Lila, una médica moderna, pierde la vida en un ataque violento y reencarna en el cuerpo de Magdalena, la institutriz de una obra que solía leer. Consciente de que su destino es ser ejecutada por un crimen del que es inocente, decide tomar las riendas de su futuro y proteger a Penélope, la hija del viudo conde Frederick Arlington.
Evangelina, la antagonista original del relato, aparece antes de lo esperado y da un giro inesperado a la historia. Consigue persuadir al conde para que la lleve a vivir al castillo tras simular un asalto. Sus padres, llenos de ambición, buscan forzar un matrimonio mediante amenazas de escándalo y deshonor.
Magdalena, gracias a su astucia, competencia médica y capacidad de empatía, logra ganar la confianza tanto del conde como de Penélope. Mientras Evangelina urde sus planes para escalar al poder, Magdalena elabora una estrategia para desenmascararla y garantizar su propia supervivencia.
El conde se encuentra en un dilema entre las responsabilidades y sus s
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Capítulo 10: El sabor amargo del postre
El castillo Arlington, bañado por la luz de lámparas de aceite y candelabros de cristal, tenía un aspecto majestuoso y serio al anochecer. La brisa que pasaba entre las celosías traía consigo el aroma de las gardenias del jardín, combinándose con un sutil olor a cera derretida y madera antigua. La noche transcurría de forma habitual. . . hasta que Evangelina decidió romper la calma.
Llevaba un vestido de seda de color rojo burdeos, con un escote que desafiaba las normas de la época. Su cabello dorado caía suelto sobre sus hombros, perfectamente ondulado y peinado. Se encontraba en el vestíbulo, esperando al conde, como si fuera la esposa leal esperando el regreso del guerrero.
Al volver del hospital, el conde Freddy Arlington la observó y mostró una ligera incomodidad al fruncir el ceño.
—No era necesario que me esperara, señorita Oxford —comentó, quitándose el abrigo con un gesto cansado—. No suelo volver temprano.
Ella desvió la mirada, intentando mostrar modestia.
—Quería expresarle mi gratitud, mi lord. Por su amabilidad.
Freddy asintió con cortesía.
—Voy a cambiarme para cenar.
Evangelina lo observó hasta que desapareció por las escaleras. Internamente, cada uno de sus movimientos había sido meticulosamente planeado. Su entrada debía ser perfecta.
El comedor principal brillaba intensamente. La larga mesa de roble estaba decorada con elegantes manteles bordados, vajilla de porcelana azul, copas de cristal tallado, y platos cubiertos con campanas de plata. Cada detalle había sido seleccionado por Evangelina. Desde el primer plato hasta el postre, organizó todo como si el castillo ya fuera de ella.
Aunque la alta sociedad podría no haberla aceptado, aquí, bajo este techo, se daba el capricho de brillar.
Magdalena llegó, trayendo consigo a la pequeña Penélope, quien, al ver tanta comida, abrió los ojos con sorpresa.
—¿Estamos celebrando algo hoy, papá?
Sin embargo, su felicidad se desvaneció en cuanto avistó a Evangelina sentada a la derecha del conde, en el lugar reservado para los invitados de honor. Evangelina le sonrió de manera cálida y condescendiente, como alguien que acaricia a un gato con guantes de seda.
—Saluda con respeto, Penélope —dijo el conde, con un tono autoritario—. Esta noche nos acompaña una dama distinguida.
—Buenas noches, señorita —pronunció Penélope, esforzándose por ser cortés.
—El placer es mío, querida niña —respondió Evangelina.
Todos tomaron asiento. Evangelina frunció levemente el ceño al notar que Magdalena se sentaba junto a Penélope. No dejó pasar la oportunidad de señalarlo:
—¿La institutriz también se queda a cenar con nosotros?
Antes de que el conde pudiera contestar, Penélope interrumpió con actitud posesiva.
—Magdalena siempre come conmigo. No me gusta estar sola.
Freddy solo asintió con seriedad.
—La señorita Belmonte forma parte de esta residencia. Su presencia es común.
