automático.
La sensación del agua fría en mi piel me ayudó a despejar un poco la mente. Minutos después de salir de la ducha, vi que Robert aún permanecía en mi habitación como si fuera su propia cueva.
—¿Esa jovencita que vi esta mañana es quien creo que es? —preguntó mientras escroleaba en su móvil.
No respondí; en cambio, me metí rápidamente al armario para vestirme.
—Es muy guapa, ya veo tu obsesión —se burló desde el otro lado del cuarto. Fruncí el ceño y asomé la cabeza para mirarlo a los ojos.
—Espero que mantengas una distancia prudente de ella —le advertí con firmeza.
—¡Woow! —se rió con desdén—. Tranquilo, sobrino. No soy tan asalta cunas como piensas —subrayó con un tono burlón—. ¿Cómo lograste que viniera a vivir contigo?
—La obligué —respondí con indiferencia, como si fuera lo más natural del mundo.
Resopló con burla, como si acabara de escuchar algo ridículo, pero mi seriedad al mirarlo fue innegable.
Luego, su expresión cambió.
—¿De verdad? —preguntó—. ¿Y qué hay de su familia?
—Son unos malnacidos que no merecen la fortuna miserable que tienen. —respondí mientras elegía una corbata del cajón— Se creen los dueños del universo solo porque poseen algo de valor en la empresa.
—Parece que tienes algo muy personal en contra de ellos. ¿Quiénes son?
—Los Mancini. —dije, ajustándome el nudo de la corbata en el cuello.
La risa sarcástica de Robert Lombardi resonó en mi habitación. Me coloqué el saco y fijé el reloj plateado en mi muñeca. Al salir, Robert me siguió como una sombra hasta la sala principal, donde Dafne polvoreaba los cuadros.
—¿Dónde está Nabí, Dafne?
—La señorita se fue a la floristería.
—¿El chófer la llevó?
—No aceptó, así que salió de la mansión y se fue en autobús.
Me pasé la mano por el cabello mientras escuchaba la risa burlona de Robert a mis espaldas. Le lancé una mirada despectiva y continué mi camino hacia la entrada principal. El chófer nos abrió la puerta, y marchamos rumbo a la empresa. Tras unos minutos, el coche se detuvo frente al edificio de vidrios oscuros que dominaba el horizonte: Etere Group. Su fachada reflejaba la luz del sol, brillando con un aura casi mística, mientras que el nombre de la empresa, grabado en letras doradas en la cima, parecía desafiar al mundo.
Las puertas de cristal se abrieron automáticamente con el paso decidido de mis pies sobre el suelo pulido. En ese instante, los gerentes, directores y secretarias se unieron a mi lado, formando una barrera protectora que me rodeaba con su presencia. La secretaria Gina, siempre energética aunque su carisma parecía forzado, presionó el botón del ascensor con una sonrisa que apenas ocultaba su nerviosismo.
Mientras esperaba llegar al último piso, saqué el móvil del saco y revisé los mensajes que había enviado de camino aquí. Sabía claramente lo que estaba haciendo en este momento, pero me asaltó la pregunta: ¿por qué no me avisó al marcharse?
¿Me usas como almohada toda la noche y ahora me deshechas?
Si no querías despedirte de mí, podías dejarme un mensaje con Dafne, ¿sabías?
Eres malvada.
Sin embargo, no obtuve respuesta alguna y no había señales de su última conexión. Guardé el móvil nuevamente y miré la hora en mi reloj; ya pasaba el mediodía. Me pregunté si había llevado almuerzo.
Me rasqué la sien y justo en ese momento las puertas del ascensor se abrieron. No quería perder más tiempo allí; tenía cosas más importantes en mente.
Todos se pusieron de pie al vernos llegar, y su saludo resonó al unísono en el aire. Pensaba que mi mediodía iba de maravilla hasta que, de repente, vi a Isadora lanzarse hacia mis brazos al abrir la puerta.
—¡Dae! —me gritó justo al lado de mi oreja, provocando que me apartara de inmediato, dejando claro mi malestar.
—Hola, tío —saludó a Robert, con una chispa de picardía en sus ojos—. ¿Qué haces en la oficina del vicepresidente?
Me senté en el sillón, dejando escapar un suspiro mientras les daba un último vistazo antes de enfocar mi atención en la computadora.
—¿Qué haces tú en la empresa? —espetó con una sonrisa desafiante—. ¿Tu lugar no es al lado de ropa de moda y labiales rojos?
Isadora le sacó la lengua, y yo solo rodé los ojos, sintiendo que la situación se volvía más caótica.
—Me estorban —dije con desdén, intentando centrarme en mi trabajo.
Sin embargo, Isadora se acercó rápidamente hacia mí, buscando alguna oportunidad para sentarse encima de mi escritorio, tan confiada como siempre. Pero no se lo permití; no tenía tiempo para distracciones y su energía desbordante era lo último que necesitaba en ese momento.
—Dae… —su mano se desliza por mi antebrazo, y mi mirada fulminante la detalla con desdén.
—¿Qué quieres? —espeté, tratando de mantener la calma.
—Tu atención… —respondió con esa voz tan coqueta que me revuelve el estómago, como si su encanto pudiera desarmarme— Quiero ir a Maldivas.
—¿Y qué te lo impide? —titubeé, sin apartar mi mirada del monitor, intentando ignorar su presencia.
—¡Quiero que tú me lleves como la última vez! —insistió, con un tono que mezclaba desafío y seducción.
—¿Última vez? —repliqué, incrédulo—. Pero si fuiste tú quien subió al avión a escondidas. Puedes ir a Maldivas, China, Japón o hasta Marte, pero no vuelvas —me sacudí de su agarre con impaciencia.
Isadora resopló mientras se dirigía a la dirección de Robert.
—¡A mí no me metas en tus planes malos de seducción! —se interpuso, antes de que pudiera hacer algo drástico.
Su cara se puso tan roja como sus tacones de aguja; comenzó a golpear el piso con ellos y se marchó con la cola entre las patas.
La oficina quedó sumida en un enorme silencio, interrumpido solo por el suspiro de Robert.
—Deberías haberle dado un beso al menos una vez, a ver si así deja de ser tan intensa.
Resoplé: —Estás demente. Si lo hago, nunca me dejará en paz. Además, ¿por qué intentas venderme a tu propia sobrina?
—Los hijos de Serafina nunca me han caído bien —respondió, frunciendo el ceño—. Son controladores y ambiciosos como su madre. Y no voy a olvidar jamás la vez que, por culpa de su estúpido hermano, le tendieron una trampa a Leonardo. —Me miró mientras bebía de su whisky recién servido—. Tú eres al único que considero mi sobrino —me guiñó el ojo.
—Peor aún, ¿por qué me ofreces a Isadora?
—Hmm… —se encogió de hombros—. No se puede negar que es guapa y sexy.
Quería vomitar en ese momento: —Para mí sigue siendo inesperado que hayas sido el rival de mi padre.
—¿Cuál es el problema? —preguntó, con una sonrisa burlona—. Estoy seguro de que si Leonardo estuviese aquí, te diría: “Fóllatela, Daemon. Después de todo, no importa si es incesto; nadie lo sabrá” y amenazaría a Isadora con coserle la boca. —intentó imitar la voz de mi padre, pero solo sonó ridículo.
Negué con la cabeza mientras lo observaba acercarse a la puerta. Con un tono despreocupado, dijo: —¿Y qué más da? Estás tan jodidamente enamorado de esa jovencita que no ves el culo de otras. Eso te llevará a la perdición…
—Termina de irte —le dije.
—Claro, ya me voy a mi oficina… —respondió, alejándose lentamente mientras presumía—. A la oficina del presidente.
El suave crujido de la puerta al cerrarse dejó un silencio ensordecedor. Busqué nuevamente el móvil en mi saco; aún no había respuestas de tu parte.
—¿Qué haces? —dejé otro mensaje en su buzón.
Tiré el móvil sobre el escritorio y me recosté con más relajación en el sillón, intentando encontrar un poco de paz.
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...Nabí...
Llevé mi dedo índice, aún manchado de sangre, a la boca, tratando de detener el flujo tras pincharme varias veces a lo largo del día. No sabía qué día era, pero los pedidos parecían multiplicarse sin fin.
—¿Otra vez te lastimaste? —la voz femenina a mis espaldas me sorprendió.
Al voltearme, vi a Tania, que venía cargando una enorme cesta de gerberas. La dejó sobre el mesón del almacén y se limpió el sudor de la frente. Sin previo aviso, tomó mi mano con firmeza y, de algún lugar inesperado, sacó una curita de color rosa. La miré, un poco atónita, y asentí en señal de agradecimiento.
—Mira tus manos, tan blancas y suaves; sería una lástima que te lastimaran tanto —comentó con una sonrisa.
Tania había comenzado a trabajar hoy en la floristería. Agradecí profundamente a la dueña por su llegada; últimamente habíamos tenido un aluvión de pedidos y no siempre lograban entregarse a tiempo debido a la falta de personal, lo que podría perjudicar al negocio.