Evangelina optó por desviar la mirada, aunque sus manos se apretaron sobre la servilleta. El aire se volvió más pesado. Las pláticas se extinguieron, y solo el suave tintinear de los cubiertos interrumpía el silencio.
Con el deseo de aliviar la situación, el conde habló con Magdalena:
—Mañana es su día libre, pero necesitaré que me asista en el hospital. Hay un caso que necesita su pericia.
—Con mucho gusto, señor. Iré donde me necesiten —contestó ella con calma.
La cena transcurrió sin problemas hasta que se presentó el postre. Evangelina exhibió una sonrisa de satisfacción.
—Quería hacer algo especial para todos esta noche. Preparé la tarta de duraznos yo misma. Es una receta única.
El conde miró con sorpresa moderada. Estaba a punto de dar el primer bocado cuando la voz de Penélope se alzó nítidamente, sin titubeos.
—Eso no es verdad. Esa tarta es de Greta. La he comido muchas veces. Nadie más la hace así.
Un silencio incómodo se instaló en la mesa. Magdalena ocultó su risa detrás de la servilleta. El rostro de Evangelina se tornó un poco pálido.
—¿Puedo llevar a la señorita a su cuarto? —preguntó Magdalena.
—Vayan. Luego subiré a visitarla —respondió el conde.
Al dejar el comedor, Penélope lanzó una última mirada fulminante a Evangelina. Magdalena sintió un leve orgullo. La pequeña era astuta. No se dejaría engañar tan fácilmente.
Una vez en la habitación de Penélope, la niña se acurrucó bajo las mantas. Magdalena le leía un cuento mientras acariciaba su cabello con ternura.
—Hoy actuaste como una valiente princesa —susurró Penélope—. No le temes a Evangelina. ¿Verdad?
—A veces tener valor no significa no sentir miedo —respondió Magdalena—. Es enfrentarlo por amor.
—No me gusta —murmuró Penélope—. Camina como si fuera una reina. Pero no lo es. Mamá sí era una reina.
Magdalena tomó aire profundo.
—Debes prometerme que, aunque no te guste, te comportarás con educación. Como lo haría una dama.
La niña asintió. Luego preguntó con voz esperanzada:
—¿Si ella me hace algo, debería callarlo?
—No, cariño. Si alguien intenta hacerte daño o molestarte, debes decírmelo. De inmediato.
—Lo prometo.
Fue en ese momento cuando la puerta se abrió. El conde apareció con expresión seria, pero sus ojos mostraban un ligero cansancio.
—¿Puedo hablar con mi hija?
Magdalena se inclinó en reverencia y se retiró, dejando a padre e hija a solas.
El conde se sentó junto a la cama.
—Hoy fuiste descortés con nuestra invitada, Penélope.
—No quiero que nadie tome el lugar de mamá —murmuró ella.
Él cerró los ojos, visiblemente dolido.
—Tu madre permanecerá siempre en nuestros corazones. Pero es necesario que seas educada. Mañana, pedirás disculpas a la señorita Oxford.
Ella asintió sin mirarlo. Luego lo sorprendió con una pregunta simple pero impactante:
—Papá… ¿te gustaría casarte con Magdalena? Sería una excelente madre.
Él la observó con la boca ligeramente abierta, sin poder articular ninguna palabra. Solo le dio un beso en la frente y se alejó rápidamente.
Esa noche, el conde Arlington subió al último piso. Entró en esa habitación a la que solo él tenía acceso. Allí permanecía el recuerdo claro de su esposa: su foto, sus vestidos, sus joyas y su perfume.
Se sentó frente a la imagen y, por primera vez en mucho tiempo, una lágrima rodó por su cara.
—Paola… te echo de menos. No sé cómo actuar. Esta chica observa en otra persona lo que yo no quiero reconocer. ¿Y si…?
No completó su pensamiento.
Cerró la puerta y se fue sin hacer ruido.
Abajo, el castillo estaba en calma.
Pero en la penumbra, las máscaras empezaron a caer… y las verdaderas intenciones se volvían peligrosas como cuchillos.
EL CONDE Y SU DIFUNTA ESPOSA.