Tania llegó a Padua hace apenas una semana; es española y habla italiano con fluidez.
Regresé con las rosas, decidido a terminar la tarea, pero Tania me detuvo con un tono firme pero amable.
—Suficiente con las rosas por hoy —dijo—. Mejor encárgate de las gerberas, que son menos abrasivas. Déjame estas a mí.
Con destreza, tomó el montón de rosas con sus guantes de protección y las trasladó hacia un lado. Luego, movió la cesta hacia mí con una sonrisa que transmitía confianza. Tania era ágil y rápida en su trabajo; podía ver que había sido una excelente decisión de Lucía dejarla aquí. Su energía me animaba, aliviando un poco la carga que sentía.
Me dirigí hacia la recepción en busca del papel kraft, cuando Daniel me llamó desde el mostrador—: Nabí, he escuchado vibrar tu móvil varias veces.
Lo miré y luego dirigí la vista hacia el móvil que había dejado a un lado, un pequeño nudo de preocupación se formó en mi estómago. No esperaba ninguna llamada. Lo agarré y lo llevé al almacén, aunque no pude evitar echarle un vistazo antes de entrar.
¿Me usas como almohada toda la noche y ahora me deshechas?
Si no querías despedirte de mí, podías dejarme un mensaje con Dafne, ¿sabías?
Eres malvada.
¿Qué haces?
Casi dejé caer el móvil de mis manos al darme cuenta de quién me estaba escribiendo. ¿Cómo había encontrado mi número? Una sensación de inquietud comenzó a apoderarse de mí; este hombre, ahora me daba miedo.
Me senté frente a las gerberas, dejando el papel kraft a un lado, distraída y con la mirada fija en el chat abierto. Los mensajes resonaban en mi mente como un eco perturbador, repitiéndose una y otra vez.
—¿Qué pasa? —la voz de Tania me hizo sobresaltar—. ¿Es una estafa?
La miré, confundida, mientras ella se acercaba para mirar mi móvil. Rápidamente lo aparté, sintiendo que la tensión crecía.
—¿No estás siendo víctima de una estafa? —insistió—. Ahora están estafando a las personas por redes sociales.
Negué con la cabeza, volviendo a centrarme en la pantalla del móvil.
—¿Entonces por qué parece que te acaba de escribir un espanto? —preguntó con preocupación.
«El propio diablo acaba de enviarme mensajes» resonó en mi mente como un mantra aterrador. Apagué la pantalla y decidí ignorar los mensajes que habían sacudido mi día.
Había armado tres hermosos ramos de gerberas, listos para ser entregados en el último momento del día. Faltaba apenas una hora para cerrar y, en ese instante, Tania y yo estábamos detrás del mostrador, sumergidas en la entrega de los encargos. Daniel, por su parte, se ocupaba de anotar los pedidos del día siguiente. El lugar estaba tan repleto que solo podía escuchar el sonido de la campana de la entrada resonando con cada cliente que entraba. Las voces animadas se transformaron lentamente en murmullos apagados que creaban una atmósfera cargada de energía.
Estaba tan concentrada en la tarea de hacer y entregar facturas que no me percaté de la figura que, de repente, se alzó frente al mostrador.
—La mia anima… —balbuceó Tania en un italiano perfecto, interrumpiendo mi concentración— È troppo attraente.
«Mi alma… es demasiado atractivo»
Levanté mi mirada instintivamente y me encontré con esos ojos grises que parecían leer mi alma. La atención de todos los presentes estaba completamente centrada en él, como si el resto del mundo hubiera dejado de existir.
—Vengo a solicitar un pedido… —su voz áspera y masculina provocó suspiros entre las mujeres que estaban detrás de él.
—Por supuesto… —dijo Daniel, acercándose a mí—. Por favor, indíqueme para qué día.
—Es para hoy —respondió, sin apartar su mirada de mí.
—Disculpe, joven, pero ya estamos por cerrar —aclaró Daniel, intentando mantener el control de la situación.
—¡Yo puedo tomar su orden! —interrumpió Tania al unísono—. Por favor, indíqueme qué tipo de flor desea, la cantidad y si necesita una nota para alguien especial.
—Creo que no entendieron… —respondió él, señalándome con firmeza—. Quiero que ella me tome la orden.
Sentía la intensa mirada de Tania y Daniel sobre mí. Suspiré, los miré y asentí, indicando que estaba de acuerdo. Mi expresión ceñuda hacia él dejaba claro que su presencia allí no me agradaba en absoluto. Tomé la libreta que Daniel tenía y un bolígrafo, luego lo miré nuevamente, asintiendo para que pudiera hacer su pedido.
—Tulipanes rojos con lirios blancos —dijo, metiéndose las manos en los bolsillos—. Esperaré con calma; tómese su tiempo.
Su cinismo hacía que las venas en mi cabeza quisieran estallar de rabia. Después de darle un último vistazo, entré nuevamente al almacén, y Tania me siguió.
—¿Viste ese bombón? —preguntó, con los ojos brillantes por él—. Jamás en mi vida había visto a un hombre tan guapo, además de ser tan frío y reservado —suspiró, sentándose a mi lado—. Es totalmente mi tipo.
La miré ceñuda, como si estuviera escuchando algo completamente ridículo. Sentía cómo mis pies palpitaban del cansancio.
—Terminemos con esto de una vez —dijo Daniel al entrar al almacén—. Ya no queda nadie más. Tania, ayudemos a Nabí.
Cuando terminamos, él seguía sentado en el sillón de espera, absorto en su móvil. Su mirada fría y distante me recorrió mientras le extendía el ramo.
—Gracias —dijo, y se marchó.
¿Era esa su venganza por no haberle respondido los mensajes?
¿Hacerme trabajar de más para un ramo que probablemente era para otra mujer?
Mi expresión incrédula dejaba mucho que pensar.
—Parece que Nabí ahora odia a un cliente —se burló Daniel—. Es normal, vamos, es hora de cerrar.
Después de cerrar, Tania subió a su motocicleta y Daniel se quedó conmigo mientras esperaba un taxi.
—¿Tu casa queda muy lejos, Nabí? —preguntó. Yo, sin saber qué decir, negué varias veces consecutivas— ¿Prefieres que te acompañe?
Peor aún; eso sería como caminar por un campo lleno de balas volando en segundos.
—No te preocupes, puedo volver sola —signé.
—¿Estás segura? —insistió—. ¿Tu tío Dante no viene hoy por ti?
Escuchar su nombre me arrugó el corazón.
—Está muy ocupado últimamente —signé, nuevamente.
En ese momento el taxi se aparcó frente a nosotros y antes de marcharse Daniel dijo—: Ya que hoy fue un día agitado y mañana no hay tantos pedidos puedes tomarte el día libre.
Sonreí, luego asentí, y el auto se marchó.
—Ya era hora, pensé que nunca se iba a ir —la voz masculina me hizo sobresaltar.
Cuando me volteé para verlo, mi instinto fue darle una patada en la espinilla. En cuestión de segundos, su quejido doloroso lo hizo encogerse hasta mi tamaño, y le agarré las orejas.
«Idiota, ¿quién se cree para joderme de esta manera? Me arrepiento de haber cedido a sus amenazas. ¡Tan inmaduro!».
La rabia burbujeaba dentro de mí, pero sabía que no podía dejar que sus juegos me afectaran. Era momento de ponerle un alto a su actitud.
Venir a mi lugar de trabajo a llamar la atención y hacerme trabajar de más era una falta de respeto.
—Oye, Nabí, eso me duele —se quejó, pero no le hice caso; en cambio, apreté más fuerte.
De repente, me mostró el ramo que le había entregado hace unos minutos, y en ese instante mi fuerza disminuyó.
—El ramo es para ti —dijo con una sonrisa traviesa.
Mis ojos se abrieron como platos mientras soltaba sus orejas. La confusión y la sorpresa se apoderaron de mí.
¿El ramo era para mí desde un principio?
Se siguió quejando del dolor después de que lo solté.
Olí las flores frescas del ramo en mi mano y lo miré con curiosidad: ¿cómo sabía que eran mis favoritas?
—¿Sigues molesta conmigo? —preguntó, rascándose la cabeza.
Fruncí el ceño nuevamente y continué mi camino hacia la parada de autobuses. Ignoraba su presencia, pero estaba fascinada por el ramo que yo misma había hecho. ¿Se podría decir que me lo autoregalé?
No me importaba, las flores no tenían la culpa.
—Es tu culpa en primer lugar. ¿Por qué no respondías mis mensajes? —se quejó de repente.
Lo miré con una expresión que decía claramente: ¿Era realmente necesario hacerlo?
—Nabí, debes responder mis mensajes cada vez que te escriba —ordenó.
Me detuve en seco y saqué el móvil de mi chaqueta. Entré a su chat y escribí: Tu buzón de mensajes debe estar repleto de mujeres. ¿Por qué te quejas de que yo no te responda? ¿Acaso eso afecta tu ego de hombre machista?